Hacía ya un rato que las máquinas habían cesado su constante golpear. Golpes contra el ladrillo, el acero y el hormigón que no lograban resistir el embite insaciable de lo que los dueños del poder llamaban “progreso”. Golpes contra el recuerdo, contra las ilusiones y emociones que impregnaron aquellas paredes; golpes contra la magia atrapada en los pentagramas hasta que algún instrumento, alguna privilegiada garganta o un conjunto de todos ellos, la hacían precipitarse sobre los corazones que allí escuchaban expectantes. Golpes contra los ficticios personajes de una obra de teatro que se hacían reales en el escenario; sobre los pasos de baile que, incluso con el teatro ya vacío, parecían seguir escuchándose.
Buscó en el fondo del armario y allí se encontraba el maletín. Lo cogió con mimo y lo puso encima de la cama. Limpió un poco el polvo con la mano mientras soplaba y lo abrió. Allí estaba, como si descansara, pero siempre dispuesto. Lo cogió como quien coge a un bebé y empezaron a llover recuerdos. Su mente revoloteó por el tiempo hasta posarse en un primer día de enero cuarenta y cinco años atrás. Era su primer concierto de año nuevo con la orquesta del pueblo. El año anterior acababa de entrar a formar parte de ella y aún no se sentía preparado. Pero ese sí; fue el primero de otros 40 y resultó tan mágico y especial como la primera vez de tantas cosas. Como la primera vez que aquella chica del pueblo que tocaba la viola le convenció para que se uniese a la orquesta. Era imposible resistirse a aquella sonrisa, como tampoco pudo resistirse tiempo después delante del altar aunque le temblasen las manos más que delante del público aquel año.
Cogió con la mano derecha el arco del maletín mientras se asomaba al interior de su viejo amigo y leía: “Stradivarius”. Ella se lo regaló en sus bodas de plata y siempre fue su compañero de viaje; amigo y confidente. Todos los años desde entonces se escuchó en el concierto de año nuevo el hechizo que las cuerdas extraían de ese místico trozo de madera de curvas perfectas… hasta que un día decidió dejarlo. Su vigor no era el mismo y los dedos se resistían a veces a seguir el ritmo vertiginoso que exigía la batuta del director, fiel lugarteniente de la partitura. Le ofrecieron dirigir incluso, pero nunca quiso. Su lugar estaba allí; uno igual entre los demás… y junto a la mujer de la viola y la sonrisa que permanecía irresistible pese al transcurrir de los años. Ella también lo había dejado un poco antes y eso también inclinaba la balanza.
Intentando ser lo más sigiloso posible, comenzó a afinarlo mientras un cosquilleo recorría sus dedos como la sangre que vuelve a correr cuando oprimes la muñeca y luego la sueltas de golpe. Jugaba a eso de pequeño con sus amigos.
Se habían recogido firmas por todo el pueblo. Una representación del mismo se las llevó al acalde pidiendo que conservaran el teatro, que no lo derribasen para construir el centro comercial que el pueblo no necesitaba. Que ya había tiendas con la gente de allí, gente del propio pueblo que entendían a sus clientes porque eran sus iguales. Que no había otro sitio donde cultivar y dejar que floreciera la cultura. Que cada vez que se pone una zancadilla a la cultura y al arte, algo de la sociedad cae…
Pero no hubo nada que hacer. “La operación está cerrada” –contestó, y alguno creyó ver un brillo en sus ojos parecido al que tienen las monedas de euro recién salidas de la fábrica: reluciente pero sin vida.
Le pidieron que esperasen al menos hasta después del concierto de año nuevo, que la orquesta había preparado con el mismo cariño y mimo de siempre. Pero tampoco pudo ser. Había una prisa incomprensible que no entendía de sentimentalismos. Y una lluvia de impotencia y tristeza se derramó por el pueblo con la llegada de las máquinas.
– ¿Te has puesto el traje de gala de la orquesta para cenar? –preguntó sorprendida su mujer.
– La ocasión lo merece –respondió-. Y el año que llega, también.
La cena con sus hijos y sus nietos fue como la de cualquier otro hogar del pueblo. En un par de ocasiones se encontró con la mirada furtiva de su mujer que le observaba; y bajo esos ojos profundos, aquella sonrisa.
Tras las campanadas contadas a golpe de uva, los besos, los abrazos y los buenos deseos… llegó el momento. Sin decir nada a nadie, cogió su abrigo, el maletín y salió por la puerta de atrás. Sintió un nudo en la garganta cuando se encontró frente a los escombros en los que habían convertido al teatro y esta vez no era la pajarita a la que nunca logró acostumbrarse. No era fácil digerir aquello. Una montaña de sentimientos y recuerdos derribados y amontonados en la plaza del pueblo. Cortó la cinta que impedía el paso y escuchó a sus piernas crujir mientras ascendía lentamente entre los bloques de ladrillo. Encontró uno que tras caer, se había mantenido erguido. Ese era el ideal. Se sentó sobre él y abrió el maletín.
La efusividad y el entusiasmo de la gente tras recibir al año nuevo comenzaba a disminuir. En el fondo había un poso de tristeza porque el nuevo año comenzaba huérfano. Huérfano de ese concierto que algunos entendían como presagio de prosperidad para el pueblo.
De repente, algo se escuchó en la calle. Una melodía se abría paso entre la oscuridad y se colaba en las casas. El Stradivarius, presagiando quizá que ese era el último canto del cisne, desplegó toda su magia impulsado por unos dedos a los que no frenaba la edad porque los movía el alma. Las puertas de las casas comenzaron a abrirse y la gente, envuelta en sus abrigos comenzó a acercarse hacia donde brotaba aquella obra maestra de Beethoven. Allí en la plaza, sentado sobre las ruinas del teatro, el viejo violinista extraía de su fiel instrumento, el Himno de la Alegría. Éste levantó la vista para comprobar feliz que el teatro de nuevo tenía público. De repente, escuchó algo a sus espaldas. Un sonido más que conocido que le recorrió el cuerpo como un escalofrío: el de una viola. Se giró y allí estaba esa sonrisa irresistible acompañándole una vez más.
Pero no fue la única, el brote se convirtió en contagio y de las casas comenzaron a salir personas con instrumentos. Sin partituras, pero esta vez no hacía falta; sabían lo que tenían que hacer. Eran la orquesta del pueblo y era el primer día del año: había que dar un concierto en el teatro… Y el contagio se convirtió en pandemia y entre risas y lágrimas, dientes apretados, brazos y manos que se encontraban… con la música se alzaron voces que cantaron a coro. Y allí, en torno a las paredes derribadas, la música recordó a quien quisiera entender, que aunque caigan los muros, los cimientos siempre se mantendrán porque están construidos sobre la magia, el sentimiento y el corazón de los que está formado el arte. Y allí, en torno a la montaña de escombros, el teatro recibió el mejor homenaje que nunca imaginó: la unión del pueblo para interpretar el más grande concierto que jamás se escuchó en aquel lugar.
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