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Era casi la hora del basilisco y ya no quedaba nadie trabajando al aire libre en los aserraderos y talleres de Las Colonias. Los pocos trabajadores que quedaban en activo, se arremolinaban en torno a las mesas de la única posada del lugar, El Ciervo Feliz.
Sus dueños eran un curtido veterano de la guerra civil, alto y nervudo, de espesas cejas blancas, y su hija, una chica que apenas sobrepasaba los catorce años, alta, con el pelo muy corto rubio y los ojos vedes; iba vestida con una falda larga abierta por el lateral derecho, y un corsé de cuero endurecido. En las colonias casi todas las prendas eran de cuero endurecido. Padre e hija limpiaban, cocinaban, servían mesas, llevaban la contabilidad, curtían, y disecaban alguna que otra pieza de caza mayor; y no menos importante, protegían el negocio. La labor de proteger tu porción de tierra recién adquirida y los pocos bienes que hubieran podido sobrevivir al viaje, era una de las tareas más importantes. Los peligros tras una guerra civil en los caminos y núcleos de población no escasean, pero se multiplican cuando se trata de una región fronteriza, como era el caso de Las Colonias.
Alrededor de las mesas y la barra, únicamente quedaban seis personas, incluyendo al posadero y su hija. Dos leñadores gruesos de barbas rubias, se encontraban en la barra charlando y apurando el contenido de sus jarras de barro. Un anciano vestido entero de lana y cuero remendado y desgastado, bebía a sorbos una sopa de cebolla en una mesa junto al fuego. Por último, un hombre de aspecto ausente y de facciones duras, cortaba y comía un filete repleto de nervios. Éste último, era el único extranjero de la posada. Tenía el pelo negro, largo hasta los hombros, pero recogido en una coleta alta; su rostro no pasaba desapercibido, pues su lado derecho estaba cubierto de terribles cicatrices, algunas propias de cortes y otras de quemaduras. Vestía además una capa de tela vasta negra atada con una sencilla cuerda y, un tabardo similar al delantal de un herrero de cuero endurecido muy desgastado y oscurecido, cubría su cuerpo hasta las rodillas. Los nudillos los tenía repletos de finas líneas de cicatrices, y al cinto se dejaban ver dos empuñaduras, una de una espada y otra de un estilete.
Dos hombres entraron en El Ciervo Feliz. Toda la estancia se giró para mirarlos, todos menos el extranjero. Los nuevos clientes eran dos hombres altos con el pelo rapado y las mejillas pulcramente afeitadas, llevaban capas rojas y jubones negros. Eran inquisidores, sus colores y aspecto eran reconocibles en cada rincón de Ravenan. Ambos llevaban una pequeña maza en el lado izquierdo del cinto, y un martillo en el lado derecho. El posadero hizo un gesto casi imperceptible a su hija para que entrara en la cocina. Seguidamente invitó a los dos inquisidores a sentarse cerca del fuego, después de haber cambiado de lugar al anciano con su caldo de cebolla.
––¿Qué va ser? ––preguntó de manera solícita el posadero.
El más mayor de los dos inquisidores, tras barrer con una expresión perenne de asco y cansancio en su rostro toda la estancia con su mirada, contestó sin apartar los ojos del extranjero.
––Atended nuestros caballos, preparadnos vuestra mejor habitación, y traed algo de carne con vino, ¡Ah! Y que la carne no sea un saco de nervios y huesos.
El posadero se retiró con paso tranquilo sin pasársele desapercibido el lugar al que el inquisidor dirigía la mirada. El extranjero por su parte, mojaba con tranquilidad algo de pan en el caldo.
––¿Os conozco de algo? ––preguntó el inquisidor mayor al extranjero, clavándolo al sitio con sus ojos grises surcados de arrugas y sujetos por dos ojeras negras como el carbón.
––No soy de aquí ––respondió sin levantar la mirada del cuenco el extranjero.
Los dos leñadores y el anciano miraban la puerta dudando entre marchar o quedarse, temerosos de que cualquier movimiento significara una provocación para los dos inquisidores.
El más joven de los dos inquisidores miró con desprecio a los tres clientes y luego habló casi escupiendo al aire en dirección al extranjero.
––Cuando un inquisidor te habla debes responder mirándole a los ojos. ¿O temes revelar con tu mirada algún pecado por el cual debas ser castigado?
El extranjero levantó lentamente la cabeza y fijó sus ojos en el joven inquisidor. Luego esbozó una siniestra media sonrisa haciendo que las cicatrices del lado derecho se plegaran, inclinó levemente la cabeza y habló en un tono neutro, sin atisbos de ninguna emoción en la voz.
––Mis disculpas, no había reparado en el color de vuestras capas.
El joven inquisidor esbozó una mueca de triunfo como si sintiera cercano un momento que llevaba tiempo esperando, cosa que demostró al llevar una mano enfundada en cuero y tachuelas a la maza, pero el más mayor lo detuvo y le habló con voz grave, pero dirigiéndose al extranjero.
––Si no estuviéramos tan cansados del viaje, y no necesitáramos todo el descanso que nos pueda proporcionar una cama antes de proseguir nuestro santo cometido, te desollaríamos los pies, te abriríamos la espalda, y te arrastraríamos hasta el alguacil de la zona para ser castigado por tu insolencia ante la ley.
De pronto apareció de nuevo el posadero, pero esta vez con expresión afable. Tras él iba un joven de pelo alborotado castaño y los mofletes repletos de pecas.
––Mis disculpas pero me temo que vuestras señorías deberán esperar un poco más la comida, nos habíamos quedado ya sin carne. Aquí en la frontera todo escasea, pero mi hija está trabajando para preparar el mejor estofado que podáis probar tan lejos de la civilización… mientras tanto, dejad que nuestro mozo de cuadras os cante algo, tiene una voz muy buena, y una memoria excelente para las canciones ––les habló en tono de súplica el posadero, aunque de una manera un tanto sobreactuada.
El más joven de los inquisidores, iba a contestar algo nada agradable a juzgar por la expresión de su cara, pero su acompañante más mayor lo hizo callar con un ademán a su compañero, y contestó:
––Me dan igual las canciones de frontera, canta, fornica con tu hija sobre la barra, o con los cerdos, pero trae cuanto antes la maldita cena.
El posadero mudó su expresión tranquila y alegre por otra mucho más sombría, empujó al joven mozo de cuadras, y éste se acercó con paso tranquilo hasta los dos inquisidores. El chico miró a su jefe y le preguntó.
––¿Qué canto?
––Qué tal La Caída de los Treban ––respondió el posadero sin apartar la mirada de los inquisidores.
El chico parecía confundido y temeroso. Los tres parroquianos estaban a punto de mearse encima. El extranjero, miraba de manera intermitente la puerta y la escena que se desarrollaba frente a él.
Los dos inquisidores se levantaron con brusquedad. El joven aferró la maza y el martillo. El más mayor posó su mano en el pomo de su maza. Y habló en siseos al posadero.
––Venimos en paz, pedimos cama y comida como humildes siervos de Dios que somos, y tú osas burlarte de nosotros mencionando reliquias muertas de una religión pagana enemiga de tu Dios y tus monarcas.
El posadero hizo una señal con su mano callosa, haciendo que el chico se escabullera escaleras arriba.
––En Las Colonias no tenemos nada en contra de nuestra raíces, ¿Por qué temen vuestras señorías tanto a una canción? No hay por qué ponerse nerviosos. Aquí todos son bien recibidos, sean cuales sean sus creencias.
––Únicamente hay una religión en Ravenan ––escupió lentamente el inquisidor más joven.
Como si de una gran revelación se tratara, los dos inquisidores recordaron la presencia del extranjero, y el inquisidor mayor le habló a modo de advertencia sin apartar la mano del pomo de la maza.
––Veo que portas armas, y a juzgar por tus cicatrices y ropas, luchaste en la guerra, aunque me temo que no por el Dios y el rey vencedor. Si te comportas como una persona civilizada, y no obstruyes a la mano de Dios sobre la tierra a la hora de impartir su justicia divina, quizás tengáis cabida tú y tu espada en lo que nos queda de camino hasta Villaespino, considéralo un pequeño paso en el camino correcto. ––Tras hablar, intentó esbozar una sonrisa, pero más parecía una mueca de dolor.
El extranjero no habló. Se arrebujó en la capa, apretó la mandíbula y observó la escena.
––Y tú ––prosiguió el cansado y maduro inquisidor dirigiéndose al posadero––, ahuyenta tus delirios de veterano frustrado, y ésas fantasías de venganza, pues le costarán la vida a todo aquel que lleve tu misma sangre ––dijo tras mirar uno por uno a todos los presentes incluido al extranjero del cabello negro.
Pero no pudo seguir hablando, pues un virote se introdujo en su pecho, entre las costillas, partiendo en dos su corazón y encharcando de sangre, pecho y pulmones. El virote había sido disparado desde la barra por la hija del posadero con una pequeña ballesta. El joven inquisidor, quedó perplejo, y tras unos segundos de confusión, se lanzó contra el posadero que ahora aferraba con su mano derecha un cuchillo de carnicero. Los dos leñadores y el anciano hacía ya un rato que se habían escabullido. Pero no para huir, sino para pedir auxilio en la pequeña plaza de Las Colonias. La hija del posadero intentaba recargar la ballesta mientras su padre forcejeaba con el inquisidor. El posadero ya había perdido el cuchillo y se encontraba en el suelo. El extranjero se levantó, y se dirigió hacia el lugar de la pelea. El inquisidor con la cara roja y llena de sudor le gritó.
––¡No te entrometas en los asuntos de la inquisdeskj!
Fue todo lo que dijo, ya que el extranjero había cogido con fuerza la muñeca de la mano que sostenía la maza. Estiró su brazo y con su puño enfundado en cuero remendado, golpeó dos veces su codo con rapidez hasta desencajarlo y hacer que aflorara el blanco del hueso sobre la tela negra. El inquisidor se tiró al suelo chillando y sangrando. Fuera de El Ciervo Feliz, ya estaba todo el pueblo mirando hacia dentro, todos con sus caras curtidas y ropas prácticas y vastas.
El extranjero ayudó a levantarse al posadero y le susurró desde el fondo de su garganta.
––¿Qué haréis con ellos? Las noticias de las fronteras viajan con lentitud hacia el interior, y raras veces alcanzan un oído que las escuche, pero la ausencia de dos inquisidores en mitad de una misión oficial atraerá la atención de la ley de valía.
El inquisidor con el hueso al descubierto se había desmayado, pero el posadero no le quitaba ojo.
––Ya sabes…lo de siempre, enterrar, limpiar y de nuevo abrir el negocio, igual que en la guerra. En Las Colonias no levantamos empalizadas y torres únicamente para ahuyentar a las bestias, buscamos un nuevo comienzo, no una continuación. Pero no dejaremos que la mano de la inquisición nos siga manoseando la entrepierna mientras con la otra nos marca con un hierro al fuego nuestro culo huesudo.
El extranjero se encogió de hombros y señaló a los dos inquisidores.
––Yo que vosotros remataría a ése, se los daría de comer a los cerdos, y después dejaría sus capas destrozadas en mitad del bosque, lejos de los aserraderos y zonas oficiales de trabajo.
El posadero miró a su hija que estaba llorando. Luego miró al exterior donde se arremolinaban sus vecinos, y finalmente miró de nuevo al extranjero.
––El inquisidor creía conocerte. Lo cierto es que tu rostro también me es familiar ¿Cómo os llamáis si puedo saberlo?
El extranjero esbozó una débil mueca de cansancio y se encogió de nuevo de hombros.
––Tengo una cara difícil. Las caras difíciles siempre resultan familiares. Me llamo Ulfredo Casterac. Y yo que tú, si es que me permites darte un segundo consejo, no volvería a mencionar el nombre de canciones prohibidas delante de unos inquisidores.
Una mueca de dolor cruzó la cara del posadero, y de pronto parecía más viejo de lo que en verdad era:
––Muy bien Ulfredo Casterac, el mío es Guidellón y te diré una cosa, por algo se empieza, y aunque no me enorgullezca de las maneras, hay viejas costumbres que merecen ser conservadas.
Ulfredo no respondió. Pagó cuatro octas y una pequeña orza de bronce dejando su bolsa en bancarrota, por el alojamiento en la casa de un primo del posadero, un baño caliente y el arreglo de su ropa. La hija de cabello corto y rubio lo dirigió entre el gentío de la plaza hasta la casa de su pariente. Mientras le llenaban la tina con agua caliente, fuera se oía el rumor de la gente y el movimiento del trabajo. Tendrían mucho que hacer antes del amanecer.
La noche fue larga, y Ulfredo se durmió con el llanto de la joven posadera en la habitación contigua, y el sonido de pasos sobre la plaza cubierta de tierra y paja.
Photo by Mikel Ibarluzea on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Ignacio Castellanos
Vivo en una remota mazmorra de Asturias. Soy un impenitente lector de fantasía y ciencia ficción. Siempre me gustó inventar historias ambientadas en mundos que nunca existieron. La construcción de ésos mundos es una de mis mayores pasiones, y las historias que en ellos se narran, la principal de todas ellas. Además, colaboro en la versión online y en papel de la revista El Club de la Fábula, una publicación dedicada por entero al género de la fantasía y la ciencia ficción.
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