Esa noche como de costumbre, se despertó y no precisamente de un sobresalto, se fue despertando poco a poco, intuía como alguien la observaba desde el otro lado del dormitorio de su madre, ese alguien se columpiaba muy despacio en la hoja de la ventana, todavía no tenía muy claro quien interrumpía sus sueños de niña. Primero entre abría sus ojillos, a continuación y de golpe los abría como platos mirando hacía la sombra oscilante y de inmediato los volvía a cerrar apretándolos de la misma manera que cuando su mamá le hacía una trenza muy estirada, excesivamente estirada y con ese gesto a la vez que comprimía sus labios uno contra el otro, dejaba de ir el dolor que le producía ese peinado tan estilizado. Entre tanto sus pensamientos le susurraban en voz baja como si de un monólogo se tratase, una de esas conversaciones de tú a tú, producto de los efectos visuales que traen las luces y las sombras, de una imaginación sin límites y una inocencia aplastante:
“Otra vez está ahí, no para de mirarme. Tengo miedo, ahora seguro que baja de la ventana como siempre hace y se pone a bailar, a flotar por toda la habitación y a tocar su flauta sin voz ¿por qué no sale música de su flauta? ¿Será que estoy sorda y no la escucho? Aunque mi mami tampoco la debe escuchar, sigue dormida y no se entera de nada. Otra vez las lucecitas de colores por todas partes, esas si me gustan, algún día cogeré unas cuantas y me las meteré en el bolsillo, se las enseñaré a Marta y así me creerá cuando le cuente que hay un duende que me despierta por las noches tocando una flauta que nadie escucha”.
Beita se abrazaba fuerte a su oveja de peluche blanca y suave como el algodón, se tapaba hasta las cejas y en su conciencia volvía a cantar también sin voz la canción que ella misma inventó y que calmaba su inquietud devolviéndola sin apenas darse cuenta a los brazos de Morfeo:
“Si me vienes a buscar, contigo no me iré, recuerda que tengo una mamá, una hermana y un hermano que siempre me cogen de la mano. Si lo que quieres es bailar, yo no sé hacerlo si tu música no me dejas escuchar. Sal por la ventana y deja que se queden la luces, ellas me gustan más”.
Y así pasaba el tiempo, Beita crecía centímetro a centímetro marcando su estatura en los marcos de las puertas, ella no hacía una raya con un lápiz cada vez que daba un estirón, ella pintaba una nota musical allí donde se medía. Llegó su 11 cumpleaños, Beita se convirtió en Bea y el duende de la flauta muda desapareció, tal como un día vino otro se fue, pero las luces de colores no, se habían convertido en su pentagrama nocturno preferido. Cuando sopló las velas pidió el mismo deseo que años anteriores, no se daba por vencida, aunque Bea sabía que todavía no era el momento, seguía pidiendo lo mismo, era tan fiel a sus creencias que le daba igual que el deseo tardase lo que fuera necesario, lo anteponía a cualquier otro, era paciente y consciente de que lo bueno se hacía esperar. Y aunque nadie la escuchó hasta ahora cantar todos en casa sabían que lo hacía, que su mente estaba componiendo y cantando a jornada completa, por eso ese día tan especial recibió un regalo que le daría el empujón que necesitaba, su primera guitarra. Bea no podía creérselo, cuando la cogió simplemente por instinto sabía lo que hacer y de las caricias que salían de sus dedos a las cuerdas del instrumento nacieron sus primeros acordes sonoros, dejo de tocar en blanco y negro. Todos se quedaron boquiabiertos, le insistieron y rogaron que cantase algo, pero ella no se sentía preparada necesitaba tiempo para escuchar sus primeros aplausos o sus primeras críticas. Cogió su guitarra, la colgó a sus espaldas y se montó en su bici camino al descampado. Allí comenzó a darle vida de nuevo a la guitarra, esta vez sí le puso voz a sus letras, lejos de cualquier espectador perdida en la ausencia de ojos y oídos que le hicieran sentir el centro de atención. Pero la cantautora no se percató que si había quien la escuchaba, la escuchaban unos pájaros apostados en unas ramas y un perro vagabundo que con sigilo se acercó a ella sentándose a su lado. Cuando dejó de tocar y cantar los pájaros salieron volando dispersos alrededor de ella y el perro moviendo el rabo se levantó para golpear suavemente con su hocico la guitarra. Descifró en ese lenguaje no verbal, que todos querían más y el espectáculo debía continuar.
El calendario seguía su curso y sus hojas caían, Bea ya era Beatriz, una adolescente que aún no se sentía preparada, aunque sus conciertos ya no eran solo en el descampado, amplió horizontes y ella, su guitarra y el perro iban por otros lares singulares, como el cementerio. Cuando lo cerraban, un rato antes de que anocheciera por el tema de guardar respeto, saltaba la muralla y daba sus conciertos en vivo para muertos. Un cementerio era demasiado triste y lúgubre, las almas que allí erraban tenían que sentirse apenadas por estar alejadas del mundanal ruido y toda la belleza de la ciudad, por eso Beatriz intentaba quebrar esa soledad amenizando el lugar aunque siguiera sin tener la aprobación de su público, los muertos no aplauden, pero una de esas tardes alguien aplaudió. La joven se quedó quieta, con esa sensación que tiene el ladrón cuando le pillan “infraganti”. Era el empleado de mantenimiento echando horas extra. Se acercó a ella para decirle que hacía mucho tiempo que no escuchaba a alguien con tanto talento, que era una pena que tocase y cantase para quienes ya no podían disfrutar de ese don que poseía. Ese hombre le inspiró confianza, veía sinceridad en su mirada, creyó en ella, en lo que componía y la invitó a tomar un café. Quería conocerla más.
Fueron paseando hacía el bar de un viejo amigo del nuevo caza talentos, mientras hablaron sin parar, (de música, como no), de bandas de rock, de los gustos musicales de ambos, sus ídolos e ideales etc… en definitiva de las bandas sonoras de sus vidas. Sin apenas darse cuenta llegaron al bar en cuestión, todavía estaba cerrado pero el gerente estaba dentro. Era un sitio decorado con mucha personalidad, de sus paredes colgaban discos de vinilo, diferentes instrumentos musicales y fotografías de auténticas leyendas del mundo de la música posando con el dueño del club, por haber había hasta una “Rockola” conservada en perfecto estado funcionado como el primer día y en un rincón estratégicamente colocado, estaba el escenario esperando que alguien ocupase su sitio en él.
Hicieron las presentaciones pertinentes, los viejos amigos intentaban convencer a Beatriz para que se subiese al escenario e hiciese lo que mejor sabía hacer, cantar. Tras unos minutos lograron que la chica accediera a la petición. Desde el instante que termino su primer concierto para dos, Beatriz por primera vez en su vida lo tuvo claro, no quería dejar de sentir las vibraciones de los aplausos y ese cosquilleo en el pecho llamado satisfacción, supo que ya no había vuelta atrás y como cualquier otra droga deseaba con todas sus fuerzas volver a repetir.
Pasaron un par de semanas y la joven volvió al bar, esta vez se tomó una Tila, falta le hacía, ya era oficial, iba actuar en directo para vivos y eran más de dos. No había crucifijos de mármol, ni pájaros, pero si su perro. El recinto estaba lleno, y como la niña que veía el duende por las noches había crecido ya no tuvo miedo si no emoción, la adrenalina le resbalaba desde la nuca hasta los talones de los pies para volver a subir hasta su punto inicial y esa sensación del que arriesga todo lo que tiene sin saber que iba a pasar le invadió y decidió apostar por sí misma. Los focos encendidos, Beatriz ya si estaba preparada, se subió al escenario, acarició como siempre las cuerdas de su guitarra y por fin cumplió su deseo más íntimo, tocar las luces de colores, cogerlas y meterlas es su bolsillo para que le acompañaran el resto de su vida “cantando cuentos” y coleccionando aplausos.
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