La historia que os voy a contar podría comenzar como la canción del maestro: Fue en un pueblo con mar, una noche, después de un concierto…, solo que en este pueblo, o mejor dicho, en la ciudad de nuestro protagonista, no hay mar y, para no faltar a la verdad, todo empezó antes de que acabara el concierto.
Adrián tenía su entrada comprada y a buen recaudo desde hacía meses. Sabía que era un chico con suerte, conseguirla no era fácil, tan solo unos minutos después de que las pusieran a la venta ya habían volado.
Iba solo, pero no le importaba, sus amigos no eran muy «sabineros» y él no se lo quería perder por nada del mundo.
Por fin llegó el gran día. Aquel jueves de septiembre se convirtió para él en el más especial de todo el año, de muchos años que llevaba esperando para poder ver al «flaco» en directo, pero por unas cosas o por otras no había tenido la oportunidad de hacerlo. Era su ídolo, un dios y esa pasión se la debía a su madre. Ella fue la única culpable de hacerle escuchar desde bebé todo su repertorio; en el coche, en casa, para dormirle, mientras le daba el biberón, mientras le llevaba a la guardería o mientras le bañaba, cualquier momento era bueno para escuchar a Sabina.
Así Adrián creció recordando inconscientemente las letras de todas sus canciones de memoria, sin tener ni idea de cómo ni por qué se las sabía. Pero tuvo que cumplir quince años para descubrir que ese tío molaba y preguntarse cómo podía decir esas cosas tan guays.
De aquello ya han pasado diez años. Cómo le hubiera gustado que hoy ella pudiera acompañarle, era una de sus grandes ilusiones.
––Al próximo concierto de Sabina en Madrid iremos juntos, cielo ––le decía.
Pero la vida y el destino, que también juegan esta partida, se confabularon para que no pudiera llegar a ver ese sueño cumplido, ni ese ni muchos otros, porque la muerte es solo la suerte con una letra cambiada… y en aquella mano la suerte no le fue favorable.
Adrián llegó temprano a Las Ventas, quería disfrutar de los preliminares del concierto, aún faltaba más de una hora para que comenzara, pero la arena empezaba a llenarse de gente de toda clase y condición, porque sus fans no saben de edades ni de generaciones. Había abuelos, padres y nietos esperando para escucharle.
A las 22:15, con quince minutos de retraso sobre el horario previsto, el de Úbeda apareció en el escenario con su traje verde y su bombín, mientras comenzaba a escucharse entre los aplausos del público: Con su boina calada, con sus guantes de seda, su sirena varada, sus fiestas de guardar…a mitad de camino entre el infierno y el cielo, yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid…
Apenas unos versos de una canción hicieron vibrar a un público que ya estaba entregado mucho antes de que el «flaco» comenzara a cantar.
Entre besos con sal, piratas cojos, Magdalenas, amores que matan, princesas, romanos, rubias platino, noches de boda y sueños rotos pasaron casi 19 días y 500 noches, aunque en el reloj de Adrián solo hubiese pasado una hora desde que Joaquín les instó a ocupar su localidad y prestar atención porque estaba a punto de levantarse el telón.
Fue entonces, cuando el maestro comenzaba a entonar con su increíble voz desgarrada …de sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que daría por ti la vida entera…ni tan arrepentido ni encantado de haberte conocido lo confieso… cuando aquella rubia, la rubia de la cuarta fila, se le acercó y pegándose a su cuerpo le dijo:
––Cántame una canción al oído y te invito a un cubata…
––Con una condición ––le contestó el joven–– que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata… Me llamo Adrián, ––le dijo sonriendo–– ¿y tú?
––¿Qué adelantas sabiendo mi nombre? Cada noche tengo uno distinto, así que sigue la voz de tu instinto…
Desde ese momento y hasta que Sabina recomendó sabiamente sus pastillas para no soñar si lo que queremos es vivir cien años… después de los bises, para terminar con su clásico…nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos…ojalá… Adrián no tuvo ojos ni oídos más que para aquella chica con medias negras y minifalda azul, le volvió loco con su piel de hada, y él que presumía de no tener más religión que un cuerpo de mujer no dejó pasar la tentación y el «hasta siempre, Madrid» con que «el flaco» se despidió de su público lo escucharon Sura y Adrián como un ruido de fondo cuando agarrados de la mano intentaban abrirse paso entre la marabunta de gente para salir de allí cuanto antes.
Ella le pidió que la llevara al fin del mundo que, para ellos, en aquel momento no estaba muy lejos y aunque el metro olía a podrido, carne de cañón y soledad, unas cuantas estaciones después llegaron al piso de Adrián y luego, ya sabéis…copas, risas, excesos, ¿cómo van a caber tantos besos en una canción?
Los rayos del sol colándose por la rendija de su persiana despertaron a un Adrián todavía atontado por los efectos del alcohol y de todas las emociones de la noche anterior.
Se levantó como pudo y arrastrando los pies llegó hasta el baño, se duchó y fue a la cocina a prepararse un café para terminar de espabilarse. No había rastro de Sura.
Hacía rato que se había marchado con premeditación, alevosía y nocturnidad, dejando al muchacho dormido y feliz.
Lo malo no es que huyera con mi cartera, con mi iphone y con mi ordenador, peor es que se fuera llevándose además mi corazón. Parece una canción de Sabina ––pensó Adrián con ironía–– y, podría haberlo sido, pero hace mucho tiempo que no tengo corazón.
––Pobre infeliz, no sabe dónde se ha metido ––amenazó el joven en voz alta–– puede que «El padrino II» me decepcionara, pero sigo siendo el asesino de la cola del cine.
Y me envenenan los besos que voy dando.
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