Más de quince horas llevo esperando para la apertura de las puertas. Con la entrada en la mano, con el ritmo acelerado en el corazón. Es mi primera vez. Sus voces, sus melodías, siempre se habían colado en mi casa a través de los vinilos, de los discos compactos o de las radios musicales. Esta noche, no. Los tendré al alcance de mis dedos, aquí, cerca, muy cerca., como cuando era pequeña e introducía mi brazo a través de la barandilla del estanque para poder sentir el tacto de las carpas…
¡Paqui, ten cuidado, hija, a ver si te van a dar un mordisco y tenemos que llevarte a la Casa de Socorro!
Mis padres se empeñaron en que debía aprender ballet clásico. Nos podemos permitir el lujo, presumían. En ese sueño pusieron alma y vida. Pero la mía fue por otros derroteros. Me aburría ese tipo de danza y no soportaba ni cinco minutos moverme al ritmo que me marcaba el chirriar de los violines, el aporreo de las teclas del piano, el ritmo cansino y alienado de los bajos o el insufrible y violento chiflido de esos tubos largos o retorcidos de metal.
Estudié solfeo a regañadientes. Al fin y al cabo, se trataba de darles un gusto a mis padres. Cedí con la condición de que me apuntaran a clases de ala delta cuando tuviera la edad. Mi deseo era flotar en el espacio libre, no amodorrarme entre cuatro paredes. ¡Paqui, no saltes desde esa escalera que te vas a romper la crisma! Me la rompí. Un curso entero sin poder asistir a clase. A punto de entrar en la adolescencia, perderme las Matemáticas o la Religión no me causaba pesadumbre, lo verdaderamente grave era que mis progenitores no opinaron lo mismo. Aprobé todas las asignaturas. De ello se encargó doña Francisca, mi madre, a quien mis abuelos habían instruido en el noble oficio de la enseñanza. Y suspendí en mis aspiraciones de llegar a ser el primer ser humano que se lanzara en vuelo infinito de nube a nube.
Desde aquí percibo el estruendo de los ensayos. Como fogonazos acústicos. Ya va quedando menos. El concierto dará comienzo a las diez de la noche. Es lo habitual. No puedo parar quieta. Ya no aguanto más sentada, ni en cuchillas, ni a pie firme. Doy vueltas en círculos… hacia la izquierda… ahora, a la derecha. Saltitos y flexiones, no. Aquella escalera fue la culpable de que mis vértebras perdieran su virginidad, y yo mi sentido del equilibrio.
La niña parece que ha vuelto por el buen camino, cuchicheaba mi madre al oído de mi padre. El buen camino se llamaba “Cómo tocar la espineta en 16 pasos”. Obediente a la fuerza, me aferré a las cuerdas del instrumento como a una tabla de salvación. Vi en él la forma de recorrer a ras de tierra lo que no podía peregrinar emulando a los patos silvestres. Gracias al percance de la dichosa escalera se acababa de interponer en mi destino, si es que este anónimo señor se cruza alguna vez por delante de nosotros para modificar la travesía hacia lo inmudable, una nueva y extraña pasión por la música. Recién cumplidos los doce aún no era consciente de que mis veleidades por los vuelos sin motor se habían acabado para siempre. Pero, al notar el tacto de aquel pequeño clavicordio, al escuchar su delicada sonoridad, al sentir su teclado bajo mis dedos, me enamoré perdidamente.
Mi estreno ante el público fue un éxito descomunal. El salón de actos del instituto casi se viene abajo debido al entusiasmo de los amigos y familiares que acudieron a la fiesta de graduación. Lloré muchísimo aquella noche. Mis padres no salían de su asombro. “Su Paqui” iba para figura de la música clásica. Sus rarezas de infancia, sus caprichos preadolescentes dormían ya en el último peldaño de aquella bendita escalera. Sin embargo, el éxtasis de esa tarde nunca volvió a repetirse.
Como todas las pasiones, la fugacidad de mi amor por la espineta duró lo que tardó en aparecer en mi vida aquel estudiante de Filología. No caí en sus brazos, sino en los de Garcilaso de la Vega. El poeta renacentista logró que me convirtiera en su musa con solo escuchar “Yo no nací sino para quereros…”. Cambié mi nombre por el de Isabel, lo que originó en mi familia un revuelo tan desorbitado como si hubiera aparecido en el salón de casa el mismísimo gentilhombre. A todas partes iba acompañada por sus églogas y sonetos. A menudo, en mis conversaciones incluía alguno de sus endecasílabos. Mi padre no daba crédito a tan repentina enajenación; a mi madre le costó una enfermedad. El filólogo desapareció de mi vida y Garcilaso marchó tras él.
Seis años después de mi primer y único gran triunfo, me hallo a las puertas de convertir en realidad otra de mis extravagancias. Con la entrada en mi mano, con el ritmo acelerado de mi corazón. No es cierto que solo haya una primera vez. Existen muchas primeras veces, lo que ocurre es que nos aletargamos, nos volvemos tan insensibles ante las novedades inmateriales que nos cuesta trabajo percibir una tonalidad diferente. La asumimos como vieja, como la rutinaria monotonía que hemos de guardar en el bolso, junto a las llaves de casa o al teléfono móvil. La enorme verja cede al empuje de la multitud. Mis dientes inician un castañeteo descontrolado. Vuelve otra primera vez. En el horizonte, una gran plataforma de madera sostiene varios paneles de focos; un enjambre de cables, micrófonos y amplificadores atraviesan el escenario. La muchedumbre brama. Mi banda de rock favorita, por fin… A punto de desmayarme, escucho desde el otro lado del tabique el inconfundible vozarrón de mi padre ¡Paqui son las dos de la madrugada, recontra, baja el volumen del maldito televisor!
Deja un comentario