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Hoy era el día, ese día que tanto había esperado. Me encontraba ya en mi puesto, listo para salir corriendo y demostrarme a mí mismo que nada podía conmigo, que yo era más fuerte que ese “simple” accidente. Observé las gradas, y ahí se encontraba mi madre, mirándome atentamente, algo preocupada, pero muy orgullosa de mí.
Hace un año y medio que no he podido correr, no desde aquel fatídico accidente que causó que perdiese mi pierna derecha, y que por tanto, tuviesen que crear y colocarme una artificial. Desde ese entonces, mi madre vive preocupada de mí, y más aún cuando manifesté mi deseo de seguir corriendo. Papá, desde que era un niño, siempre me repetía “hagas lo que hagas, siempre tienes que ser bueno en algo”, y yo desde que me apunté a atletismo supe que correr era lo que mejor se me daba, y lo que más me gustaba, y más con las piernas tan largas que tenía. Desde que los médicos pudieron implantarme la pierna artificial, he estado trabajando duro en mi meta: demostrarme que yo puedo con todo, y por supuesto y no menos importante, demostrarle al mundo que las personas cojas también somos capaces de hacer cualquier cosa.
Como decía anteriormente, este era el día, “mi día”, como yo lo llevaba denominando desde que supe que se iba a celebrar una competición de atletismo en mi ciudad. Desde entonces llevo preparándome todos los días y deseando que llegase el día. Me encontraba en perfectas condiciones, y lleno de motivación e ilusión. La gente no paraba de gritar y apenas podíamos escuchar lo que nos estaba diciendo el hombre que se encontraba delante de nosotros. Yo era el último, porque fui el último en apuntarme a la competición, por lo que, como me era imposible escuchar lo que decía aquel hombre, me limité a observar al resto de los chicos y chicas que competían conmigo. Supe que la carrera iba a empezar cuando mis compañeros empezaron a agacharse. Miré por última vez a mamá, que no me quitaba la vista de encima y (seguramente estaría rezando porque no me pasase nada) me concentré lo más que pude en aquella competición que quería ganar por orgullo propio. Imité a mis compañeros y en cuanto el hombre levantó la mano, supe que era la hora, que era ahora o nunca, que mi momento había llegado.
Siguiendo los consejos de mi entrenador y de mi padre, que ambos coincidían en que al principio debía ir con calma para luego meter el turbo y así evitar cansarme, comencé a correr, despacio pero sin dormirme. Seguro que la gente ya estaría pensando “¿Qué hace ese corriendo tan despacio?”, “ah, que encima es cojo porque tiene una pierna artificial”, “¿cómo es que le dejan participar?”, “¿no ve que con esa pierna no va a hacer nada?”, etc. Vamos, los mismos prejuicios de siempre con los que llevamos conviviendo toda la vida, y eso que jamás lograré acostumbrarme. Decidí apartar mis pensamientos sobre esos prejuicios o sobre lo que estaría pensando la gente al verme correr, y decidí concentrarme más en la carrera. Eran tres vueltas, y yo ya casi estaba acabando la primera, mientras que el resto justo acababa de terminar la primera y se disponía a recorrer aquella pista por segunda vez. Comencé a detectar pasos algo más cansados, sobre todo del chico y de la chica que encabezaban la competición, por lo que comencé a ir un poco más rápido pero sin llegar a cansarme. Podía sentir la mirada de mi madre centrada en mí, como si en esa carrera sólo existiese yo; su preocupación, puesto que desde el accidente, era la primera vez que corría en una competición; y su orgullo, dado que no supe rendirme y siempre he buscado irme superando a mí mismo. Comencé a correr más rápido, pero sin llegar a cansarme. Poco a poco fui superando a mis contrincantes, y podía sentir la mirada de ellos sobre mí preguntándose cómo lo estaba haciendo, y cómo una persona con una pierna artificial, la cual tendría una mayor dificultad para correr, estaba alcanzándoles a todos, uno por uno. Tenía claro que ganase o perdiese aquella competición, yo ya me sentía orgulloso de mí por superarme de tal manera, puesto que nunca imaginé que con una pierna artificial pudiese seguir haciendo lo que más me gustaba (que era sin duda alguna correr), y mucho menos, que llegaría a alcanzar al resto de mis contrincantes. Una vez más, dejé de pensar en lo orgulloso que me sentía de mí mismo y me enfoqué nuevamente en la carrera. Sin darme cuenta, ya me encontraba por la segunda y nada más y nada menos que en el puesto número tres, puesto que los únicos contrincantes que tenía delante de mí eran un chico y una chica, aunque la primera seguía siendo la chica, cuyo mérito de encabezar aquella competición, quedaría en el olvido únicamente por ser una mujer y no un hombre, cosa que tampoco lograré entender de la sociedad en la que no me ha quedado más remedio que vivir. Ya en el córner de la segunda vuelta, podía notar mis piernas algo cansadas, aunque más mi pierna artificial. Recé porque nada malo pasase y, al menos, pudiese acabar aquella competición que tanto significaba para mí. A pesar de que me notaba algo cansado, no dejé que eso minase mi esfuerzo y seguí corriendo. Para mi sorpresa, ya casi me encontraba acabando la segunda vuelta y comenzando la tercera, y por si fuera poco, había logrado dejar atrás al segundo chico y tener delante de mí únicamente a la chica. Sentía que en aquella carrera sólo éramos ya ella y yo, y que si lograba alcanzarla lograría ganar. Ya en la tercera ronda, sentía mis piernas débiles y ya no podía más. Comencé a preocuparme por un repentino ardor en la pierna artificial, ardor que poco a poco iba quemándome. Sabía que éste era el momento de parar y descansar la pierna antes de que algo malo pudiese ocurrirme, pero entonces nunca lograría llegar más allá de mis límites ni demostrarme realmente que sigo valiendo tanto como un atleta que tiene ambas piernas buenas. Además, papá siempre me lo decía desde pequeño “hijo, a veces hay que hacer ciertos sacrificios para llegar más lejos”, y sabía perfectamente que éste era uno de esos. Aún con la pierna ardiéndome seguí corriendo, sin parar. Me quejaba en voz baja y sabía que mi madre, que no me habría quitado la vista de encima, estaba ya preocupada y al borde del ataque. La chica estaba ya realmente cerca de mí y justo cuando creí que podía superarla, mi pierna me falló y caí al suelo. Pude sentir cómo la grada entera se levantó al verme caer de rodillas al suelo, intentado recuperarme, pero también sé que al segundo, todo volvió a la normalidad y nadie se daría cuenta, o llegaría a acordarse después de la carrera. Observé a mi madre, esa mujer que desde que era un bebé estuvo ahí, cuidándome, animándome y dándome todo sin pedir nada a cambio, la cual me miraba fijamente mientras susurraba algo con los labios. Siendo ella, me imagino que sería un “tú puedes hijo, yo sé que tú puedes”. Eso fue más que suficiente, sentí de repente una fuerza incomprensible apoderarse de mí, me levanté lo más rápido que pude y continué corriendo. Volvía a tener al chico delante de mí, además de a la misma chica. Era ahora o nunca, el momento decisivo había llegado. Comencé a correr rápido, cada vez más rápido, sin pensar en los prejuicios de la gente, ni en que era un atleta con una pierna artificial. Nada, absolutamente nada, pasaba por mi mente. Únicamente estábamos mis dos contrincantes de delante, la competición y yo. Corrí lo más que pude, cada vez más rápido y llevando a cabo las respiraciones que me dijo en su día mi entrenador, para evitar que me entrase el flato o pudiese cansarme. Alcancé nuevamente al chico, dejándolo atrás, y centrando toda mi atención en alcanzar a la chica. Poco a poco me iba acercando a ella. Ella ya estaba cansada. “Venga Rubén, dos pasos más y la alcanzas”… y la acabé alcanzando y pasando. Ahora únicamente faltaba pasar el córner y ganar la competición. Corrí más deprisa, todo lo que mi cuerpo podía llegar a soportar. Cada vez más deprisa, ya casi llegaba a la meta… Y llegué. Por fin llegué a la meta. Acababa de ganar la competición.
No aguanté más las lágrimas y me eché a llorar. Me sentía muy orgulloso de mí, de mi esfuerzo y de haber logrado llegar más allá de lo que yo mismo me imaginé. Observé las gradas, mamá me miraba con lágrimas en los ojos, a la vez que me sonreía y susurraba algo como “mi campeón”. El resto, me miraban estupefactos. Seguro que se preguntarían cómo lo había hecho, cómo había logrado ganar aquella competición con una pierna artificial, y más con la caída que había sufrido minutos antes. No sé qué explicación tendrá el resto de personas que se encontraban ahí, o aquellas que llegasen a enterarse de mi victoria, pero yo sí tenía una, y además muy clara: la sociedad infravalora la capacidad de esfuerzo y superación que tenemos las personas lisiadas.
Mamá llegó enseguida hacia donde yo me encontraba. Me abrazó fuertemente, a la vez que me acariciaba el pelo y me sonreía orgullosa. “Sabía que lo lograrías cariño”; “sabía que podía, mamá”.
Photo by Goh Rhy Yan on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Alpana Zurdo Perezagua (@Directi97)
Escribo pequeños relatos salidos de mi propia imaginación o con un aire crítico.
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