“Escucha bien lo que te voy a decir, no me interrumpas. ¿Has oído?” ¿Quién eres? “Te he dicho que no me interrumpas. Escucha bien si quieres ver de nuevo a tu hija.” ¿Mi hija? ¿Qué le pasa a mi hija? ¿Quién eres? “Empiezas mal, ya te he dicho que no me interrumpas, el tiempo juega en tu contra.” No, escúchame bien tú a mí, pedazo cabrón, qué pasa con mi hija, quién eres. “Tenemos a tu hija, sigue mis instrucciones al pie de la letra si quieres volver a verla”. Pero, ¿quién coño eres tú, qué quieres? A mí no me engañas, esto es una estafa. Ahora me pondrás una grabación de, supuestamente, la voz de mi hija y me pedirás que te haga una transferencia de dinero urgente. Pues te has colado, cabronazo, a mí no me la das. Silencio al otro lado del teléfono. La voz áspera y masculina da paso a una voz joven y femenina, casi adolescente. Una voz de tono agudo y un poco nasal, que acaba las frases con una entonación inquisitiva, como si siempre estuviera preguntando algo, en lugar de afirmar o negar. Le saluda gimoteando a su padre con un apelativo cariñoso y familiar que sólo ellos conocen. ¡Hija! ¿Eres tú? No hay duda, es ella. ¡Hija! ¿Dónde estás? ¿Qué te han hecho? La voz femenina le suplica que haga todo lo que le dicen, sin rechistar. “¿Ya te convenciste de que se trata de tu hija o necesitas más pruebas?” Vuelve la voz áspera y masculina. Escucha, so mierda, como le hagas algo a mi hija te juro que te arranco las tripas y te estrangulo con ellas. ¿Me has oído bien? “Tranquilo, nadie va a hacerle nada a tu hija. Tú sigue mis instrucciones y pronto estará contigo en casa”. Está bien, ¿cuánto quieres? ¿Dónde te entrego el dinero? “No tan rápido, amigo. No es una cuestión de dinero”. ¿Ah, no? ¿No es eso lo que quieres? “No”.
Le determinación con que lo negó hizo estremecer al padre. Siempre se trata de dinero en estos casos: un secuestro exprés y sacar lo que se pueda. Pero aquel tipo parecía tener muy claro que perseguía otro asunto más complejo y oscuro. ¿Motivaciones políticas, acaso? En su familia todos eran apolíticos, no les interesaba lo más mínimo. ¿Motivaciones religiosas? Quizás una secta, eso pegaba más. Su hija era bastante rebelde, con ese falso halo espiritual que inunda a los adolescentes que les hace querer salvar el mundo a todas horas. Bueno, es como el acné: todos tenemos que sufrirlo de joven, pero luego se pasa. Eso al menos creía el padre. La niña quería ser cantante a toda costa, de hecho se presentaba como cantautora y pretendía que el padre, productor musical, lanzase su carrera. De eso nada, le había dicho el padre, acaba los estudios. En realidad el padre no se oponía a que fuese cantante, sólo que no le veía ningún futuro. Duele admitirlo, pero su hija era una pésima cantante, por no hablar de su faceta de compositora. La voz, poca y demasiado nasal y aguda, las letras de una superficialidad horrenda y, para finalizar, nulo sentido del ritmo. ¡No tiene absolutamente ninguna cualidad musical!, le había confesado el padre al encargado de sonido del estudio de música. Si yo fomentara su carrera la expondría a un ridículo espantoso. Puedo imaginarme todo tipo de mofas y crueldades en las redes sociales. Mi hija no lo soportaría y yo habría arruinado mi carrera. En resumen: todos salimos perdiendo. Si no quieres dinero, ¿qué cojones quieres? ¿No serás un lunático que ha secuestrado a mi hija para hacerse notar? “Presta atención: esta noche hay un concierto de un grupo que se llama “Mitos griegos”.Ve al concierto y escucha sus canciones. Una de ellas te dará la pista dónde y cuándo puedes encontrar a tu hija”. Dicho esto colgó. ¿Hola? Silencio.
Ahora estaba más preocupado que antes. Era un pirado, seguro. Llamó al móvil de su hija varias veces, pero estaba desconectado. La policía, llamaría a la policía, así pueden seguir el rastro de la llamada. Algo le detuvo, sin embargo. No estaba convencido de que fuese una buena idea. Miró el reloj: las nueve y cuarenta y cinco de la noche. Momento de indecisión. Los brazos en jarra, la cabeza gacha. “¿Mitos griegos?”, seguro que son una panda de hipsters con ansias de fama. Rápidamente se puso a buscar en google dónde tocaban esos desconocidos. Ya está. “La garita sibarita”, concierto a las veintidós horas. Los “Mitos griegos” actúan los primeros. Anotó el nombre y la dirección y salió pitando. Ya en la calle paró al primer taxi que vio y le prometió una propina si llegaban en 15 minutos. “Pare aquí”, le ordena al taxista y le da su propina. No había gente esperando a la puerta del local, así que accedió enseguida al interior. Pero estaba hasta arriba de gente. La “garita sibarita” resultó ser un antro de mucho cuidado, con las paredes tapizadas de rojo y retratos de leyendas del rock en las paredes. El lugar era bastante oscuro y estrecho. El escenario, que era minúsculo, estaba al fondo. No pudo ver al grupo ni escucharlo apenas, ya que la calidad del sonido era horrorosa. Se fue adentrando como pudo, dando codazos y empujando. Oyó que la canción que iban a interpretar a continuación se titulaba “Medea en la peluquería”. Los tipos eran curiosos, no tan jóvenes como había imaginado, pues alguno rondaba ya los cuarenta. Era una banda de heavy metal, con sus chupas de cuero y remaches y sus melenas homologadas, como en los setenta. Hay gente que no sabe vivir en su época, pensó.
Medea en la peluquería se hace mechones pijos
Mientras medita cómo matar a sus hijos.
La batería atruena, la guitarra y el bajo aceleran y el cantante se desgañita. Ruge el público. Saltos incontrolados, aullidos, silbidos. Piensa en si es ésta la canción que le dará la pista, pero Medea no le sugiera nada. El cantante, el más viejo de todos, el pelo ya con algunas canas, anuncia la próxima canción: “Caronte a las puertas del Hades”.
No pongas sobre los ojos del muerto dos pesos,
Sino cúbrele las frías mejillas con dos besos.
De repente se acuerda: Caronte era el nombre de un perro que su hija tuvo de pequeña, un beagle que murió pronto por una enfermedad. Sí, eso es, eso tiene sentido. ¡Caronte!
Llevo un cadáver en mi barca al otro lado del río,
Ven pronto si quieres detener este desvarío.
Claro, el cadáver es el perro, ya está. Se abre paso hasta la primera fila.
Si esta noche no vengo a buscarte, mi amor, no te enfades,
Tengo una cita a las doce y estaré a las puertas del Hades.
Se sube al escenario como puede y arremete contra el cantante, agarrándole de la chupa de cuero. ¡Hijo puta! ¿Dónde está mi hija? ¡Dímelo ahora mismo! El cantante intenta zafarse, sigue cantando como puede, pero él le propina un puñetazo que lo derriba. Inmediatamente los otros miembros del grupo acuden en su ayuda y le sujetan entre todos. El concierto se para, la gente abuchea, el dueño del local llama a la policía. Sobre el suelo, sujetado por los brazos y las piernas, grita que le suelten, que su hija está en peligro. Pero, como una alucinación, como si llegara de verdad desde el Hades, su hija avanza hacia al escenario y se arrodilla junto a él y pone sus manos sobre la cara del padre. “No hay ningún secuestro, papá, estoy bien”. El padre, atónito, no responde y la contempla para cerciorarse de que es ella. “Todo ha sido un truco para que vinieras aquí. Soy la compositora de esta canción y quería que la escuchases. Los del grupo dicen que es muy buena y que será un éxito. Sólo quería que vinieses a escucharla.” En los ojos del padre hay fuego, rabia contenida. “Por favor, papá, entiéndelo. ¡Es mi vida y es lo que quiero hacer!” El padre pide que le suelten, que ya se ha tranquilizado. Se levanta despacio mientras medita su siguiente acción. Sin decir nada, baja del escenario, se mete la camisa por dentro del pantalón y se pasa una mano por el cabello. Se planta delante del grupo y les suelta con un dedo amenazador: estáis acabados, ¿me oís?, ya me encargaré yo de que no os contraten en ningún sitio. “Caronte a las puertas del Hades”, vaya gilipollez, piensa mientras se aleja del local. En su cabeza aún resuenan los acordes y, sin darse cuenta, comienza a darse golpecitos con los dedos sobre las rodillas.
Deja un comentario