Ellos, él,.. y en medio: yo. Éramos falsas paralelas huyendo, al unísono, hacia un punto en el infinito en el que tarde o temprano convergeríamos. Nunca dudamos de ello. Hoy es ese día en el que aquel punto blanco inicial, que habitaba en una lejanía inimaginable, se completa de negro. Al incidir sobre él esas falsas paralelas que llevan vagando su trayectoria, durante años, en el vacío de su más absurda existencia: la individual. Hoy. Hoy es ayer, pero tan consumido de tiempo que carece de margen para albergar ninguna dilación, ningún margen de error. Ayer se ha hecho, por fin, hoy.
Me enviaron a buscarle y como no podía ser de otra manera, le encontré; o en realidad: él se dejó encontrar. Porque todo punto en fuga sabe que para ser paralela debe ser perseguida, en el plano, por otro punto en fuga. Yo fui el último en llegar, en encontrarle. Ellos y él, sabían que lo lograría. El punto habría quedado incompleto sin mi presencia, y así, cuando le vi, supe que el viaje había llegado a su fin. Me costó asimilarlo. Pero ahora comenzaría lo más importante: el acto final. No sin antes experimentar la conversión que él me tenía preparada. La ceremonia de comprensión absoluta: el efecto Camboya.
Me recibió ausente y oculto, ayudado por la cohorte de adeptos y acólitos que, como una turbamulta, le precedían siempre formando un enjambre se seres sucios desarrapados, anémicos y anómicos. Y sin embargo eficaces siempre en su cometido…fuera el que fuera. Sus adeptos , uno por uno ,por separado, representaban algún rasgo de él, lo supe al final tras saborear su presencia como quien cura una herida abierta con vodka y un filo de cuchillo candente aproximándose lentamente a ella. El espanto asociado al dolor de dicha cura nunca era superior al miedo que suscitaba mirarle a la cara. Su rostro poseía mil rostros, mil gestos, mil pausas, de miles de vidas consumidas. Y en cada gesto detenido, una comprensión sublime que trasciende toda lógica y toda razón occidental. Pero me adelanto con prisas, ¡sí! por hablar de él. Porque ninguno de nosotros le conoció sin haber pasado por el efecto Camboya. Ese regalo de misericordia que tenía guardado ¡siempre! a la espera, como una hirviente olla de sopa, tras una larga caminata por un bosque lluvioso. Su clarividencia se postraba, como un buda sedente, más allá del placer y del dolor. Ese era parte de su mensaje. Sin embargo el proceso de adaptación siempre comenzaba con un rito contundente. En mi caso consistió en sentarme con la cabeza, la espalda y las muñecas atadas a un palo de madera y en obligarme a presenciar cómo decapitaban a mi único compañero de viaje. Amordazado como estaba, mi lamento en forma de gruñido rebotó como un eco animal en mitad de la jungla. Algunos monos aulladores, confundidos, respondieron a mi llamada. Fue lo único que alcancé a decir hasta mi segunda semana de estancia allí. La decapitación produjo en mí una avalancha inconmensurable de sentimientos contradictorios: de rabia y alegría, de odio y de compasión, de asco y de hambre. Durante días siempre que cerraba los ojos, visualizaba los detalles del cuello seccionado y el gesto contraído y aún vivo de la cabeza de mi amigo mientras caía y rodaba por el suelo. Cuando rodó por el barro fangoso, éste quedó bañado de un color rojo vino tinto, que seguiría recordando siempre al comer carne poco hecha en las barbacoas. Todo el proceso fue acompañado de una tamborrada frenética de fondo que, in crescendo, se detuvo en seco cuando la cabeza se separó del cuerpo. Supongo que me desmayé porque aún hoy no alcanzo a recordar cómo me desperté dentro de aquella jaula de cañas de bambú, que sería mi hogar durante días. Así comenzó el efecto Camboya.
La primera fase de aquel horrible proceso consiste en la privación casi absoluta de todo: comida, bebida, sueño… conversación. De modo que durante largos días nunca supe el orden como se iban a satisfacer mis necesidades más básicas. En ese contexto, todo entrenamiento previo falla, se torna inútil, porque el cuerpo llevado al extremo de sus necesidades, se convierte en tirano de sí mismo y la voluntad poco a poco se resquebraja allí donde uno menos se lo espera: arrancas a llorar, a suplicar, te orinas encima, te abandonas trascendiendo toda consecuencia.
Además la jaula se halla a la intemperie, a la vista de todos los que por allí merodean y uno se encuentra accesible a los caprichos de cualquier ser: un ser humano o la más insidiosa de las moscas. Aun así esas insidias son males menores.
El primer día decides luchar, te crees capaz de soportar todo lo que venga. Vana ilusión. Cada vez que logras un mínimo autodominio te lo desbarata un dolor provocado con toda intención. La primera vez que cabeceé por sueño me pincharon con una lanceta en la cadera: el dolor te provoca tal espasmo que te yergues con una intensidad inédita que logra que te asombres de la reacción de tu propio cuerpo. E intentas que se te grabe en la memoria este mensaje: ¡no te duermas! , pero tu cuerpo manda sobre tu voluntad. Llovieron sobre mí docenas de avisos similares. Incluso una vez percibí, alrededor de la jaula, risas infantiles, debían de ser los hijos de los tamiles se reían ,con alborozo, de mí. Alguno de ellos me lanzaban piedras. Poco a poco te resignas a no dormir como si eso fuese posible…y la voluntad comienza a reblandecerse como un trozo de manteca dentro del abrasador horno del dolor inevitable.
Han pasado dos días sin beber y la boca parece llena de arena. La cabeza se llena de vértigos y mareos que provocan un estado cercano al delirio, es imposible sostener la propia cabeza. La percepción de la realidad comienza a ralentizarse y a llenarse por completo de ráfagas, de recuerdos y remordimientos sobre uno mismo. ¿Me dejarán morir así?
Entonces alguien te acerca un trapo impregnado de agua a los labios y al contacto lo chupas con una devoción maniática, pero…no. No es agua, es Rượu đế. El cuerpo dará perfectamente cuenta de su graduación.
Gracias a todo ese proceso el tiempo se va ralentizando aún más, envuelto en ráfagas de atención oscilante: el dolor del cuerpo, las imágenes mentales, los recuerdos, la voz mental interior se va derritiendo hasta que camina, vacía, por sí misma. El yo se diluye.
Al tercer día te aproximan algo de comer a la boca, comes con una desesperación canina, apena masticas, apenas saboreas. Para cuando tragas, ya no te importa que haya veneno o droga en esa vianda.
Llega un momento que ya no sabes cuántos días llevas allí encerrado. Y así, una noche sucede algo especial: en mitad del silencio del poblado surge una presencia inmensa y radiante que merodea a través de la oscuridad nocturna más opaca. Podría ser una alimaña cualquiera, un jaguar…pero no: es “El“. Ha venido a verte, camina como un maestro de tai-chi. Se acerca sigiloso, paciente, sin decir nada. Observa. Conoce las fases del proceso, sabe en qué punto mental te hayas. Mira impávido con una seriedad hierática. Se dibuja la sonrisa de Buda en sus labios. Se marcha. Dejas de sentir su presencia y entonces, en ese momento, sabes que eres de su propiedad.
Un día sin previo aviso abren la jaula te desatan, te desplomas en los brazos de quienes te han enjaulado y cuando te levantan entre varios, en silencio, surge en tu mente un clamor gigantesco de euforia: ¡has sobrevivido!, ¡no te han dejado morir!..¡Gracias compañeros, hermanos míos! ¡Os amo!
Deja un comentario