Tenía que conseguir más datos para mi artículo de investigación académica. Me había propuesto un tema algo temerario. Quería saber qué es lo que más valora la gente de mi ciudad y la mejor unidad de medida que se me ocurrió fue el tiempo que las personas están dispuestas a dar a cambio. Para una persona con una gran fortuna el precio de comer en el mejor restaurante no supone ninguna renuncia y hay familias para las que cenar en una hamburguesería barata es un lujo. En cambio, todos tenemos un tiempo limitado independientemente de nuestro nivel económico, social o cultural. Además, el tiempo es algo que una vez usado no podemos recuperar. Es evidente que el valor del tiempo no es el mismo para todos: a un depresivo con intenciones suicidas le sobra y a alguien con una condena a muerte le falta; para alguien que espera a su amante es eterno y cuando está con él se escapa como agua entre los dedos. A pesar de su carácter relativo no encontré mejor opción.
Durante los últimos meses he dedicado mucho tiempo a pasear por mi ciudad buscando colas de más de cincuenta personas. Si un individuo dedica horas en una aburrida fila, puede deducirse que el objeto de la espera ha de tener un gran valor subjetivo, al menos tanto como las horas y minutos invertidos.
He asistido, tras dilatadas esperas, a muchas exposiciones de lo más variado, a eventos deportivos, festivos, taurinos y religiosos. He bebido copas en los más dispares tugurios nocturnos, he subido a montañas rusas y a ascensores atestados. He comprado en tiendas de moda, en las más baratas y en las más lujosas. Me he registrado como demandante de empleo, he obtenido los más diversos documentos: pasaporte, carné de familia numerosa, permiso de pesca y certificado de solicitante de asilo político. Me he presentado a concursos televisivos y he pasado el control policial del aeropuerto. He conseguido todo tipo de artículos inútiles gratuitos.
Mientras tanto he ido ordenando los resultados de mis pesquisas. No podré redactar las conclusiones hasta que termine el trabajo de campo, pero mi ánimo se ha ido resintiendo al comprobar la escala de valores que iba apareciendo.
Hace unos días, el pasado 12 de marzo, paseaba por la Plaza N cuando me topé con una enorme hilera humana cuyo final no alcanzaba a ver. La tipología de personas no podía ser más variada, ni en edad, ni en clase social, ni en atuendo. Me resultaba imposible encontrar un posible nexo de unión, un interés común en aquel público. Me puse a caminar hacia el final de la fila cruzándome con señoronas de la alta sociedad, obreros, mujeres de aspecto rural, familias de todo tipo y condición, miembros de modernas tribus urbanas, viejos reumáticos, amas de casa, jóvenes atléticos, maestros de escuela, dueños de bares de menú del día a siete euros, estudiantes. Ocupé mi lugar y, tras de mí, se fueron sumando de manera ininterrumpida los nuevos eslabones de la cadena.
Una hora después comenzamos a movernos de manera lenta y a trompicones hasta llegar a la fachada de una iglesia. Dos personas apostadas en el postigo que se abría en una de sus enormes puertas, iban contando a los que entraban. Después de darme paso, anunciaron que el aforo estaba completo.
A los últimos que entramos nos dirigieron a unas escaleras que llevaban al coro. Soy ateo y solo suelo visitar iglesias por motivos artísticos. Me preparaba para un largo y probablemente tedioso oficio religioso. Al ser el último en entrar me correspondió el último sitio, al final del último banco, junto a la pared. Como pequeño consuelo tenía al lado a una mujer atractiva y sonriente.
Junto al altar habían dispuesto sillas y atriles para recibir a una pequeña orquesta. Eso me animó.
Primero entraron los músicos, entre los aplausos del público, y tomaron asiento con sus instrumentos. Después los miembros del coro de adultos. Tras ellos un coro de unos cuarenta niños y, por último, el director. Todos vestían riguroso negro, menos los niños, que iban de blanco.
Los músicos afinaron los instrumentos y algunos asistentes sus gargantas con carraspeos y toses. Después se hizo el silencio. Un silencio de varios segundos en los que el director parecía estar meditando. Recordé los sonidos que a veces acompañan al silencio sólido de la noche: el repiqueteo irregular de las gotas que caen de un grifo mal cerrado, una puerta que rechina movida por el viento, los pasos del vecino de arriba, el motor de un coche con sus cambios de marcha, una chicharra, la lluvia.
El director se empezó a mover. No sólo agitaba los brazos sino todo su cuerpo. Parecía un dios antiguo que con sus manos empujaba y revolvía los vientos y provocaba las olas de una violenta tempestad. Sobrecogido por la fuerza de ese comienzo miré de reojo el programa que mi vecina de asiento sostenía en su regazo. Pasión según San Juan. J.S. Bach. En ese momento un grito, mejor dicho, tres gritos consecutivos de tono descendente me golpearon desde el coro. ¡Herr! ¡Herr! ¡Herr! Ahora el dios parecía arrancar los sonidos de los cuerpos del pueblo.
Nunca pude imaginar que una pasión de más de hora y media de duración se me pudiera hacer tan corta. Tuve que ocultar mis lágrimas de ateo, causadas por la música sacra en una iglesia. Hasta los recitativos, en un alemán que no entiendo, tenían la virtud de sosegar mi espíritu antes de las arias y los coros. El director manejaba a los intérpretes y su música determinaba el estado de mis nervios y de mi espíritu. Revuelto, triste, angustiado, en calma, feliz, compungido, alerta, sobrecogido, reconciliado, abandonado, furioso, conmovido, resignado, exultante. Este es el poder de la música. Por eso Ulises se hizo atar al mástil. Algún personaje de Tarkovski dice que las pasiones no son una energía anímica sino un roce entre el alma y el mundo exterior.
Es inútil intentar medir el tiempo.
El director dedicó el concierto a su padre recién fallecido que le había regalado su primera partitura de la Pasión según San Juan. Su padre tenía un violín y algunos libros y partituras, todo lo que se había llevado consigo cuando tuvo que huir de Europa. A los judíos, acostumbrados a tener que hacer las maletas en cualquier momento, les encaja más el violín que el piano y los libros que los bienes inmuebles.
Al finalizar el concierto hablé con mi vecina. Estaba emocionada, como yo, pero no necesitaba disimular. Hablamos de música y de religión. Me dijo que yo era creyente. Que sólo los agnósticos no lo eran. El resto, o bien creen que Dios existe o que no existe.
Es inútil medir el tiempo. Pero la mayoría de las cosas que hacemos tiene una utilidad muy relativa. Y algo hay que hacer para ir llenando los días. Sólo el que conoce el sentido de la vida le puede dar un valor determinado al tiempo. Los demás lo gastamos buscando ese sentido.
Cuando volví a la calle mis sentidos estaban sobreexcitados y percibían los colores, los olores, los sonidos con una intensidad casi dolorosa. Me podía morir en ese momento preciso. Yo era el mundo. Se habían abierto tanto los poros de mi espíritu que me había hecho completamente permeable. Todo el tiempo, el pasado y el futuro, había desaparecido engullido por el instante, como si fuera un agujero negro.
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