Los tres pistoleros se habían distribuido a lo largo del polvoriento andén fabricado con tablas, cada secuaz a un lado, y el cabecilla, vestido con una de ésas voluminosas y largas gabardinas que parecía que la hubiese arrastrado por todo el desierto, en el centro. Bajo un sol matador que humedecía sus rostros desapacibles, tamborileando con sus sucios dedos sobre las cartucheras de cuero, habían observado con desconfianza la máquina humeante de hierro y madera recién detenida. Pero a la vista de que del tren no había descendido nadie y que, además, surgió una pitada que anunciaba su partida, se reunieron y se dispusieron a marcharse. Tan pronto como la máquina reanudó el viaje y los pistoleros se volvieron hacia sus caballos, la melodía de una harmónica destacó por encima del fragor mecánico de la locomotora. La musiquilla causó que el trío se frenara en seco, se girara muy despacio y encarase a la silueta que apareció al otro lado de los raíles según el tren avanzaba. No bien hubo quedado claro que en breve desenfundarían los revólveres, la imagen desapareció de la pantalla.
Más o menos durante el tiempo que transcurrió entre latido y latido, sólo hubo oscuridad y silencio. Pasado el lapso de desconcierto, prorrumpieron los silbidos de los asistentes al cine, primero con timidez y luego abrumadoramente. Las quejas se sumaron en forma de griterío, exigiendo que la película prosiguiese. En vez de esto, los focos del techo iluminaron la sala.
El filme se había interrumpido al poco de empezar sin que ninguno supiésemos que jamás se reanudaría, sin que ninguno supiésemos que la última sesión en el Orión, el cine de mi barrio, sería la de aquel domingo. Esto ni siquiera lo conocían los organizadores, que no eran otros que los integrantes de la asociación de vecinos, entre ellos, mi madre Adela. Hasta entonces, cada sábado y domingo en sesión vespertina, se habían proyectado películas destinadas a los más jóvenes. Ni mucho menos eran cintas recientes, como Hasta que llegó su hora, aquel spaghetti western, pero a cambio de unas pocas pesetas, nos regalaban una píldora de magia, una píldora de séptimo arte. Al poco, Adela y un caballero recorrieron el pasillo central anunciando que estaban intentando arreglar el problema, que nos calmáramos. Como de costumbre, junto con mi amigo Jonás, que estaba saliendo de una cistitis, había hecho acopio de chucherías varias, y con la pausa involuntaria, nos dedicábamos a degustar las golosinas. Nada que ver con algunos de los muchachos de más edad, que continuaban introduciéndose los dedos en la boca y chiflando hasta teñirse los mofletes de rojo.
De pronto, los focos disminuyeron la intensidad, y en penumbra, un haz azul atravesó la sala desde la parte trasera hasta la pantalla, mostrando las partículas de polvo que flotaban sobre nuestras cabezas. Los silbidos y las quejas cesaron, y en la gran tela rectangular se reprodujo una cuenta atrás que la mayoría coreamos a viva voz: «Cinco… cuatro… tres… dos…».
Una vez más, la pantalla se fundió sin permitir que finalizásemos la cuenta atrás, propiciando que la protesta se incrementase en sonoridad respecto a la anterior. Aparte de chiflidos y exigencias, muchos de los chavales zapatearon contra el suelo, produciendo un ruido tan tremendo, que bien se podría asemejar al de la locomotora de la película.
Hasta donde recuerdo, la superficie del Orión era totalmente plana, sin inclinación, si un niño enjuto como era yo por entonces, se sentaba en las últimas filas, era más que probable que no viese la mitad de la pantalla, pero para eso, entre otras funciones, estaban mi madre y sus compañeros, para organizar. Delante del enorme lienzo blanco había un escenario de metro y medio de alto, profundo y espacioso, en consonancia con la sala. Las butacas eran de plástico, unidas a una estructura metálica anclada al suelo. Eran endebles, a nada que un niño inquieto se balancease contra el respaldo, originaba que todo el que estuviese sentado en esa misma fila se meciese al son de los impulsos. Como es evidente, los asientos estaban sujetos con tornillos, pero, además, tenían unos refuerzos de plástico del tamaño de un paquete de tabaco que se podían deslizar por las guías metálicas y desencajarlos con facilidad. De aquí que se fueran a convertir, esa tarde, en protagonistas. Como aperitivo, algunos adolescentes, a espaldas de Adela y del otro integrante de la asociación de vecinos, se los pasaron como si fuesen pelotas de béisbol. Este comportamiento no era nuevo, pues solía darse de vez en cuando, con lo que los adultos también tenían que ocuparse de controlar a los agitadores.
Unos minutos después, la iluminación continuaba apagada. Jonás, que regresaba de los aseos de su tercera micción consecutiva, me llamó la atención con el codo para que me fijara en el techo. El proyector permanecía activado, disparando su rayo azul, delatando algún que otro vuelo de estos apliques de plástico. Los de mayor edad comenzaron a desesperarse, y contra más tiempo transcurría sin que retornase la película, más refuerzos sobrevolaban la sala, algunos aterrizando en el suelo, pero muchos otros golpeando cabezas y caras. Entre los alborotadores había tres en especial que se empleaban despiadadamente. Se trataban del Chincheta y sus secuaces, el Tanque y el Pico, motes por los que se hacían llamar; unos adolescentes que día sí y día también abusaban de los más débiles en la escuela y en las calles. Estos no se conformaban con lanzar los refuerzos de plástico hacia el techo para que dibujaran parábolas entre el fondo oscuro y la irradiación azulada como hacía la mayoría, sino que se esforzaban por utilizar las testas de los más incautos como dianas.
Esto derivó en un bombardeo de todos contra todos que se prolongó durante varios minutos. Adela y sus compañeros encendieron las luces e intentaron contener la batalla. Los más pequeños nos protegíamos como podíamos y algunos berreaban asustados. Si bien es verdad que a las niñas se las respetaba, éstas también tomaron sus precauciones.
Ni que decir tiene que la sesión se suspendió. Si ya de por sí, la escaramuza era razón suficiente, más tarde me enteré que el cinematógrafo se había averiado. Pero la auténtica pesadilla estaba aún por llegar, al menos para mi madre y para mí. En la asociación de vecinos tenían la costumbre de rotar los puestos cada fin de semana, y en esta ocasión, la encargada de la taquilla había sido mi progenitora. Así pues, cuando Adela y yo recorríamos las calles para regresar a casa, un grupo de adolescentes encabezados por el Chincheta, el Pico y el Tanque, tal vez creyendo que llevaba la recaudación encima, la exigieron que, ya que no emitían la película, les devolviera el dinero que habían pagado. Mi madre adujo que no podía tomar semejante decisión por sí sola. Esto no pareció importarles, puesto que, como medida de presión, comenzaron a perseguirnos.
Tengo grabado en la memoria, como uno de esos acontecimientos trascendentales en la vida de cada uno, la imagen de una tropa formada por quince o veinte muchachos que, o bien aparecía a nuestra espalda, o bien rodeaba un edificio para sorprendernos de frente o, incluso, correteaba y daba saltos a nuestro alrededor. Por añadidura, los adolescentes nos acusaban de ladrones, les informaban a su modo a todo transeúnte que se cruzaba con el espectáculo y, por si fuera poco, nos arrojaban improperios. Me interpuse varias veces entre ellos y mi madre, encarándome con el Chincheta y sus secuaces, pero Adela me escondió detrás de ella, y ante sus desplantes, les reprendió. Los adultos con los que coincidíamos contemplaban lo que ocurría sin intervenir. De entre estos, los más jóvenes se reían, en cambio, los veteranos desaprobaban la disputa con gestos de negación. Así las cosas, Adela estuvo llorando el resto de la tarde, acurrucada en la cama. No fui capaz con mis caricias y monerías de levantarle el ánimo.
Para colmo de males, muchos de los padres de los niños que habían asistido aquel domingo al Orión se quejaron y demandaron, por poca cantidad que fuese, lo desembolsado por sus hijos. Sea como fuere, no les faltaba razón para solicitar el pago de la entrada, con lo que la asociación de vecinos, hartos de soportar cada fin de semana los tumultos de los más rebeldes, se reunió tan sólo cuatro días después de la truncada sesión cinematográfica y decidió que, en vez de reparar el proyector y las butacas con la última recaudación, ésta se devolvería, aunque, como consecuencia, hubiese que cerrar el Orión. De este modo, todos quedaron satisfechos, aunque cada cual a su manera.
En cuanto a mí, a la mañana siguiente del infausto incidente, en el recreo, el Tanque se apoderó de mi cazadora y la metió en la taza del váter. El martes, éste y sus compinches me quitaron el bocadillo y las monedas que tenía para telefonear a Adela por si se daba alguna urgencia. El miércoles me arrinconaron en un callejón cuando volvía a casa y me propinaron bofetadas hasta que me obligaron a arrodillarme y a pedirles perdón porque mi madre les había robado. Más o menos, mejor o peor, se cuidaron de que ni los profesores ni ningún adulto advirtieran sus abusos. No contentos con sus vilezas, me amenazaron si las desvelaba. A decir verdad, no les hacía falta avisarme de lo que me podría suceder si lo contaba, porque había optado por silenciarme por mí mismo. Y es que las lágrimas de Adela me habían penetrado en la conciencia de tal forma, que hubiese resistido cualquier maltrato con tal de que no derramara más.
El jueves me hice el enfermo y falté a clase. El viernes, como don Gregorio, el médico que venía a casa, insinuó que me había tomado una jornada de vacaciones por mi propia voluntad, regresé a la escuela. En el recreo, acompañado de Jonás, procuré no dejarme ver, aun así, el trío de abusadores me localizó a la entrada del aula. En un arrebato, les propuse que peleáramos por la tarde, aprovechando que no había horas lectivas. Lógicamente, aceptaron. Nos citamos en la zona accesible de la vía del tren y se marcharon entre carcajadas, chocando sus sucias manos. Como era de esperar, Jonás me ofreció su apoyo, pero lo rechacé, era algo que debía hacer por mí mismo. Eso sí, le pedí su orina.
Llegada la hora, me adentré con determinación por el camino de tierra que me llevaría hasta la vía. Estaba dispuesto a vengarme de sus ultrajes, sobre todo, de las lágrimas que le habían arrancado a Adela, y ya puesto, hasta de que nos hubiesen arrebatado aquellos sábados y domingos mágicos. En las inmediaciones de los raíles no había construcciones, como tampoco había personas que pudieran preocuparse por un niño temerario como era yo, sólo existían árboles y vegetación. Escuché risotadas provenientes de algún lugar no muy lejano, unos pasos más allá percibí olor a humo de tabaco. Las manos se me habían humedecido y me temblaban. La bolsa de supermercado que portaba se me resbalaba de entre los dedos cada dos por tres. Una vez hube atravesado el sendero, me topé con el Chincheta, el Tanque y el Pico, que me esperaban al otro lado de los raíles. En cuanto me vieron, se miraron entre ellos con cierto asombro. El Chincheta frunció el entrecejo y lanzó con vehemencia los restos de un cigarrillo hacia un matojo, como si desease que se prendiera.
—Eres un renacuajo muy valiente —dijo, a continuación cruzó la vía y me asestó un puñetazo en el estómago que provocó que me doblara sobre la grava que cobijaba los raíles —. Porque me das pena, si no…, mierdaniño. Vámonos.
El Pico me arrancó la bolsa de la mano y se internaron por el camino. Entre la punzada que me abrasaba el vientre y las piedras hincándose en mis rodillas, pude distinguir sus voces.
—Demasié, tíos, un bocata y una litrona fresquita, el canijo ya me cae dabuti.
—Mierdaniño, anda que se cuida mal, pasa la birra.
Antes de que se alejaran demasiado, escuché sus carcajadas. Satisfecho, me incorporé sujetándome el abdomen y bordeé la vía hasta encontrar el siguiente acceso que me devolviera al barrio.
¡Muy bueno, Aitor!
Muchas gracias, Iván.