«Nada resultó ser como nos habían contado. Haciendo balance del año que servía de interludio entre el viejo y el nuevo siglo, no fue tan futurista ni catastrófico: No había vehículos voladores que nos libraran de los atascos cotidianos, las casas eran todavía menos inteligentes que sus moradores, estábamos asistiendo a un retroceso cultural que aún asusta, porque aún persiste, y el tan temido efecto 2000 sirvió solamente para el lucro de unos pocos avispados vendedores de falsos remedios milagrosos en aras de la tecnología que quedaría irremediablemente obsoleta, cosa que nunca ocurrió».
En esas reflexiones se encontraba Joaquín, paseando por la plaza del Ángel, cuando un cartel blanco con letras rojas escritas a mano a la entrada de un pequeño café le hizo parar en seco.
– A 30 de diciembre del 2000, no podría haber recibido mejor regalo de navidad de manos de la casualidad, gracias a mi adorado transitar por la urbe madrileña, que tantos buenos momentos me regala de este modo – se dijo en voz baja.
Abrió la puerta que conducía al interior del local, y se topó con una amable señorita que le indicó el precio del espectáculo, consumición incluida:
– Son 1.800 pesetas, señor.
Tras su abono, se dispuso a sentarse en una de las mesas ubicadas alrededor de un pequeño escenario, por el que desfilaría el artista con su grupo de músicos en no más de veinte minutos.
Con una copa de cerveza en una mano, y un cigarrillo en la boca a punto de ser encendido por el chisquero que había extraído del bolsillo de su chaqueta, Joaquín apuraba el tiempo hasta el comienzo de la actuación, tarareando alguna de las canciones que esperaba que fueran interpretadas aquella noche.
En aquel tararear se encontraba, cuando una dama se aproximó a su mesa, y, con una amabilidad inusitada en sus palabras, en cuyo acento se adivinaban los encantos de esa tierra ubicada más allá de la frontera pirenaica, preguntó si podía tomar asiento. Ante la apuesta afirmativa de Joaquín, ella se ubicó, manteniendo un par de sillas vacías de distancia, pero con la cercanía suficiente como para poder entablar una conversación amistosa hasta que diera comienzo la música.
– ¿Cómo se llama? Mi nombre es Joaquín.
– Marinette – respondió ella.
– Como la protagonista de la canción de Brassens – indicó él, sonriendo.
– Me da la sensación de que no es usted muy original – replicó Marinette, esbozando una leve sonrisa –, no es el primer caballero que me lo dice.
– Sin embargo, usted es la primera señorita que me llama caballero – contestó Joaquín, al tiempo que guiñaba pícaramente un ojo.
– Será por su aire canalla.
Sonrojada por ese guiño, ella sonrió de nuevo, ahora abiertamente, y miró fijamente, con sus claras y brillantes pupilas, a los ojos de su interlocutor, que procedió a responder:
– Será…
Un aplauso proveniente del resto del personal de la sala acabó con la charla de modo precipitado, al tiempo que los músicos hacían su entrada al escenario: Prittwitz, López de Guereña, Anguita, Ríos y, por último, Krahe, cabeza de cartel. Joaquín y Marinette, a pesar de haber sido interrumpidos de un modo un tanto tedioso, aplaudieron también.
Al cesar el sonido constante de las palmas al unísono, él apoyó una de sus manos en la mesa, cerca de ella; Marinette, mirando de reojo, y no sin cierto mal disimulo, posó delicadamente la palma de su mano sobre el dorso de la de Joaquín. Y ambos, mirando hacia el escenario, expectantes ante el recital del cantautor de canosas barbas, sintieron cómo el mundo se detenía en ese instante en el que comenzaba a fluir la música.
Navegaron junto al viejo pescador por la costa suiza, cruzaron los inescrutables caminos del Señor, descubrieron las íntimas necesidades de la perversa Leonor, fueron testigos del vuelo del halcón al jardín de Melibea, viajaron en el A.V.E. hasta Sevilla y regresaron en poco más de un minuto, descubrieron que las costumbres en las antípodas no distan mucho de las europeas… Todo ello salpicado con el acostumbrado sarcasmo del intérprete que, canción tras canción, con sus irónicas ocurrencias, hacía carcajear a los asistentes.
Sonaron los acordes de una vieja canción que ambos conocían; se miraron, sonrieron, y comenzaron a dar palmas acompañando al vaivén del sonido del contrabajo. A fin de cuentas, se trataba de uno de los clásicos de Krahe, sobre un tema original de Brassens, que venía muy a cuento.
Al término de la canción, Joaquín comentó:
– Me preguntaba si te gustaría tener una cita en la glorieta.
– Si me llevas una orquídea, acepto encantada.
– Solo espero no quedarme allí con mi flor «como un gilipollas» mientras te espero.
Y ambos emitieron una sonora carcajada.
Javier Krahe comenzó entonces a presentar otra de sus canciones:
– Esta canción está sacada de un libro de aventuras en el que me identifiqué con el protagonista. Pensé: «Hay que ver este hombre, qué cosas le han pasado, lo que ha debido sufrir». Y el caso es que a mí me ha sucedido muy parecido. Y digo: «Pues cuento sus aventuras, vamos, que las plagio, vamos, sin más; y luego, para que no me digan nada, pues cambio el final». Porque el final es distinto, sí. El libro es bastante conocido, se llama La Odisea.
Risas generalizadas dan comienzo a la canción, en la que Prittwitz, López de Guereña, Anguita y Ríos realizan la introducción, cantando como, según palabras del propio Krahe, un coro de viejos marinos. Y tras ellos, el cantautor comienza sus versos:
– Yo, como Ulises, he sido…
Y Joaquín y Marinette, tras esas palabras, supieron al fin a qué sabían sus labios.
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