-“Lo han olvidado todo. En el caso de que alguna vez hubieran conocido algo similar a una cultura, yo os digo que lo han olvidado todo. Su madriguera, su bosque, sus montañas, su tierra; una vez han subido al barco y han cruzado el océano, una vez han desembarcado y ocupado los barracones, una vez se han puesto a trabajar y se han habituado a su nueva vida; una vez han hecho todo eso, han olvidado lo que han dejado atrás. Nada les recuerda ya a su lejana África”.
Quien así hablaba era el señor G. Richmond, rico terrateniente dueño de vastos cultivos de algodón en la América de los primeros años del siglo veinte. Los interlocutores a quienes se dirigía eran familiares y amigos, residentes todos ellos en poblaciones cercanas. El señor Richmond y su esposa los habían invitado a tomar un café para celebrar los dos años de éxitos económicos en el negocio del algodón.
Los campos de cultivo del señor Richmond se extendían hasta donde llegaba la vista; miles de acres de color verde bañados por el sol y salpicados de motas blancas; y cientos de esclavos de piel negra y ropas multicolores rompiendo la uniformidad de aquellos colores.
Al caer la noche los invitados abandonaron la mansión de Richmond agradeciéndole su invitación y deseándole la continuidad de sus éxitos. Después el anfitrión se retiró a descansar; el día siguiente sería un día ajetreado: una nueva partida de esclavos llegaría a la plantación y ello siempre aumentaba el trabajo.
El señor Richmond se levantó temprano; inspeccionó la llegada de los africanos y pidió a sus capataces que los nuevos trabajadores comenzaran a trabajar lo antes posible en las nuevas tierras que había adquirido. Después regresó a la mansión para tomar su desayuno. El día había amanecido soleado y fresco; el señor Richmond pidió a su asistente que le sirviera el desayuno en el salón, frente a una ventana abierta sobre los campos de cultivo, como hacía otras veces; le gustaba la tranquilidad de aquel paisaje, sus colores tan vivos, el viento suave entrando en el salón acariciando las cortinas, la lectura sosegada saboreando el café. Oyó a lo lejos el galopar de un caballo, algún grito de sus capataces, unos pocos pasos apresurados. A ratos creyó escuchar también algún sonido hueco y profundo, pero ello no le interrumpió su desayuno. Las cortinas seguían ondulando con suavidad proyectando una sombra alargada en el suelo de madera noble del salón. Algún pajarillo cantaba. Se repitieron el galopar de caballos y los gritos de los capataces. El sonido hueco y profundo se alternaba con otro seco y cortante, a veces de forma rítmica; unos sonidos desconocidos que tampoco perturbaban demasiado la calma de la mañana. El café humeaba y su aroma se extendía por el salón. Las páginas del libro iban pasando y hablaban de teorías económicas y métodos de optimización de recursos. Pero en aquel momento el sonido de un disparo rompió la calma de la mañana. El señor Richmond salió entonces de su estado de tranquilidad: se levantó inmediatamente y se asomó a la ventana: muchos capataces corrían, algunos a caballo, otros gritaban a los esclavos, el tumulto crecía; por fin fueron llegando noticias: un esclavo había escapado; se trataba de un hombre joven, había llegado por la mañana y había aprovechado un descuido de los capataces para correr hacia lo alto de un cerro cercano a la plantación; llevaba consigo una bolsa de tela donde guardaba algo de gran tamaño. Mucha gente corría, los esclavos se distraían de su trabajo a pesar de las órdenes de los capataces. El señor Richmond percibió entonces unos ecos lejanos por encima del ruido de los caballos y las voces: unos sonidos rítmicos se escuchaban ahora de forma continuada; miró hacia el lugar donde provenían y entonces lo vio: el esclavo fugitivo estaba en lo alto del cerro; parecía sentado y estaba tocando un tambor. A pesar de la distancia, lo veía mover los brazos, describiendo curvas en el aire, moviendo su cuerpo al compás, mirando al cielo, como en trance, quizá cerrando los ojos. Muchos capataces corrían en aquella dirección pero aún estaban lejos de él. Había algo extraño en aquel hombre: no parecía un esclavo, parecía un artesano, un artesano del ébano, de la piel y del aire. Desde lo alto de aquel cerro, África entera cantaba a las Américas su canto antiguo y eterno. Los sonidos profundos caldeaban el aire, envolvían el campo y acariciaban las hojas de las plantas; los ritmos hablaban en su lenguaje estricto y primitivo su mensaje intemporal y mágico. El señor Richmond miró después hacia la plantación: ningún esclavo trabajaba: todos ellos habían abandonado la recolección y permanecían en pie con los ojos clavados en el lejano tambor, los oídos acariciados por el aire y el corazón latiendo al ritmo de la música. Ninguno de ellos volvió al trabajo mientras el viento les llevaba los ecos de su hogar; estaban escuchando la voz ancestral de su origen y prestaban atención a su llamada, tal y como habían hecho durante toda su vida.
Tras varios minutos eternos de música, el esclavo fugitivo fue capturado y sometido a latigazos. Con ello, los capataces pretendían dar un escarmiento a los esclavos para disuadirles de nuevos intentos de insubordinación. Pero desde aquel día se sucedieron las sublevaciones, los desórdenes, las fugas. Los esclavos se sentían unidos, hablaban mucho entre sí, se organizaban en secreto. Aquel ritmo de tambores había sido un revulsivo que había encendido la llama en los corazones de los africanos. El señor Richmond nunca volvió a disfrutar de un desayuno tranquilo pues, desde aquel día y hasta el final de sus años de explotación, todas las mañanas se producía algún altercado, alguna revuelta, o en el caso peor, algún ruido insoportable de tambores surgido de los algodones, de los recuerdos del hogar y de las esperanzas.
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