Alena era una profesora de piano que nació en Checoslovaquia a mediados del siglo XIX. El próspero negocio del cristal se instalaba en las calles centrales de Praga, conviviendo con épocas mejores o peores en que la artesanía era valorada de distinta manera, como algo bello permisible o como un capricho innecesario. Tenía una pequeña escuela de música, cerca de aquellas calles del centro en las que en invierno el frío se colaba sin piedad.
Alena estaba triste desde que perdió a su mejor alumno. El conservatorio de Moscú le hizo una oferta irrechazable y desgraciadamente su pupilo decidió aceptarla. Pronto lo había perdido de vista, pues con nueve años su talento era ya demasiado evidente para que otros no quisieran apropiarse de parte de su éxito y le lanzaran sin cesar cantos de sirena a los que acogerse. Él era delgaducho y desgarbado, como suelen ser los niños que en el futuro serán especiales; con solo una cualidad, la que se percibía a raudales desde que se sentaba en aquel taburete algo roñoso, repasado hasta la saciedad por parches infinitos y remaches poco cuidados que solo velaban por la integridad del trasto y su función. Sus manos finas en el piano se mostraban frágiles en contraposición con la energía que podía imprimir a cada una de las teclas cuando percutían las escenas infantiles de Schumann. El cuadro escénico de observar a un niño tocando obras para adultos que evocan la infancia, era ambiguo, pero rotundo. Pocos chiquillos saben hablar de la niñez, como difícil es hablar de la de uno mismo sin equivocarse al perder la perspectiva, pero aquel pequeño lo conseguía en cada compás en que se enfrentaba al piano, conduciendo a cualquiera a una dimensión muy diferente. Un espacio que nunca alcanzarían sus otros alumnos, los cuales solo lograrían tocar aceptablemente el piano. Alena odiaba llamarlos mediocres pero sabía situar perfectamente la línea entre lo normal, lo bueno o lo excepcional. Lo primero y lo segundo le llenaban los bolsillos para permitirse una vida digna. Lo tercero no tenía precio.
Durante muchos años, no pudo tener horas libres para más alumnos. No por falta de ganas sino por algo tan evidente como que cada alumno necesitaba un piano para ejercitarse y en su escuela sólo disponía de dos: uno que llenaba la sala principal, un Bösendorfer con cola completa y sonido exquisito y otro de menos nivel en otra habitación anexa sobre el que podían realizarse prácticas y que servía para matar el tiempo en que el siguiente alumno esperaba su turno, si ella se había empeñado en que un compás se repitiera de la forma que había indicado, rozando la obsesión. Cuando no era el tempo, lo era la posición de las manos o una nota que ella había marcado resaltada en el pentagrama y que el alumno se empeñaba en no leer aunque fuera evidente para su vista. No cabía la opción de que no insistiera hasta el infinito sobre aquella nota en la que se estrellaba cada uno de sus alumnos, sabiendo de antemano que irremediablemente llegarían a ese punto y se volverían a atascar. Alena no era injusta. Si se emperraba en que uno podía tocar mejor, era porque uno era ciertamente capaz de hacerlo. Cada posición de un dedo se llevaba a la perfección así como la del cuenco de la mano en cada impacto en el teclado. La luz eléctrica de tono lúgubre ambientaba aquella escena en la que las teclas de color blanco adquirían una tonalidad especial y lo que se desarrollaba entre ellas tomaba a la vez otra dimensión.
Con cerca de sesenta años, tuvo noticias de este concierto, el número 2 de Rajmáninov. En el ambiente musical se conocen rápido las nuevas tendencias y los consiguientes nuevos retos. Pronto, aquel niño desgarbado le recordaría las horas muertas que pasaba peleando con uno u otro dedo, o con la mano completa, si esta no obedecía a lo mejor que se podía obtener de un alumno.
Y el milagro se hizo, y aquel niño flacucho, ahora hombre, visitó un día a su profesora para dedicarle ese concierto que había escuchado en Moscú en absoluta primicia y protagonizado no mucho más tarde, cuando le llegó la oportunidad. Habían pasado muchos años desde que habían compartido aquella estancia en la que se detenían las horas a petición de sus dos protagonistas. Parecía que aquel piano continuara triste porque añoraba aquellas manos desde hacía mucho tiempo y el destino le diera la oportunidad de volverlas a sentir en cuarenta y cinco minutos extremos. El piano en mayúsculas: el 2º de Rajmáninov.
Escuchar un concierto para piano y orquesta, sin la última, puede ser desconcertante y supone siempre aceptar una reducción de emociones. Sin embargo, la escena de aquel hombre, mimando el piano en aquel aún más roído taburete emocionó a Alena y la hizo sentir por unos minutos parte de él y de su vida. Hasta aquel día y a pesar de que él lo había propuesto varias veces no se habían visto. Ella coleccionaba recortes de periódico que recogía en una taberna cercana, ya que no podía permitirse adquirirlos a diario. En ese proceso, los periódicos habían sufrido suficiente maltrato y era casi imposible conseguir una hoja libre de manchas de café o de comida. Sin embargo había podido seguir su éxito por la Europa de entonces sintiéndose orgullosa de su pequeño y del trabajo realizado años atrás. Cuando él consiguió consolidar su carrera y en consecuencia asentar también sus ingresos, la invitó en repetidas ocasiones a asistir a algún concierto cercano, fuera en Viena o en Budapest, pero ella nunca lo aceptó. Acudir, aunque el viaje estuviera pagado, implicaba disponer también de vestido y presencia apropiados que ella no podía permitirse ni mucho menos demandarle.
Él se sentó en su taburete y ella optó por situarse prudentemente a una cierta distancia en la misma sala que continuaba igual de lúgubre que decenios atrás, sobre una simple silla en la que de repente parecía fallar alguna de sus patas. Su nerviosismo le produjo extrañas sensaciones que hacían que, aunque sentada, le fallara el equilibrio, mientras observaba cada movimiento de él. Su estado alterado, se acentuó al darse cuenta de las nuevas manchas de humedad que habían aparecido en la pared principal de la sala. Rogó al cielo que la escasa luz la ayudara en eso. Las sonrisas desenfadadas del intérprete, convertido ahora en un hombre de fama y éxito no lograron de ella más que un respetuoso y austero saludo de inicio, y se evaporaron tras éste. Pero una vez apareció la primera nota, el cuadro retrocedió años atrás transformando a los dos en profesora y alumno, y en adulto y niño al mismo tiempo. También desaparecieron los aires suficientes que él había adquirido en lo que se refiere a la puesta en escena y que aportaban al espectador la confianza de que lo que iba a escuchar era único.
Alena solo escuchaba. Los años, habían cambiado los papeles y el que la sociedad reconocía como maestro era al segundo. Curiosas contradicciones de las que solo es dueño el tiempo.
Conforme el concierto avanzaba, ella miró su espalda y sus pies en varias ocasiones. Muy distintos eran los zapatos que normalmente utilizaba cuando aún era su alumno. Aquellos pecaban de utilizar excesivamente los pedales y muchas veces incluían agua y fango recogidos por el camino. Sin embargo, entonces, estaban haciendo unos ligados deliciosos e impecables. Después, él, quiso conseguir que ella pudiera imaginar el efecto total de la música, incluyendo también a la orquesta. Para hacérselo más fácil, cantaba suavemente las melodías generales, aunque solo en algunas ocasiones y cuando el piano jugaba un papel secundario, pretendiendo que ella se hiciera cargo del efecto del conjunto. Viendo él que el resultado no se acercaba a lo que deseaba obtener de aquella visita, paró de repente su interpretación consiguiendo incluso que Alena se sobresaltara. Se dirigió hacia su maleta, sacó la partitura suya y la que le había cedido su director de orquesta para la ocasión. Se la entregó y asumiendo él el papel de profesor, le explicó todas las anotaciones que su director había hecho para enfatizar, para extremar, o matizar cada una de las entradas y cada una de las notas, aquellas, las mismas sobre las que ella, años atrás, se habría emperrado en darles el protagonismo debido o en esconderlas donde su efecto fuera más sutil.
Los tonos menores son lánguidos y suaves. Desgarrados cuando quieren, pero amables en escenas como ésta.
Le pidió acercar su silla y situarla a la izquierda de donde él se encontraba. Las patas se volvieron a desestabilizar emitiendo algún que otro quejido. Ella se acercó tímidamente y se sentó como si se dispusiera a pasar las páginas de una partitura imaginaria que él no iba a utilizar y le colocó su mano en el hombro agradeciendo aquella oportunidad tímidamente. Entonces solo quedó el piano. Antes de comenzar la interpretación él le susurró.
—Quiero que escuches a Rajmáninov. No habrás oído nunca nada igual. Concéntrate en imaginar el concierto completo. Hay notas que yo no podré hacer porque solo puedo tocar el piano pero tú sabrás con la partitura del director cómo suena el resto. Es realmente bonito. Muy bonito. Precioso.
Ella sonrió por primera vez preparándose para escuchar algo único y su piano nunca fue el mismo a partir de aquel día. Desde entonces las teclas se volvieron tristes, por muy sublime que fuera lo que ahí se interpretara.
El alumno que supera a la maestra. Melancolçia y belleza, me ha encantado.