Han pasado más de veinte años, así que si hay algo de hiriente en esta confesión imagino que ya se puede considerar prescrito: no me gustó nada esa película. Jugársela con un clásico de esa envergadura es difícil, no lo niego, y más tratándose de una historia tan manida y, lo que es peor, tan reducida casi siempre a una interpretación simplista por mor de un concepto viciado del romanticismo.
Ya desde el título, “Romeo + Juliet”. ¡Guau! ¡Qué dechado de modernidad en aquella era precibernética! Sí, te voy a dar la razón en lo que estás pensando, me pongo muy gilipollas cuando tiro de sarcasmo pero es que a veces es la única manera de hacerte entender las cosas. Solo me falta cantarte aquello de que no, no somos ni Romeo ni Julieta. La de Jeannette. Espera, ¿Jeannette? Jeannette no, Karina, ya me parecía. Bendita Wikipedia. Ves, aquel año me hubiera tocado preguntarle a mi madre de quién era esa canción, o me lo habrías corregido tú, con esas reacciones magistrales que te daban, que parecía que me estuvieras lanzando pastelazos en la cara, como si fuera una payasa, en el sentido más estrictamente profesional del término. Pues eso, que ni somos ni fuimos Romeo ni Julieta. No nos engañemos, ni siquiera llegamos al nivel de los protagonistas del “Don’t stop believing” de Journey. Como mucho, no quiero ser tampoco tan pesimista ni echar por tierra tantos años juntos, nos quedamos en esa pareja de la que hablaba Alice Cooper (que ya sé que es un hombre que en realidad se llama Vincent Fournier, antes de que te lances a aportar el dato) en “You and me”, compartiendo palomitas, sofá, cama y televisión. Porque ese día, cada uno tenía sus propias palomitas. Te empeñaste en invitarme, claro, no fuera a ser que pusiera en duda tu hombría o tu galantería, pero cada uno cogimos nuestra parte en sendos recipientes de esos que cartón que cuando se vacían tienen grasa como para freír un tiranosaurio.
Para que veas que intento ser ecuánime, no te culpo de esa división alimentaria. Ya desde aquella época, las salas de cine han habilitado esos asientos con habitáculos individuales para depositar los refrescos y las palomitas, lo que hace que si se quiere compartir, una de las dos personas tenga que hacer torsiones poco compatibles con el disfrute del visionado. Mira, ahí te dejo una idea, tú que tanto te quejas de que en el mundo de los negocios está todo inventado: salas de cine con zonas para parejas y con zonas individuales. Habría que plantearse también la zona para familias pero vaya, eso lo dejo a tu criterio, que algo tendrás que aportar tú, no te lo voy a dar todo hecho. Claro, lo de las zonas para parejas hay que perfilarlo, porque aunque es cierto que la mayoría van en modo «cariñitos», a ver la película y si acaso rozarse un poco la mano, otras, sobre todo adolescentes, van a sobetearse casi hasta la exploración médica y a darse morreos que en algún caso llegan a sonar como un fregadero desatascándose. es más, me da la impresión de que aquel día yo iba a ver la película y tú pensando en que antes de que terminara nuestras lenguas estarían ejecutando tirabuzones como si fueran una pareja de natación sincronizada. Ya viste que no, que hubo que esperar un tiempo a que eso pasara. Sí, me lo reprochaste pasado cierto tiempo, que eras una bomba de hormonas, que la sensación cuando uno se queda con la gana es incómoda, ¡a ver si te crees que yo me volatilicé de los once a los veinte años! Las cosas llegan cuando tienen que hacerlo y, si no, no merece la pena que lo hagan.
Total, que el caso es que vimos la película entera, aunque si hubiera sabido cómo era a lo mejor hasta habría optado por ceder ante tu mendicidad de arrumacos. Una especie de adaptación del enfrentamiento clásico entre Capuletos y Montescos, basado en este caso en corruptelas policiales y de bandas rivales en Miami. Vaya, como pasar hora y media en un vídeo arcaico de reggaetón (creo que se escribe así, con tilde pero la RAE aún no se ha pronunciado), aunque con mayor calidad actoral y menos destape. Porque, mira, en eso me terminaste por dar la razón pasado el tiempo: Leonardo DiCaprio era buen actor, más allá de su belleza y su aspecto aniñado. Sí, tu réplica a eso es que se ha puesto hecho un oso pardo. Ves que te cito literalmente, ya que me niego a emplear la palabra “fofisano”. La gente engorda y adelgaza. Nosotros también. Sí, NOSOTROS, me incluyo. Reconozco que en estos últimos años es como si tuviera un chaleco salvavidas bajo mi piel y alguien hubiera tirado de la anilla provocando que se inflara automáticamente. ¿Y qué? Te lo repito, bueno, te lo repite Karina: no somos ni Romeo ni Julieta. Romeo y Julieta, Leonardo DiCaprio y Claire Danes (sí, este nombre también lo he mirado en la Wikipedia) permanecen inalterables en deuvedés y Blue-Rays, con su candor adolescente, su relación proscrita y su muerte absurda tras alguna escena delirante. Nosotros mutamos, como bien supo reflejar el maestro Shakespeare en otras obras no tan profanadas como esta. El tiempo tiene carriles sellados, en los que está prohibido el cambio de sentido. Se trata de saber adaptarse a las circunstancias, al resto de la circulación y a nuestros propios impulsos para disfrutar de la mejor travesía posible.
Por eso debes entender que ni tú, no-Romeo, ni yo, no-Julieta, debemos sacrificarnos de un modo tan incomprensible como el de los personajes de la película. Es nuestro amor, que lo hubo y no puedo ni quiero negarlo, el que yace muerto, envenenado por una pócima a la que ambos hemos ido añadiendo ingredientes durante todos estos años. Por favor, no seamos Romeo ni Julieta. El rótulo de “THE END” ya se desvaneció de la pantalla hace tiempo. Toca cambiar de película.
*Este relato es FICCIÓN y así debe entenderse.
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