Cuando le llevaron el mensaje, Jon revolvía en el contenedor de basura orgánica. No siempre buscaba allí su sustento. Solo cuando no había sacado suficiente dinero en las calles.
La carta se la entregó uno de sus amigos. Le contó que la mujer que se la había dado parecía desesperada por dar con Jon. Al parecer, era muy importante para ella. Éste pensó que el otro bromeaba. Pero captó su mirada inquisitiva; decía la verdad, y estaba intrigado. Jon reconoció no saber nada de ninguna mujer. ¿Quién querría estar con un vagabundo que solo sabía tocar la flauta y meterse en los vertederos?
Abrió el sobre con curiosidad. Se trataba de una invitación para asistir a un concierto en el Liceo. No incluía nada más, ninguna aclaración sobre su remitente ni el motivo de la convocatoria. Solo el nombre de la artista y una breve información sobre ella; se trataba de una joven promesa que estaba a punto de comenzar su carrera en el extranjero, en una de las mejores orquestas del mundo. Aquel era su último concierto en el país antes de su marcha.
Aquello era muy raro. Jon no pintaba nada en el Liceo, ni conocía a nadie que lo frecuentase. Era con seguridad el lugar más snob de la ciudad.
Pero un concierto era un concierto.
Jon no había hecho otra cosa en su vida más que tocar la flauta. Con ello intentaba ganarse el sustento como podía. Siempre había vivido en las calles. Allí había aprendido los rudimentos del instrumento, y otras artes menos nobles. Tocaba en plazas, en calles, o en el metro. De vez en cuando les salía un bolo a él y a sus amigos, Eran las pocas ocasiones en las que se libraban de las malas caras de la audiencia. Todos disfrutaban, nadie se preocupaba de tener que apartarles la mirada a los músicos.
El Liceo era el edificio más impresionante del barrio, tal vez de toda la ciudad: alto y majestuoso como un palacio. Por dentro, su esplendor no menguaba. Sus paredes aparecían ribeteadas de oro, sus cortinas eran de fino terciopelo rojo. Entró al auditorio. Se sentía por completo fuera de lugar. La gente que allí se encontraba debía opinar lo mismo, a juzgar por sus cuchicheos y miradas de soslayo.
Tomó asiento en uno de los cómodos sillones, en la esquina de la última fila. Él era el único asistente solitario. La persona sentada a su lado hizo ademán de apartarse todo lo posible de Jon.
Un hombrecillo menudo y de voz aguda subió al escenario. Anunció a la artista, el mismo nombre que constaba en la invitación y que arrancó los aplausos de los asistentes. Jon no lo había oído nunca; pero él no sabía nada de estrellas emergentes.
Por poco se le sale el corazón por la boca al verla. La joven salió acompañada de una mujer que la asía con cuidado del brazo para evitar que tropezase. Ocultaba sus ojos inútiles tras unas gafas oscuras. Se plantó ante el micrófono sin decir nada; tampoco podía.
La mujer le tendió su trombón y se apartó para dejarle espacio. La joven empezó a tocar. Del instrumento nació el sonido más maravilloso que Jon hubiera escuchado jamás. Mientras disfrutaba de aquella muestra de sensibilidad inusitada, su mente retrocedió varios años atrás, hacia una cálida noche de verano.
Les habían encargado un concierto para animar el ambiente en una verbena. Lo pasaron en grande; el público se mostraba entregado, bailaban y los animaban.
La atención de Jon pronto se desvió hacia una pequeña de apenas cuatro o cinco años. Se movía al son de la música con una expresión de felicidad absoluta.
Hicieron una pausa y Jon se acercó a ella. Le preguntó si estaba disfrutando del concierto, aunque era evidente que sí. La pequeña giró la cara hacia él sin contestar. No lo miraba. No miraba nada.
Su madre se aproximó y dio las gracias a Jon. Le explicó que su hija jamás se había relacionado con el entorno del modo en que acababa de hacerlo.
La pequeña era ciega y muda. No lograban comunicarse con ella más que a través de las expresiones de su rostro, de su lenguaje corporal.
La sonrisa de la niña era lo bastante elocuente. El músico le tendió su flauta, ella la cogió. Jon colocó los pequeños dedos de la chiquilla y la animó a soplar.
Lo hizo demasiado fuerte; él le indicó que expulsase el aire con mayor suavidad. De aquel modo pudo emitir un agradable sonido.
La niña rió, a su manera silenciosa y dulce. Tanto conmovió a Jon que le regaló su flauta.
Desde entonces no la había vuelto a ver, pero allí estaba ella. Había crecido, ya era casi una mujer, pero su presencia era la misma de entonces, inconfundible. Se había convertido en una artista de pies a cabeza. La música que surgía de su trombón no solo poseía la capacidad de transportar a la audiencia a mundos lejanos; también les hablaba. Jon entendió que aquel se había convertido en su lenguaje, la propia música así se lo hizo saber. Se trataba del único universal, comprensible por todos. La chica no podía hablar, pero tampoco lo necesitaba. Podía expresarse y hasta el más pequeño ente del universo la habría entendido.
La chica lanzó una pregunta. El silencio que la siguió invadió la sala. Aguardaba la respuesta. Jon la conocía; pero no podía transmitirse con palabras, del mismo modo que éstas tampoco habían formado la pregunta.
Cogió su flauta. Olvidó dónde estaba, y se concentró en la conversación musical. No fue consciente de los muchos asistentes que se mostraron molestos; no le habrían importado, en cualquier caso.
La joven volvió la cabeza hacia él. Su trombón volvió a preguntar, anhelante. Una vez más, la flauta respondió. Jon se acercó con lentitud mientras alzaba su melodía rasgada. No temía que le llamasen la atención o lo obligasen a marcharse; aquel momento era demasiado mágico como para estropearlo. Nadie excepto él se movió de donde estaba.
Llegó a su lado. Notó que lloraba silenciosas lágrimas de emoción. El trombón preguntaba si era posible que se tratase de él. Contaba la historia de su dueña; las dificultades que le había causado la minusvalía a lo largo de su vida, y cómo la música la había ayudado a escapar de la soledad. Le daba las gracias al que consideraba su salvador.
Las conmovidas respuestas de Jon se entremezclaban con el sonido del trombón. Su vida tampoco había sido fácil, aunque sus problemas nada tuviesen que ver con los de la joven. Al verla ante sí de nuevo, había sabido dos cosas: que la madre de la chica era la mejor rastreadora que había conocido, y que el mayor acierto de su vida había sido regalar su flauta a la chiquilla de la verbena.
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