Llegué solo porque la voluntad, o más bien la capacidad de tenerla, fue tan próxima a la hora del concierto que no hubo tiempo, ni tal vez fuerzas, para intentar cualquier compañía que ya hacía tiempo se ausentaba por propio decaimiento melancólico.
Ya hacia un par de semanas que en otro alarde de persona normal había comprado por internet (si no ni de coña) un par de entradas pensando en invitar a alguien para ir a escuchar a Pablo Milanés, o más bien para ir a escucharle sobre todo una canción.
Creo que fue Luis Eduardo Aute quien dijo una vez que sus tres canciones de amor preferidas eran “Ne me quite pas”, “Yesterday” y “Yolanda”, pero sin desmerecer a las otras, para mí, por cuestiones personales, esta era y es especial.
Sí, ella se llamaba así, pero además yo jugueteaba con la guitarra lo suficiente como para tocarla y cantársela cada vez que se terciaba. A ella le encantaba y esa era la muestra de que sentía por mí algo muy especial, porque si has escuchado a Pablo y luego haces lo propio conmigo la cosa puede resultar un tanto triste, por no irnos hasta lo patético.
El caso es que fui capaz de llegar a esa conocida disco transformada extrañamente en auditorio para “La nueva trova cubana”, es decir , que todos los que estábamos seguramente no habíamos estado nunca y viceversa. Cosas de promotores que se nos escapan a los de a pie, pero estaba a tope.
No había sillas, evidentemente, pero entre el personal que acudimos no estaba nada mal visto sentarse en el suelo si así te venía de gusto, dado que en principio no son canciones de bailoteo, aunque el entusiasmo ponía de pie a muchos que te tapaban el escenario y poco a poco todos nos fuimos levantando.
Y bueno, todo este excesivo preámbulo, según creo ahora que ya está escrito, para deciros que ella estaba allí, que la vi a través de un buen número de cabezas que se movían a un mismo ritmo.
Distinguí que seguía preciosa y que con su gesto de placer y su sonrisa nadie podíamos competir. Y sentí un deseo loco de correr hacia ella y cogerla en volandas y dar las mil vueltas que nos faltaron, riéndonos hasta dolernos todo. Pero no fui capaz más que de ir acercándome pasito a pasito apartando a empujones a los que se encontraban en mi camino.
Cuando ya estaba detrás de ella, tan cerca que podía tocarla con solo alargar el brazo, vi que una de sus manos estaba entrelazada con una de otro.
Quedé como inerte, pero con la sensación de que todo el auditorio había percibido mis ridículas y vanas intenciones. Miraba a mi alrededor y me parecía que se habían olvidado de Milanés y todos me observaban con muecas de “¿A dónde ibas alma de cántaro?”.
Quería huir, pero los pies no me respondían y ahí estuve un par de canciones, que ni escuché, hasta que ella se giró y me vio. No dijo nada ni se sobresaltó, como si fuera algo esperado o anticipado. Solo me sonrió, y eso propició que yo fuera capaz de hacer lo propio.
Seguimos en nuestros puestos mientras Pablo cantaba y concluía vete a saber que tema, y luego diciéndole algo al oído a su acompañante comenzó a alejarse tras mirarme de soslayo.
La seguí, como queriendo pensar que no me equivocaba mientras me temblaban las piernas y el miedo a los nubarrones se me apropiaba, pero estaba esperándome a la puerta de los servicios de las chicas. Me agarró de la camiseta y se me llevó para adentro sin importarle que otras nos vieran, aunque rápidamente nos dejaron solos porque, ahora sí, comenzaba a sonar “Yolanda”. Ella me pidió que se la cantara a la vez mientras nos jugamos mutuamente, comiéndonos el presente sin pensar en lo que pasaría después.
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