Las notas de la música caían en el oscuro lago de mi espíritu y le hacían sufrir inquietud. Inquietud por ignorados y graves asuntos que aún no se habían revelado ni producido. Gotas cayendo sobre un agua calma que hacían hoyo de dolor y salpicado de amargura. Alegría de fiesta sí, la había, pero también algún tipo de tristeza de origen desconocido. Aboque, inmediatez, expectativa; todo eso parecía una cuerda trenzada que tiraba de mí. De mí para fuera, hacia la calle. Una cuerda a la que yo ofrecía cierta resistencia.
Respirar hondo, aguantar la respiración, y salir. De golpe encontrarse allí, en medio de la calle, del vendaval. La gente. Mi madre me había vestido para la ocasión con unos pantalones cortos de color gris —a ella no es que le gustara tanto el gris, sino que entendía que ese era el color para vestir a los hombres—, y una camisa —aquí sí que me había sorprendido—, yema de huevo cocida, de brillo espectacular. Iba yo contento con mi camisa de brillo espectacular, debo reconocerlo, aunque no se iba de mí aquella tristeza consuetudinaria, con mis mocasines blancos.
La música sonaba en la oquedad de la plaza y la voz del hombre que cantaba salía como un berrido por los altavoces. El hombre se quejaba de su mujer por derrochadora. La nombraba, muy fuerte, explicaba a gritos sus porqués. Decía estar triste por todo eso. Yo también, aunque no supiera la causa, y estaba allí, sentado en un bordillo de la acera, cuando ella llegó. El pecho se le insinuaba en la camisa recta de color mostaza. Una faldita marrón dejaba ver sus rodillas relimpiadas. La melena lisa la llevaba cortada por los hombros y se movía como una cortina cuando meneaba la cabeza. Ni siquiera oí lo que dijo, sordo a lo de fuera. La miré y no hablé, los hombres tristes no hablan. “Estás aburrido”, pudo ser. Nada menos cierto. Daba patadas a las colillas, a las chapas, a los mondadientes, a las servilletas de papel usadas, con mis mocasines blancos y las manos metidas en los bolsillos. Quería entender un poco y para eso pensaba mucho. No lograba mucho, más bien poco; aun así podía estar días pensando; no hacer otra cosa, ni comer.
Se situó frente a mí con los brazos en jarras: “¿Nos echamos una carrera hasta la fuente?” Pensé: “bueno”, y me levanté de donde estaba sentado, sacudiéndome el polvo del trasero. La emprendimos calle arriba. Ella corría a mi lado y era casi más veloz que yo. Tenía que darle bien a mis piernas. Llegamos a la fuente y nos paramos a descansar. Respirábamos fuerte con las bocas abiertas, para tomar mucho aire. Los caños de agua caían en el pilón y hacían ruido de chorro de agua cayendo. La luna brillaba en el agua y el agua tenía como rizos. La hierba del prado olía a verde y humedad. La música venía por encima de las casas, no tan alta como en la plaza. Parejas de novios, sentados en los bancos del jardín, estaban bajo la oscuridad de los árboles, para que no les molestara la luz. Nosotros nos fuimos, ya habíamos corrido hasta la fuente. Otra vez nos vimos en la verbena y no sabíamos muy bien qué hacer. Ella sugirió bailar, como los mayores, y yo mostré mi reservas. Me arrastró de una mano hasta la pista. “¡Venga! Es fácil”. Me indicó en qué lugar debía de poner las manos, de qué modo tenía que mover los pies. Ella posó las suyas encima de mis hombros y comenzó a moverse. Pronto se hizo evidente mi falta de preparación para el cometido y vino a mí una vergüenza horrible. A destiempo y sin compás, daba unos pasos trastabillados, con las piernas flacas torpísimas. Pisábamos a los mayores y eso los ponía furiosos. Decían “¡Niños!”, con mucha rabia, y nos ganábamos algún que otro capón, de modo que decidimos dejarlo. Ella propuso entonces: “¿Nos tomamos un helado?” Yo le expresé que estaba sin blanca, que me lo había gastado todo, volviendo los bolsillos del revés. “Bueno, no pasa nada. Yo te invito”. Y abrió la mano y me enseñó una monedaza tan grande como yo hasta entonces no había conocido. “Con esto se pueden comprar muchos”. Las chicas de fuera debían de ser todas ricas y generosas. Las del pueblo no se hubieran gastado nunca una moneda así, y menos en helados. Fuimos hasta el kiosco. Para mí pidió un cono pequeño, el más pequeño que había, de helado de limón, que era el más barato, y a mí me pareció bien; total, no iba a pagar nada… Deglutirlo fue un instante. Ella se compró uno grande de chocolate y menta, el más caro. Ahora creí entender al hombre de la canción: debía de ser que las mujeres siempre quieren más y no se conforman con cualquier cosa. Como hacía calor y tardaba en comérselo, se le empezó a derretir y me dejó que le diera una dentellada. “¡Sin pasarse, ¿eh?!” Estaba riquísimo, como yo nunca había probado. Ella lo lamió mucho y se lo comió despacio, a sorbetones y bocados solo de labios, y, cuando ya no había más que lo poco dentro del cucurucho, le dio un mordisco al extremo inferior y sorbió lo que quedaba, ya líquido. Acabó también con el cucurucho y se chupó los dedos.
Vimos una mesa libre en una terraza y allá que fuimos. Nos sentamos en aquellos sillones metálicos relucientes. El camarero vino a limpiar la mesa enseguida. Cargó todas la botellas vacías en la bandeja y, con un paño sucio, echó toda la basura al suelo. “Venga, niños; pegaos una vuelta” Nos tuvimos que dar el bote de allí. “¿Echamos una carrera hasta el colegio?” “Venga”, dije, sin pensármelo. Le había empezado a tomar el gusto a aquello. A correr detrás de ella, a ir a su lado viendo cómo se le movía la melena, pegar zancadas muy deprisa. Parar los dos al final y respirar fuerte, uno enfrente del otro. Pensé que aquella era un chica que merecía la pena, no las del pueblo, que nunca querían hacer nada. Una chica que te saca a bailar, que te invita a un helado, que te propone echar carreras. Entramos corriendo al patio, el patio siempre estaba abierto. No había luz pero la luna la ponía. Pasamos por el lado de los columpios. Hasta allí también llegaba la música, aunque más floja, a bocanadas. Nos sentamos en la valla para descansar un rato. El viento soplaba allí más fuerte y sonaban las hojas de los árboles como si dieran palmadas. Ella me miraba y yo también. El viento le movía el pelo, le llevaba mechones a la cara, a la boca, y ella se los apartaba sin dejar de mirarme. Estuvimos bastante tiempo así; se ve que nos gustaba. Ella se reía un poco, a veces. Yo no sabía por qué; por qué se reía y me gustaba. Tenía sus manos pequeñas apoyadas en la valla y yo también; una muy cerca de la suya, casi junta a la de su lado. Ella movía las piernas jugando, como si fuera caminando en el aire. Cuando nos cansamos de estar allí, volvimos a correr de vuelta. Nuestros padres nos estaban esperando para recogerse. “¿Dónde os habéis metido?” Caminamos detrás de ellos. Ellos iban andando por la calle, los cuatro juntos, hablando mucho, y nosotros detrás, como buenos chicos. Nosotros muy contentos de ir juntos detrás de ellos. “Nos vemos mañana” —me prometió—, cuando los suyos se despidieron de los míos abriendo distancia, separándose.
Mañana llegó a ser hoy y yo corrí raudo a la plaza, nada más mi madre terminó de darme los toques con el peine, que yo odiaba. Cantaba el mismo hombre de ayer la misma canción. Sufría por la misma mujer. La nombraba, muy fuerte, explicaba a gritos sus porqués. Debía de sentir mucha tristeza. Yo también, porque ella no había venido. Me preguntaba cuándo lo haría. Soñaba con echarme una carrera con ella, como las de ayer, hacer un nuevo intento en el baile. Sucedía algo extraordinario: todavía sentía las huellas de sus manos sobre mis hombros. Las había sentido durante toda la noche, durante todo el día; no se fueron de allí en ningún momento. Dos cargas preciosas, una sobre cada clavícula, con sus cinco marcas de dedos bien definidas. No olvidaba aquel bocado de helado de chocolate con menta. Tampoco cómo me miraba cuando se apartaba el pelo de la cara o tiraba de él para sacarlo de entre los labios, en la valla del colegio, cómo se reía de a poco y dulce. Iríamos a la fuente, otra vez a ver la luna en el agua. Había pasado un solo día y había pasado tanto tiempo…
Mañana ya era hoy y yo estaba allí, esperándola. Y la esperé un buen rato. Toda la noche. Me la pasé dando patadas a las colillas y a las chapas, con las manos metidas en los bolsillos. Y esta vez no pude pensar en otra cosa que no fuera ella. No lo hizo. Tampoco al día siguiente. Me enteré de que sus padres se habían marchado —y ella con ellos, naturalmente—, por una conversación entre los míos. El hecho me llenó de una tristeza profunda. Ahora era un hombre triste y no porque sí. Tenía mis buenos motivos, como el de la canción. Un peso nuevo en mi espíritu con nombre femenino.
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