Poníamos la mano en la boca y la quitábamos de forma intermitente y muy rápida para imitar el grito que hacían lo indios, cuando iban a asaltar al séptimo de caballería.
Casi siempre ejercía de blanco me gustaba cerrar los puños, y colocar el dedo índice y el pulgar de tal forma que simulara una pistola. Con ella apuntaba a los sioux escondida tras la roca y hacia un sonido parecido a “Tañón” “Tañón” al tiempo que esquivaba las flechas. Cuando atrapábamos alguno de los indios, los atábamos con cuerdas a los árboles, y hacíamos una hoguera imaginaria para pasar la noche hasta llevarlos al fuerte, eso sí con alguno de nosotros haciendo guardia. Al amanecer el café colado con agua hirviendo, nos despertaba los sentidos.
No siempre era tan fácil, cuando alguno de los sioux galopaba veloz hacia nosotros y lograba cogernos, nos cortaba la cabellera con apenas un solo movimiento de cuchillo, era terrible el dolor de cabeza que aquella depilación imaginaria daba.
Una tarde de fuertes enfrentamientos, conseguimos atrapar a la mujer del jefe indio. Para que no la encontraran la escondimos en un barril y la cubrimos con una tapadera de una garrafa.
El gran jefe intentó rescatarla y lo apresamos atándolo con un nudo corredizo al cuello.
En una de las emboscadas en la que fuimos derrotados, por otra tribu de sioux. Destrozaron nuestro campamento y cortaron la cuerda que apretaba peligrosamente el cuello del gran jefe.
Imaginaos la bronca que le cayó al teniente de caballería.
Para evitar males mayores tuvimos que soltar a la mujer sioux.
Lo que no confesó nunca el séptimo de caballería era porqué la pobre chica tenía el pelo rojizo.
Sumergirnos en aventuras como esta, era una forma de plasmar la admiración que sentíamos por aquellas tardes de cine.
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