José Manuel Quesada, soñador donde los haya, después de un periodo trabajando, le gustaba gastar su dinero en los pequeños placeres y caprichos de la vida. Una vez que reunió el dinero suficiente, se compró un proyector profesional, como a él le gustaba decir.
Entonces montó una improvisada sala de cine en el garaje familiar, y se dedicó a coger en alquiler películas antiguas, de las decadentes distribuidoras locales. Recuerdo que iba allá donde le recomendaban, normalmente establecimientos donde operaban pequeñas distribuidoras, que alquilaban películas que ya estaban fuera del circuito comercial.
Ya por entonces estaba tomando fuerza los vídeo clubs, pero imagino que lo del proyector de cine era una vieja ilusión de José Manuel y de ahí su adquisición.
Una vez reunió a toda la chiquillería de la calle para ver una película de kárate, pero por error, el amigo José Manuel puso un rollo de una película X subida de tono, que él había traído para disfrutarla en la intimidad. Estaba protagonizada por Ágata Lys, y pertenecía a la etapa del destape del cine español.
Los esfuerzos de aquel hombre intentando abrirse paso entre la chiquillería para parar la proyección eran dignos de ver.
Como había invitado a la sesión a toda la calle, quiso el diablo que su tía Carmelita apareciera en ese momento. Al ver la escena se le salieron los ojos de las orbitas, mientras le decía:
—¿Pero qué haces hijo-el-diablo? ¿Tú estás loco desgraciado? ¿No ves a los chiquillos?
No sabiendo muy bien a qué atender, por fin pudo desenchufar el proyector ante las quejas y abucheos de la chiquillería.
Pronto, como todos los caprichos, el proyector quedó olvidado.
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Otras de mis experiencias cinematográficas la tuve cuando estando en la escuela se organizó un viaje a la capital para ver la película Jesús de Nazaret dirigida por Franco Zeffirelli. La película constaba de dos partes y se había programado la excursión para ver las dos el mismo día; pero había un inconveniente. La primera se proyectaba en el Sol Cinema, en ciudad alta, y la segunda en el cine Cuyás.
Cuando llegamos a la primera sala, la cola era impresionante, pues era el día de estreno. La multitud no hacía más que empujar, intentando primero sacar las entradas y luego pasar y apoderarse de una butaca. En un momento determinado, a la chica que estaba delante de mí se le cayó el bolso, era uno de esos pequeños que se llevan bajo el sobaco. Al agacharse a cogerlo —dispuesta a asfixiarse— dejó su zona genital presionando la mía. En ese momento recibí un empujón por detrás que me acercó más a ella todavía; cuando esta consiguió salir de su embarazosa posición, se giró hacia mí roja como un tomate; no sé si porque estaba medio asfixiada, furiosa o avergonzada. Intentó recriminarme tan accidental acercamiento; pero inmediatamente reaccionó, entendiendo que yo no tenía ninguna culpa de lo ocurrido.
De la película no recordaba mucho, porque encima llegamos con retraso al pase de la segunda parte.
Al cabo de los años la he podido ver completa; pero esta vez cómodamente sentado en casa. Aunque una de nuestras diversiones era ir al cine, normalmente en la sesión de las cinco de la tarde. Al salir comprábamos un dulce o un cono de papas locas y paseábamos por la plaza del pueblo.
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La experiencia más divertida que he vivido en una sala de cine fue precisamente en el pueblo, cuando fui con mi novia a ver la primera película en tres dimensiones que se estrenó en el desaparecido cine Unión. Desde que lo habían comprado los dueños de los cines Cuyás y el Sol Cinema, la cartelera había mejorado mucho. La película en cuestión era Tiburón.
Tuvimos que comprarnos las gafas polarizadas. Todavía recuerdo la cara de Enriquito, el acomodador, que no podía evitar reírse al vernos con aquellas ridículas gafas.
Nada más empezar la película había una escena en la que uno de los actores iba al servicio a evacuar aguas mayores. Tan pronto se puso a la faena, empezó a llegarnos un tufillo, no era exactamente el correspondiente a la actividad que estaba realizando el actor, más bien era como un olor a queso viejo. Entonces, sin poder aguantar la risa susurré:
—El efecto 3D es algo exagerado, pero lo del olor me ha sorprendido, aunque aún no lo tienen logrado del todo.
En ese momento, un grupo de muchachos de las medianías, que se sentaban en la fila delantera, iniciaron una conversación:
—¡Ñoss! ¡Qué peste tú!
—Cállate, soy yo, me quité los zapatos porque me aprietan.
—¡Chacho! ¡No seas guarro! ¡Póntelos que nos asfixias!
—¡Vale, vale! ¡Ya está! Es que había olvidado quitarle los cartones a los zapatos.
Tuvimos juerga para el resto de la película. En realidad, no recuerdo mucho más de la misma.
*Este relato es FICCIÓN y así debe entenderse.
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