Un enorme avión sobrevuela mi cabeza, el ruido ensordecedor no estaba siendo provocado por el titán de la aeronáutica, un robusto Airbus A-380, era debido al fuerte viento del pueblo marinero. Podría estar superando los 100km por hora perfectamente el viento de levante. Tenía que sujetar mi sombrero y agarrarlo con firmeza, si no queria que saliese despedido como alma que lleva el diablo, mientras no podía dejar de admirar aquella maravilla de la ingeniería moderna. Bongo Rock con su éxito del año 73 amenizaba en mis cascos inalámbricos el momento, para hacer de lo natural extraordinario y de lo extraño épico, la buena música en directo a todas horas me escoltaba en mis viajes siempre que la batería acompañase, nunca mejor dicho.
Había estado trabajando los últimos años de esta etapa de mi vida en aquella compañía aérea que hacia posible movernos como bandadas migratorias, como aves de paso. Mi responsabilidad fue asumir que el cambio climático es un acontecimiento al que no se le puede dar la espalda en pleno siglo XXI, ningún ser humano debería hacerlo sea cual fuera el trabajo que desempeñe, y en el mío era algo serio. Asi que tras mucho coste de producción y ciencia en nuestras manos, el co2 y el óxido nitroso emitido por ese ejemplar era sin ninguna duda un éxito sin precedentes en la aviación, el menos contaminante a infinita diferencia del resto, a la altura de las ventas alcanzadas del disco Thriller del rey del pop, era el rey del aire, y sin hacer ruido, se coló en el Top de mejor avión del mundo.
Puedes intentar muchas cosas en la vida. A veces me regocijo de pensar en las posibilidades que se nos ofrece cada día.
Cuando poso el pie en el suelo es como sentir una cálida sinfonía recorriéndome el alma. Como si arpas celestiales vibrasen en mi pecho y los haces de luz que furtivos atraviesan la persiana fueran ángeles trompeteros, portadores de buenas noticias. Sólo soy uno, y sólo soy yo, cuando abro la puerta y el calor me abraza en un solo de guitarra que suda gotas de paz y de confort y cuando abro la puerta y llueve y el frío me cala los huesos como un requiem pagano y provocador, también sigo siendo yo.
He visto los colores del arcoíris meciéndose en una cuna hecha con un tambor al revés.
A veces me mareo cuando veo a todas esas personas en sus armoniosos atascos sincerándose en una melodía angustiosa pero casi, casi civilizada, de ladridos y cláxones insolentes.
Disfruto muchísimo con los músicos que tocan en el tren o en el metro, porque en cada nota capto la tensión del miedo a que todo termine, ese miedo que en ocasiones nos viene y nos recuerda lo vulnerables que somos, todos. Eso en parte es lo que hace cada momento musical tan mágico.
Hay veces que veo a los peces del lago bailar al son de los patos un tango y abuelos alimentándolos, con los que ya no baila nadie.
En cada anuncio de televisión, en las sonrisas blanqueadas, en la cirugía estética y en salones de bronceado hay un futuro muy prometedor.
Me da que un cambio a ritmo de vals se avecina y aunque no viene muy rápido, la bondad y la pureza de tal acontecimiento ya alcanza a filtrarse, a embestirme con la persistente osadía de quien tiene la razón y trae bajo su brazo un potente nuevo avión, digo, paz y amor.
Vengo de vivir gran parte en las nubes, una enorme nube contagiada de la humildad de una madre y un padre obreros. De los de antes, que cantaban en la tasca y se olvidaban el almuerzo pero no la guitarra. Por mis venas corre el ritmo del reggae, cómo las baladas suenan en verbenas de pueblo, mezclados con una amplia señora cantando en la orquesta Todo Bien su particular homenaje a «I Will Survive».
El amanecer del festival de música al que mis primos llamaban «light» en Cancún fue bastante sano, sólo recuerdo tomar lo que te pudiese recetar un médico y los desayunos de batido de vainilla con codeína vinieron de lujo para calmar a Jen y a Julia. Las conocí en una rave llena de punkies, pijos y gilipollas. Andaba reptando en una mansa confortable de barro y plantas desmenuzadas como poemas en un estanque de lágrimas.
Recuerdo que me deslicé hasta ellas y era el único al que le quedaban tripis (seguramente será por ser quien más había llevado). Las grité ¡Que le den a Fraga! ¡es un maricón! En mi cabeza le veía en el cantante que estaba sonando de fondo, y después de balbucear «Sunshine of your love», nos lo montamos en una fábrica en ruinas. Me pareció divertido que cantaran en un coro gospel y fantaseasen con el diablo en sus viajes de ácido.
¿Que por qué les cuento todo esto? Porque aunque en un principio podrían parecer hechos vergonzosos, conducidos por actitudes irresponsables, solo quiero decirles que durante todo este tiempo, amé.
Amé cada latido de mi corazón como una batería rota. Amé grave como un bajo. Amé y amo, hoy todavía, toda la música que me rodea en una niebla rítmica. Eléctrica. Sincera.
Aunque me dedique a crear aviones sin ruido, la música está en todas partes acompañándonos en nuestra solitaria y singular aventura. Tengo bastantes cosas malas, que a ciertas edades ya no veo atisbos ni opciones, ni maneras de cambiarlas. Las buenas cosas que alguna hay, sin embargo en su mayoría se las debo a mi hermano Andrés, por el hoy estoy aqui, el pequeño de la familia toca en un grupo. En un buen grupo, aunque no sean muy conocidos, de momento. Andrés es sordo de nacimiento. Sus risas, su fuerza y su coraje siempre me acompañan con la música en mis viajes. Hoy tengo una entrada exclusiva para ver a su banda de Punk. Yo le pretendía enseñar que el silencio era maravilloso, y el me enseñó otra más especial lección de superación sumada a el placer de compartir ambos la mejor afición que del mundo, la música.
Llegando a convertirse en un compositor extraordinario.
Se apagan las luces y SUBRIA & LOS HOMESTICK, el nombre del grupo, ilumina el recinto, una plaza de toros que con una simple «D» bien puesta en el exterior de la plaza señalaba que estábamos en la «Plaza de todos». Brillante, me pareció una buena idea a copiar, y mejor aún el alcalde que mantiene esa D ahí.
El primer tema empieza ya siendo un éxito para el personal aquí presente, tanto es así que un señorial y frenético pogo en efervescencia me invita a rejuvenecer sin coste adicional ni cirugías, en la fiesta viviente de las primeras filas.
Desde la paz y las vibraciones de no estar solos los que mas solos nos sentimos en multitud de ocasiones, a ponerme a modo de pañuelo la camiseta de The Clash que llevaba, por no tragar la polvareda levantada. Con tranquilidad reconozco que estos tíos suenan mucho mejor que el silencio.
Eso es lo que me queda, aprender de un mocoso preguntón.
El silencio nos hace sabios, la cultura curiosos. La música siempre ha estado dentro de la vida.
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