Hoy es el primer día en el que mi hijo me ha visto llorar. Aunque no ha llegado aún a la edad de rebeldía plena y generalmente injustificada frente a sus progenitores, hace ya tiempo que tiene años acumulados como para dejar de idolatrar a su padre en todo lo que hace. A cualquiera que viera la estampa descontextualizada le parecería grotesca, y muchos sin duda se plantearían llamar a un psiquiatra, a los servicios sociales o incluso a la policía. Un tipo de unos cuarenta y cinco años vestido con una camiseta negra con unos seres extraños impresos en ella, unos vaqueros ajados y unas zapatillas de baratillo derrama lágrimas del tamaño de uvas maduras y estas, en su imparable descenso, se llevan por delante la gruesa capa de simbólico maquillaje con el que el hombre oculta su rostro. Mientras tanto, un niño que parece ser su hijo (lo es, ya lo confirmo yo) le observa con una mueca tamizada con asombro y regocijo.
Decían en una famosa escena de una película que el concepto es el concepto y lo importante es el concepto. Bien, en este caso, el contexto es el contexto y lo importante es el contexto. En él, nadie salvo mi hijo se ha fijado en mi llanto. Las miradas de la gente persiguen a un hombre de casi sesenta años, maquillado igual que yo (aunque con trazos más precisos y resistentes), que luce un pecho alfombrado y va embutido en unos pantalones hechos con un tejido de tintes galácticos que desembocan en unas botas de siete leguas de altura. Este hombre se desliza sobre una tirolina con una guitarra al hombro. Al final de la misma le esperan otros tres personajes, de edades similares, engalanados también como si fueran una mezcla de extras de una película de ciencia ficción de presupuesto medio y aspirantes en un concurso patronal de drag-queens.
Sin más explicaciones sería fácil llegar a pensar que nos encontramos en una función de un circo ambulante o en una vanguardista obra de teatro de las que suelen conseguir más subvenciones que espectadores. No estamos en ninguno de esos eventos. El pabellón está lleno a reventar y tanto en la pista como en las gradas personas de todas edades y supongo que condiciones estamos saltando, bailando y desgañitándonos desde hace un buen rato, atrapados bajo el influjo de ese ingrediente tan fácil de reconocer como difícil de definir: el rock and roll. De pronto, el tipo de la tirolina, una vez que ha regresado al escenario principal, se acerca al micrófono para decir unas palabras en nuestro idioma con su marcado acento foráneo.
—No hablo su idioma muy bien pero comprendo tus sentimientos y mi corazón es suyo.
Un rugido amorfo emitido por el público llena el aire antes de que el estruendo de la pirotecnia y el inicio de la siguiente canción lo devoren. Las lágrimas han dejado de brotar y sé que el mejunje blanduzco que ahora conforman, junto con el sudor y el maquillaje, se va a convertir en una costra que tendré que retirar con paciencia y escozor cuando termine el concierto.
Será en ese momento en el que las imposiciones cívico-sociales vuelvan a imperar cuando me plantee si realmente Paul, a quien su fisioterapeuta personal le esté dando un masaje reparador, comprende nuestros sentimientos. Si un señor casi en edad de jubilarse al que le sobran el dinero, las casas, los coches y las experiencias comprende realmente por qué un hombre de unos cuarenta y cinco años al que no ha llegado a distinguir de las otras 9.999 personas que llenaban el pabellón ha peleado durante semanas con su jefe para tener un lunes libre, ha pintado toscamente su cara y la de su hijo y se ha encaminado hacia el recinto como si fuera un niño al encuentro de los reyes magos. Seguramente no lo comprende de ese modo tan peculiar y, sin embargo, Paul sigue girando, defendiéndose como puede de una garganta a la que la edad intenta poner en su sitio cada vez con más frecuencia, subiéndose a una tirolina, repitiendo sus manidos discursos y convirtiendo gestos rutinariamente mecánicos en guiños espontáneos a las cámaras. Todo resumido en una declaración simple que le regaló a un periodista antes de comenzar su última gira:
—Nosotros no sabemos cuál es la fórmula del éxito. Solo sabemos hacer que la gente sea feliz durante dos horas.
Siempre he sabido que llegaría el momento en el que mi hijo vería llorar a su padre. Por eso he querido que hoy estuviera conmigo. Yo no sé cuál es la fórmula para ser un buen padre, solo quiero que mi hijo sea feliz. Espero que este litúrgico bautizo de rock, pirotecnia, pantallas, efectos y lágrimas le haya servido para comprender nuestros sentimientos: 9.999 personas hemos sido felices esta noche. Ojalá él también.
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