Hacia calor todavía, un calor pegajoso como los mangos maduros, un calor tropical.
El negro Matías entró en su casa, poco más que un pequeño habitáculo con una habitación multiuso (dormitorio y salón con una pequeña cocina de gas sobre una desvencijada mesa) y un baño exterior a compartir con el vecino de escalera en un bloque de departamentos de construcción oficial y solidaria de los primeros tiempos de la revolución.
Echó agua en una jofaina,mojó un paño y se lo pasó por el cuerpo sudado y polvoriento del cañaveral. El agua no alcanzaba para ducharse.
Le dolían los brazos y la espalda. Había estado macheteando caña todo el día, para recibir el escaso salario fijado por el gobierno. Pero eso ahora no importaba.
Matías también era tamborero, y de los buenos. Ese era su verdadero yo, su vida, su fe.
Acostumbraba a tocar en fiestas de Oricha, religión primitiva y animísta que trajeron consigo los esclavos africanos de la etnia Yoruba llegados a Cuba en el siglo XVII y que pervivió disfrazándose y mezclándose con los santos católicos que los conquistadores blancos les imponían a a látigo y muerte, dando lugar a la mezcla religiosa entre las dos creencias que en Cuba y el resto del mundo se conoce como santería.
Y mañana Matias iba a tocar a Changó, uno de los orichas mas importantes de todo el panteón yoruba.
Este oricha es el dios del rayo y cuentan de él que cambió el poder de la adivinación por un tambor…También dicen que cuando está tronando es Changó que está tocando en los cielos.
El negro Matias desde siempre había tenido un tambor Añá en sus manos.
Los tambores Añá son los tambores sagrados con los que desde tiempos inmemoriales se han tocado compases y ritmos secretos para que los dioses bajen a la tierra.
Su padre fue tamborero y él mismo se hizo la ceremonia del tambor siendo solo un crío, pero claro…Las viejas santeras decían de él que el niño estaba «tocao»,porque con habilidad pasmosa, sus dedos golpeaban rítmicamente en el culo de cualquier viejo cubo los toques sagrados oídos a su padre, tamborero muy respetado en toda la Habana Vieja.
Desde muy joven Matias había ido por toda la provincia acompañando a su padre y a un viejo amigo de éste a tocar a las fiestas de santo.
Podía ser un cumpleaños del orisha a quien su devoto le regalaba una fiesta con su música y su comida favorita, o bien una ceremonia de asiento donde el recién iniciado (Yawó) expresa su deseo de dedicarse al sacerdocio de un orisha determinado .
En todas estas fiestas están presentes los tambores.
Estas fiestas se suelen celebrar en viejas casas coloniales con patio, donde las puertas están abiertas a los invitados y la comunidad vecinal próxima.
Dejando aparte los ritos religiosos, que sí se suelen hacer en habitaciones reservadas, el resto de casa es un trasiego incansable de gente… Invitados del barrio y amigos, santeros respetados y ancianas santeras venerables, padrinos, ahijados, músicos…
La música es la lengua de los dioses. Por ella bajan a la tierra y por ella poseen a los tocados por esta gracia, que inmersos en su trance y libres en esos momentos de su condición humana, dan rienda suelta a unos bailes tan frenéticos que los asistentes no albergan ninguna duda de que el santo «le ha bajao».
A la mañana siguiente, Matias vestido de blanco impoluto, cogió su Iya, el mayor de los tambores Añá y fue a casa de sus dos compañeros de tambor, los cuales tocarían el Itotelé y el Okolonko, tambores mediano y pequeño respectivamente.
Cuando llegaron, tras recibir las atenciones del anfitrión que organizaba la fiesta del cumpleaños del Santo, éste les indicó que ya pueden pasar a tocar al trono.
El «trono» es una tremenda montaña de manzanas rojas y bananas, pasteles y botellas de ron puestas en honor al orisha Changó.
Comenzó el toque. Un santero mayor comenzó a cantar un canto ancestral,en lengua yoruba alabando y llamando al rey del rayo .
Casi inmediatamente, el negro Matias repiqueteó los dedos contra el parche del tambor. Todas las campanillas que cuelgan en el aro tintinearon.
El ritmo se va imponiendo, el tambor Iyá va marcando un paso firme y rapido, mientras el tambor medio le sigue y el Okolonko, el pequeño del grupo, juega divertido con contratiempos contestones.
A los asistentes a la fiesta, los pies se les empiezan a mover, poco a poco, les sigue el resto del cuerpo. Las caderas de las jóvenes Iyawos (iniciadas) se contonean rítmicamente mientras una amplia sonrisa se dibuja en sus rostros color canela o café, herencia clara y orgullosa de sus raíces africanas.
Todos bailan, santeros y vecinos todos van dejando que la cadencia polirítmica de los tambores se adueñe de sus pasos, y el patio es un hervidero de gente bailando en honor al santo.
Como bien dicen los cubanos «Todo se puede bailar».
Un atlético devoto de Changó se adelanta a grandes zancadas hasta el centro del patio, pisoteando cada vez mas frenético el suelo de tierra batida.
El negro Matias lo ve, el negro Matias lo siente .
Curtido en mil tamboradas y consagrado en el tambor Aña, Matias es capaz de percibir la energía de los dioses.
Acelera un poco el toque mientras el santero mayor que canta, cambia el registro de voz por un tono mas grave y gutural. Están llamando a Changó, el rey de los rayos, de los tambores…
El improvisado bailarín va marcando unos pasos cada vez más enérgicos, rebosa vitalidad, energía,virilidad… Y de pronto, sucede.
Las comisuras de los labios se le estiran hasta formar una sonrisa demente, y sus ojos, viran hacia arriba y hacia atrás,dejando ver solamente un blanco lechoso sujeto a las cuencas.
Alarga la mano y coge una botella de ron y comienza a beber a largos tragos, con una avidez de siglos. Sin perder el ritmo,sus brazos se tensan en una danza guerrera y bracean al aire descargando golpes con la fiereza del rey que jamás conoció derrota.
A cada pisotón, levanta nubes del polvo del suelo y de su boca surge una carcajada que estremeció los corazones de los asistentes y las paredes del patio.
«Le ha montao -dice una santera- Changó le ha montao».
El «caballo» del santo aun se ríe y todavía mantiene la botella de ron en la mano. A grandes tragos toma ron que luego escupe con fuerza sobre los asistentes, mientras hace gestos para que se le acerque el resto de la concurrencia.
Todos se agolpan alrededor de él, deseosos de ser rociados con ese ron bendecido y poder tocar al santo que ha bajado del cielo para poseer ese cuerpo y divertirse en esa fiesta dedicada a él.
Tras un buen rato, el caballo del orisha se fatiga. Ralentiza el baile hasta que el santo le da permiso para descansar y cae al suelo inconsciente.
Las santeras viejas sabe lo que hay que hacer. Un pequeño grupo lo saca del patio y lo llevan a una habitación para que las ancianas iyalochas lo atiendan.
Los tambores siguen tocando. El resto de la multitud continuará la fiesta hasta bien entrada la tarde.
Comen, beben, bailan y disfrutan de la fiesta del orisha contentos de aunque sólo sea por un dia, olvidarse de todo…
De la presión política, de las cartillas de racionamiento, de la escasez de recursos, de la falta de trabajo…de todo.
Están contentos y felices sabiendo que pese a sus problemas y pobreza, hoy han conseguido tocar a un dios.
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