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Un hombre sudamericano de algún país del sur, residente en un pueblo de la costa española, madrugaba cada día para llevar a su hijo, de 9 años, al colegio. En realidad no era madrugar, ya que se levantaba sobre las 8. El hombre, camarero y artista, era felizmente casado con una española empleada pública y ambos llevaban una vida tranquila junto a su único hijo. El hecho de que él trabajara por las noches en un local de música en vivo, donde servía copas y cantaba junto a su guitarra, le permitía llevar al pequeño al colegio. Mucha gente pensaba y le decía: “¿no es usted viudo? Es que como siempre lo veo solo…”. Por esa época el divorcio no era tan frecuente. El hombre lo tomaba con humor, después de todo no era ni mucho menos extraño, la gente siempre se ha entrometido en la vida de los demás, quizás por exceso de tiempo libre.
A eso de las 8,45, no más tarde, llegaban al colegio, que quedaba a unos 3 kms de su casa. Después sus rumbos se separaban. El niño salía felizmente del coche y se reunía con sus compañeros en el patio, para después entrar en clase. Era un alumno mediocre pero atrevido, estudioso pero rebelde, aplicado pero hablador. El hombre se iba a casa a descansar una hora, no más, de la noche anterior de canto y humo. El local abría después de la hora de cena, sobre las 23 y cerraba cuando se iba el último cliente entre semana y de 4,30 a 5 los fines de semana.
Mientras el niño jugaba con sus amigos durante las clases y en la hora del recreo, el padre ordenaba el poco desorden que había en la casa. El orden era cosa de la mujer, hermana pequeña de una familia numerosa de mujeres ordenadas como las de antes. Después calentaba el agua, preparaba el mate y lo tomaba solo en la terraza de su modesta vivienda con la compañía de música generalmente latinoamericana, cuando no sonaba algún cantautor español en la minicadena. A veces la apagaba antes de salir, pero sólo a veces.
El niño tenía una pausa de 12 a 15 h y como en el colegio no había comedor escolar, el hombre volvía al colegio unos 5 minutos antes de las 12 y esperaba a su hijo a unos 60 metros de la puerta del colegio. El motivo de esta lejanía era principalmente que allí, a 60 metros, daba la vuelta y esperaba a su hijo con el coche de cara al sentido para regresar a casa. El niño volvía por el poco verde, mezcla de césped y pequeños matojos, que había en el camino, provocando día sí día también el comentario del hombre: “camina por la acera, un día vas a pisar una mierda y ya verás”. Después sonreían.
Una vez en casa, mientras el niño veía los dibujos animados, el hombre preparaba la comida. Más tarde emprendían su tercer y segundo viaje en coche respectivamente. El niño afrontaba sus últimas dos horas de la jornada, que solían ser artes plásticas, ética (nunca estudió religión por decisión propia), educación física o valenciano; el hombre esperaba la llegada de su mujer, que llegaba en bus, y comían juntos a la hora del telediario sólo por simple coincidencia, ya que rara vez la charla del matrimonio dejaba escuchar las noticias.
De tarde, a las 16,45 salían de casa los dos en coche a recoger al niño y volvían a casa, donde el niño merendaba frente a la tele, poco antes de hacer los deberes los días que tenía, que eran la mayoría. Cuando necesitaba ayuda con las matemáticas o las experiencias el hombre se la daba; si las dudas venían de lengua española o valenciano, le tocaba a ella. En cualquier caso, el matrimonio tomaba mate con la tele o música de fondo. La tele distraía a veces al estudiante, la música nunca, a pesar de que el niño se diera cuenta con el paso de los años de haber aprendido muchas de aquellas canciones que oyó durante esa época.
A veces iban los tres a un supermercado que quedaba a mitad de camino entre el colegio y el pueblo de al lado. Otras jugaban a un juego de mesa. Dos o tres días por semana el hombre ensayaba con la guitarra que tenía en casa, que no era la misma que la que tenía en el local. No quería cargar con el instrumento los seis días, excepto los martes, que trabajaba. El niño siempre quiso aprender, pero no dio un paso más.
A las 21 y poco solían cenar, ya que al hombre le gustaba llegar al local antes de las 22,30 para limpiar la guitarra y el pequeño y acogedor escenario. Así que a las diez mujer e hijo se despedían del hombre hasta el día siguiente.
El hombre aparcaba frente al local y esperaba la llegada de su único socio, también sudamericano, cantante, guitarrista y camarero. Mientras esperaban la llegada de amigos y clientes (por ese orden), iban pensando qué canciones tocar, aunque ambos sabían que el repertorio podía variar en base al tipo de gente, de peticiones o del alcohol.
Una vez que se iba el último de los consumidores-espectadores, los artistas recogían los vasos y fregaban mientras el socio le contaba al hombre su último sufrido enamoramiento, esperando consejos o sugerencias. Solía enamorarse una vez al mes y claro, las grandes dosis es lo que tienen.
El hombre dejaba de beber pronto, ya que regresaba a casa en coche y no quería correr el riesgo de encontrar uno de los pocos controles policiales que había por el camino. Una vez aparcado el auto, sacaba las llaves de casa y entraba silenciosamente para no despertar al niño. La mujer siempre lo oía llegar, tal vez porque lo esperaba, y aprovechaba para ir al baño.
Después de dejar la ropa en la terraza para que se ventilara de la noche, el hombre picaba algo de la nevera (algo, cualquier cosa), se lavaba los dientes, hacía pis, abría la puerta de la habitación del niño con cuidado y le daba las buenas noches con un rápido beso en la cabeza (zona propia de los padres). Cuando estaba terminando su jornada, y empezando la de los demás, cerraba los ojos y deseaba que el día de mañana fuera como el de hoy.
Photo by Samuel Austin on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Tahelmar Caraballo Devesa
Llevo escribiendo desde los 10 años, puliendo mi técnica de forma precisa. Por eso no sé escribir.
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