No sé por qué eligió aquella canción, si fue premeditado o se dejó llevar por el ambiente a despedida que reinaba desde que anunciaron su último concierto. Éramos conscientes que con esas dos citas en Maracena no solo ellos cerraban una etapa brillante del rock español, sino que para nuestra pandilla también era la última juerga que viviríamos juntos. Por eso fuimos a darlo a todo, por los cero, que habían puesto la banda sonora a nuestra juventud, y por nosotros, que encarábamos al mundo con la ilusión y la certeza de que todo era posible.
Durante veinte años he recordado los días previos al concierto, los planes que hicimos para poder ir de Granada a Maracena, las camisetas que pintamos, el sentimiento encontrado por un concierto que sabíamos era histórico porque ya nunca más los volveríamos a ver en directo. Como en la vida, en los conciertos a veces lo mejor es todo lo que se vive antes y después de que la música y las luces se apaguen. Pero con los 091 lo mejor era la guitarra y las letras de Lapido, el bajo del Tacho, la voz de García.
Aquella noche nadie se quería perder la cita. El auditorio estaba hasta lleno hasta la bandera. Entregados desde mucho antes de que Lapido arrancase con los acordes de “Palo cortao” y las tres banderas que conformaban su nombre se desplegasen tras ellos. Luego la armónica del pitos comenzó a sincronizar los cuerpos, los corazones, las palmas de todos los allí presentes. Nunca me sentí más vivo que en la primera parte de aquel concierto, ni más unido a mis amigos. Hasta el descanso todos los sentidos estuvieron en aquellas canciones que nos sabíamos de memoria, en la cintura y la boca de Julia, en la compañía de las tres mil personas que vibraban a mi lado como si fuésemos un solo cuerpo.
En ningún momento nos acordábamos del partido del día siguiente, de las dudas que nos produjo pasar a la final del campeonato de España, de saber que habría ojeadores de los mejores equipos buscando nuevas promesas. Éramos jóvenes, teníamos la fuerza suficiente para estar toda la noche de fiesta y luego saltar al campo para jugar los noventa minutos. Pero la fuerza no reside en los músculos sino en el ánimo y tras el descanso, cuando comenzó “la Canción del Espantapájaros” Julia rechazó mi beso, se giró y me grito al oído que todo había terminado. Entre la adrenalina, la música y el ruido del concierto no la escuché pero me bastó su mirada para entenderlo todo y la energía, la vida de mi corazón desaparecieron. La vi alejarse entre la multitud que cantaba a coro “pasa el tiempo y se que nadie, se unirá a mi baile nadie, sabrá porque hago esta canción” y nunca más volví a verla.
Si salté, si grité, si aplaudí durante el resto del concierto ni me acuerdo. Solo sé que cuando terminó volví en el coche con unos desconocidos. No dormí en toda la noche dando vueltas en la cama, pensando si todo lo sucedido era real.
A la mañana siguiente, con el ánimo por los suelos, con las ojeras marcadas en el rostro me fui aquel partido que podía cambiar mi vida. Y la cambio. Con apenas diez minutos jugados no lo vi venir, no preparé mi cuerpo para el impacto y aquel chico me arrolló con la mala fortuna de lesionarme para siempre. Dos trenes en apenas unas horas, dos golpes que no esperaba, dos mazazos que me hicieron perder la noción de quién era. Durante los dos días que estuve en el hospital le pedí a mis padres que no dejasen pasar a nadie a la habitación, ni a mis amigos, ni a Julia, ni al mismísimo Lapido si se hubiese presentado allí.
Semanas después, aún con las muletas y aislado del mundo, que pensaba me había traicionado, hice el examen de selectividad. Lo aprobé por la inercia de todo lo estudiado durante el año, cuando era un chico confiado, seguro, cargado de sueños e ilusiones. Conseguí la nota para estudiar la Ingeniería que siempre había deseado y, aunque podría haberme quedado en Granada, decidí marcharme lo más lejos que fuese posible. Por eso elegí Logroño, por eso no se lo dije nada a nadie cuando me marché, por eso comencé veinte años de autodestrucción que me llevaron a dos matrimonios rotos, dos hijos a los que apenas veía y un trabajo que hacía de forma mecánica mientras lamentaba la vida que me había tocado vivir. Y lo peor es que durante muchos años me negué a escuchar aquel disco de los cero y me arrepentí de haber ido aquel concierto donde todo había empezado a desmoronarse y que fue la causa de que no estuviese al cien por cien en aquel partido tan importante.
Pero me equivoque. Tarde veinte años en descubrir que la vida consiste en levantarse de los golpes que seguro vas a recibir, que el tiempo que perdemos en lamentaciones es tiempo que perdemos de vida, de compartir, de disfrutar. Veinte años perdidos viviendo sin ilusión, haciendo lo que se esperaba de mí, escuchando grupos que nada me decían. Y si durante mucho tiempo culpé a aquel concierto de mis penas ahora tengo que agradecerle que me resucitase. Los cero vinieron con su magia, su brutal directo, a mi rescate.
Decidieron, ante la sorpresa de sus fans, volver a juntarse para tocar un año juntos, para hacer un homenaje a lo que fueron, para probarse y demostrar que aquello no fue un golpe de suerte. Y lo gracioso, lo que me hizo ir a verlos, a darles, y a darme una oportunidad de reconciliarme con la vida, es que su vuelta, su Maniobra de resurrección, comenzaría en Logroño.
Cuando las luces se apagaron y sonó Palo cortao, con la misma fuerza, con el mismo ritmo, con la misma energía que cuando se fueron, mi mente comenzó a funcionar. Mi corazón que siempre pensé se había parado aquella noche, comenzó a latir y no dejé de llorar en todo el concierto. Lloré por lo que pudo haber sido, por lo que fue, y por mi debilidad. Lloré de pena, de rabia al descubrir que fui un perdedor, pero también lloré de alegría. Aquella primera parte del concierto fue un cumulo de sensaciones, de miedos, de malas decisiones, de fracasos acumulados, de recuperar la ilusión, la esperanza, las ganas de vivir.
Cuando tras el descanso, tocaron “La Canción del espantapájaros”, la misma en la que Julia me dejó, me uní a un coro de diez mil voces. Fue el mejor momento de mi vida porque descubrí que puedo moverme, pelear, resistirme, cambiar. Que nadie se unió a mi baile porque no los dejé, porque los rechacé, porque me negué a caminar.
El resto del concierto lo disfruté como nunca, rodeado de desconocidos que durante muchos años añoraron la vuelta a los escenarios de la mejor banda de rock que ha dado España en toda su historia. Dos horas de concierto que me supieron a poco pero que me hicieron resucitar y volver a la vida.
La vitalidad de aquel concierto me duró durante semanas, las suficientes para pedir disculpas a todos los que me rodearon, la necesaria para cambiar de trabajo, para volver a Granada, para llamar a mis viejos amigos. Semanas en las que descubrí que aunque parezco un perdedor, soy un hombre con suerte y que ya no tengo que esperar que llegue el tiempo de mi reencarnación para volver vivir. He resucitado.
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