Cuando me dieron la oportunidad de escribir un relato corto sobre la música en vivo, decidí elegirme a mí mismo como músico. Con esa seguridad de que nadie podría tildarme de egocéntrico, ya que era el primer relato autobiográfico que iba a escribir.
Por un lado, voy a plasmar los orígenes de esa pasión, que abrazó mi alma para tocarla, como si fuera un instrumento. Incluso antes que la escritura. Por otro lado, podré compartir, con los que me han expresado su curiosidad por ella, dicha trayectoria musical, que se mezcla en mis venas con la literaria. Pienso en todo ello, ahora que he llegado desde ese enrevesado trayecto, hasta el borde de este escenario. Porque esta noche, lleno de vértigo, estoy a punto de cantar mis propios temas por primera vez, rodeado de mi banda.
En mi genoma musical, encontramos a mi abuelo paterno Aurelio, que murió muy joven (con 28 años), por razones que no vienen a cuento aquí. Era txistulari en Ortuella, un pueblo minero de la margen izquierda de Bilbao. Y sé, por su hermana Regina, que planeaba aprender a tocar el piano. La vida o la muerte no le dejaron, ya que el The End le llegó demasiado pronto, como diría Jim Morrison. Por otra vena, nos encontramos con Marina Cueto, mi madre. Cuando es feliz, canta como una «ruiseñora» (habría que inventar este femenino), y también hubiera querido aprender a tocar el piano. Supongo que he aquí parte de mi ADN musical.
Todo empezó en Marsella, en casa de mis abuelos paternos. Apenas sabía andar, pero ya sacaba las cacerolas del armario de su cocina, con mucha determinación. Como era su primer nieto, me dejaban tamborilear como un poseso por el suelo, hecho un Dave Grohl enano, en un «Nirvana» lleno de baterías…, de cocina. Por lo visto, mis familiares veían que ya apuntaba maneras musicales; así que unas Navidades, todos se pusieron de acuerdo. Fue como un complot familiar, pero para bien. En fin, casi.
Aquellas Navidades, cuando yo todavía era alto como un duende subido en los hombros de otro, mis tíos y padres me regalaron entre todos: una guitarra española, un acordeón, una flauta y…, ¡¡una batería!! Aquellos instrumentos eran acordes a mi tamaño, claro. Recuerdo que me volví perfectamente loco, abalanzándome por turnos sobre mis regalos. Rememoro una guitarra que desvariaba, justo después una flauta que descarrilaba, un acordeón que gemía, una batería que estallaba (sobre todo los platos y el bombo). Y un padre que aullaba, desesperado. Por supuesto, la batería y el acordeón duraron lo que un Chupa Chups delante de un colegio. En cuanto a la flauta, la verdad es que no me excitaba demasiado, a pesar de mis orígenes celtas. En cambio, aquella guitarra española fue mi compañera de madera durante muchos años. Había empezado tocando Juegos prohibidos; y no seáis tan malos, los que acabáis de pensar: «No me extraña» Cuando empezó a menguar y parecer una mandolina entre mis manos, me compraron otra mayor, que todavía conservo.
Al tiempo, empecé a imitar cantantes, por ejemplo a Claude François, Mike Brant, Georges Brassens, etc… Ellos contribuyeron, sin saberlo tampoco y con sus voces tan distintas, a formar la mía. Tiene que ser algo innato o atávico como para el loro, porque en mi familia no hay precedentes, salvo mi primo hermano José-María, que hacía lo mismo, si bien en Madrid. Pero dado que mi cultura también era española, imitaba a Julio Iglesias, a mi derecha y a Paco Ibañez a mi izquierda. Fue el preludio de lo que me enseñó un poeta mayor, que conocí en Marsella: Gérard-Gaston Denizot: no mezclar jamás el arte con la ideología.
Precisamente, gracias a la ayuda desinteresada de aquel poeta de extrema derecha y que sin embargo fue un gran amigo de François Mauriac, pude publicar mi primer poemario: Ces jours que je t’abandonne (Esos días que te entrego). Entre sus páginas, estaba el primer y último poema que he musicalizado: Une fin (Un final). Un poco en la línea del Dormeur du val, de Rimbaud, describía la agonía, en una acera, de un joven que había sido tiroteado. He matizado que fue el último poema al que pegué notas, ya que musicalizarlos no es lo mío. Siempre he puesto en compartimentos estancos y separados las letras de mis canciones, y mis poesías. Para mis versos, ya tengo a Didier Zolezzi (Didier Low), que allá por sus años mozos, empezó a poner música a varios poemas de Ces jours que je t’abandonne.
He compuesto y escrito canciones toda mi vida, pero reconozco que hasta hace unos años, la literatura había sido mi celosa y exclusiva amante. Así que creaba mis composiciones para mí, y las conservaba en cintas. Sí, las del lapiz. Un día, mandé a una gran discográfica parisina algunas de ellas y el director, muy interesado, me pidió que subiera a la capital, para mantener una entrevista con él. Aquello coincidió con mi época bohemia, llena de movilidad vital y geográfica, así que decliné la invitación. Me instalé en el suroeste de Francia, luego cerca de Bilbao, y de mudanza en mudanza, perdí casi todas mis canciones. No se puede ser bohemio, poeta y encima, ordenado. Afortunadamente, algunas se me quedaron grabadas en la memoria. Por cierto, al cruzar la frontera entre mis dos países y lenguas maternas, escribí y compuse mi primera canción en español: Si un día me voy (lo cual reconoceréis que tiene su gracia).
Actualmente, mi otra pasión se ha convertido en un embudo, precipitándose en él, notas y gotas de sudor e ilusión. En efecto, compagino la publicación de prosa y poesía con mi otra amante: la música. Hace dos años, la cantante y compositora Carolina Loureiro me pidió una canción para su disco Carrandana. Así nació Lautréamont n’est pas mort, que dio el pistoletazo de salida a aquella fusión. Esta canción aúna la poesía maldita y una música a la que Javi, el genial arreglista de LBK Multimedia, dio un toque céltico. Una de mis últimas canciones grabadas, Como el mar, está encantando a mucha gente y con mi primo hermano antes citado, estamos a punto de realizar su puesta de largo con un vídeo. El rock del banquero corrupto la seguirá, así como Ábrete, una canción erótica. Las tres, grabadas por Víctor, en California Studios, un lugar también repletos de grandes profesionales. Por otro lado, estoy colaborando con la fantástica soulwoman Chrisstina, que cantará Como el mar en inglés (Like the sea) y Cyril Bisiot, un excelente músico parisino. Con este último, tenemos una canción en común: Toi. He escrito su letra, Cyril está componiendo la música y próximamente, la grabaremos en la Ciudad de Luces.
En fin, estoy recordando todo esto como esa película de toda una vida que ven algunos, antes de irse al otro barrio. Desde aquellas cacerolas de mis abuelos hasta ahora mismo, en que me dispongo a cantar por vez primera desde un escenario. Y claro, con tanta rememoración, no consigo recordar cómo empieza mi primera canción…
Afortunadamente, la última línea que acabáis de leer es la única ficción de todo lo que aquí he narrado. Y si os soy sincero, espero que jamás la realidad las supere.
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