Habían pasado cinco años, un aniversario que nunca fue oficial, igual que su relación, igual que el amor de su vida. Fueron cinco días maravillosos, llenos de luz, de amor, de pasión, de paseos, de pensamientos, de pureza. Y nunca se habían vuelto a ver.
Cinco años ahorrando para rememorar recuerdos. Desde que había decidido volver a Roma, se marcó una hoja de ruta: visitar todos los lugares que le recordaban a él, hospedarse en el mismo hotel de entonces y comer en los restaurantes que estuviesen abiertos.
Su vida no había sido fácil en todo ese tiempo. Abandonó su trabajo de jefa de planta en unos grandes almacenes, donde era muy querida por sus compañeros. Con el tiempo, no puedo mantener su enorme casa de campo, a las afueras de una gran ciudad, decorada a su gusto, ese gusto exquisito y elegante que siempre le había acompañado. La adecentó y la vendió a precio de oro a una displicente arpía de rubio tintado y cara de Cruella. Aun así, nunca perdía la perspectiva, el verdadero hogar viaja en el corazón y se puede reconstruir allá donde termines morando.
Se levantó triste pero encantada, el espejo devolvió un reflejo dicotómico, unos ojos esperanzados sobre una sonrisa amarga.
Aquel día no sería ella, sería su amada Audrey. Adoraba su nombre real, pero era un anagrama de lo que había sido su vida en los últimos años, un desastre.
Una vez levantada, se preparó a conciencia. Peinó su corto pelo azabache hacia el lado, con un orden desordenado. Se puso su mejor vestido, diseñado, cortado y cosido por ella misma. Era blanco, estampado con flores de tonos rosas y con un escote palabra de honor bordado con hilo fucsia. La falda de amplio vuelo con el mismo acabado del borde que el escote. Unas manoletinas planas, su pañuelo al cuello, los labios, rosa pasión, sus ojos color avellana y el precioso lunar de su mejilla más coqueto que nunca. Mientras miraba y empolvaba su nariz, pensaba que siempre le había encantado, ni respingona ni aguileña, preciosa y juguetona.
Sin perder un segundo, bajó a recepción y se dirigió a la puerta de entrada. El botones ya tenía preparada la que sería su compañera de viaje durante todo el día, su Vespa. El sol brillaba espléndido; la suave brisa rozaba sus mejillas que, como la porcelana, no mostraban en absoluto el paso de los años. Enfiló el monumento de Vittorio Emanuele, mientras sentía en su mente el roce del cuerpo de su inexistente compañero. Paró en la Plaza de España y aprovechó para sentarse en la escalinata; ese día solo podía ver el fantasma de su compañero a su lado y a nadie inmortalizando el momento con una cámara. Se acercó al foro, pasando junto al Coliseo y sintiendo los fuertes brazos inexistentes de su amante rodear su cintura desde la parte trasera de su moto. Aprovechó para sentarse en las mismas piedras que aquel atardecer, mientras lloraba, sirvieron para que él la estrechara contra su pecho, el único lugar seguro donde atracar su barco a la deriva. Cansada, decidió regresar al hotel.
Se puso el mismo pijama de rayas de aquella mañana, cuando él la despertó trajeado, con los ojos brillantes y su sonrisa eterna y cautivadora. Se metió entre las sábanas melancólica e infeliz, sentada con la espalda apoyada sobre el cabecero, rememorando la imagen de su amado al pie de su cama.
Al instante, tocaron la puerta de la habitación.
—Señora Redondo, servicio de habitaciones.
—No he pedido nada —contestó sorprendida ante la visita.
—No se trata de eso, le traigo un obsequio que nos han dejado en recepción. El señor que lo hizo nos dijo que se lo diéramos al final del día.
Audrey brincó de la cama y cogió el albornoz de rizo americano, fabricado en exclusiva para ella por una firma que los hacía a medida. Había elegido el modelo que llevaba Katharine Hepburn en la fiera de mi niña, de mangas anchas, con dos enormes solapas de cuello de camisa y con el cinturón adornado con borlas que casi tocaban el suelo. Su otra actriz favorita, una mujer fuerte, apasionada y segura. Lo que ella siempre había sido. Seguidamente abrió la puerta y se encontró un enorme cesto de margaritas, tras de las cuales, el empleado del hotel sonreía con amabilidad.
Le entregó el cesto y una pequeña nota, en un sobre diminuto. Al abrirlo, leyó aquella frase, aquella despedida inolvidable: vacaciones eternas. La congoja se agarró a su garganta, los ojos, vidriosos, volvieron borrosas las letras de imprenta de la tarjeta. El botones la miraba entre sorprendido y empático. Enseguida, esbozó una ligera sonrisa.
—Señorita Redondo —dijo mientras extendía su brazo hacia la derecha—. El señor Peck.
En ese momento, él asomó la cabeza por el marco de la puerta. Las manos de Audrey temblaron tanto que la tarjeta cayó al suelo y casi le sigue la cesta, si el botones no hubiera estado raudo en la reacción.
El hombre, sereno, se puso enfrente de su amada. El botones procedió a dejar la cesta sobre la mesita de café, cerró la puerta y se marchó. Audrey el señor Peck quedaron frente a frente en el mismo lugar dónde se dieron el adiós cinco años atrás. Antes de que ella pronunciara palabra alguna, él le depositó sus labios suavemente en los de ella. A continuación inició un monólogo:
—Sabes que hace cinco años empezamos un amor único, eterno, duradero. Conocías nuestras situaciones personales y aun así, confiaste en mí. He pasado este largo tiempo ordenando mi vida para poder regresar y no marcharme jamás. Prometimos encontrarnos, si era posible, en este lugar, en este día y, por fin, libres. Y así ha sido. Te pido que conviertas mi vida en unas vacaciones eternas, yo así lo haré con la tuya.
Mientras ella no paraba de llorar, el señor Peck volvió a sellar sus labios, para siempre. El abrazo fue tan largo y tan intenso que nunca, nadie, los volvió a separar.
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