Mecheros al aire, piel de gallina, voces que se unen sin parar y en el escenario la adrenalina aumentaba por momentos. El cantante de rock cerraba los ojos y se cejaba llevar, la gente apuntaba con las manos esos cuernos “rockeros” hacia el cielo que movían al son de la canción. Y yo, simplemente cantaba, gritaba esas letras que me habían acompañado a lo largo de mi vida.
Letras que se habían grabado en mi alma, que me habían sacado de momentos difíciles y me ayudaban a desconectar, esas letras que interpretan cada paso que doy y que se identifican conmigo. Noto la sangre correr por mis venas, noto como la adrenalina invade cada centímetro de mi cuerpo y entonces, sonrío.
Empiezo a pensar en todos los que hay a mi alrededor, me pregunto que estarán pensando en este momento, se les ve contentos, felices, dejándose llevar, moviéndose y saltando al son de la canción, gritando hasta quedarse sin voz, sintiendo cada palabra de esa letra compuesta por el cantante del escenario, me pregunto que es lo qué nos une, hay gente muy diferente, desde niños de catorce años hasta hombres y mujeres de mediana edad, diferentes todos ellos, gente con el pelo rapado y lleno de tatuajes, y gente que vestía con colores llamativos, gente diferente unida por solo una cosa; la música.
¿Cómo es posible qué algo tan abstracto una a tanta gente? Y entonces lo entiendo, la música, esa cosa que puede unir a dos enemigos, esa cosa que con sus letras te cambia la vida, esas letras que hacen reflexionar, letras que son capaces de unir ha millones de personas, esa cosa que sin pedir permiso entra en tu alma para quedarse, y lo mejor de todo es que lo hace para siempre y nunca se va. Esa cosa, se llama música.
Y entonces, al son de la música, dejé de pensar y me dejé llevar.
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