Un DS-19 negro se detiene pausadamente en la puerta del hotel Carlton. El portero abre la puerta trasera derecha para que descienda una dama elegantemente vestida. Es mayo de 1962 y la ciudad ya está preparada para celebrar una nueva edición de su festival de cine. Con una elegancia indescriptible la mujer emerge del interior del Citroën, resaltando su vestido color marfil con la carrocería del automóvil. Ligera como una brisa se adentra en el edificio.
En el bar del hotel, la mujer mira a su alrededor sin que parezca que esté buscando a alguien en concreto, como si se deleitase en admirar la decoración de las paredes y no prestase ninguna atención a los presentes. Al cabo de unos segundos, se encamina sutilmente hacía una mesita baja con dos sillones, junto a uno de los ventanales que dan a la fachada principal del hotel. En el sillón más cercano se vislumbra, por encima del respaldo, una cabeza con un peinado masculino. Cuando está a su altura, antes de que el propietario de dicha cabeza haga el más mínimo gesto, se agacha y le susurra al oído— no es muy inteligente elegir este lugar, desde el que estás a su merced.
—Te equivocas —le dice en el mismo tono girando ligeramente la cabeza, mientras su mano derecha señala hacia una lampara muy pulida que desde ese punto refleja por completo la habitación. A continuación le ofrece, con un gesto de esa misma mano, el sillón situado al otro lado de la mesa.
La elegante dama se sienta, con un ligero movimiento, en el borde del otro sillón colocando el pequeño bolso de mano sobre las rodillas. El hombre se inclina ligeramente hacia delante, sin perder de vista los movimientos del resto de la sala.
—¿Es seguro que hablemos aquí? —susurra ella en un tono en el limite de lo audible por su interlocutor y casi sin mover sus preciosos labios resaltados en un tono ligeramente rojizo.
—Es el mejor sitio, es más fácil encontrarte con Fantômas que con un gendarme —dice recostándose en el asiento— y aun más difícil con ellos.
—Supondrás porque te he estado buscando.
—Sí, y más con la puesta en escena.
—Que querías que apareciese con un 2cv destartalado.
Se sonríe levemente— es posible que el portero te hubiese echado con cajas destempladas. Vamos al grano, ya se que si después de tantos años os dignáis a venir a verme, es que las cosas no están muy bien.
—Tienes razón, nos comportamos como unos críos, y ahora me han enviado a suplicarte que nos ayudes.
—¿Saben Albert y Edouard que has venido?
—No, no lo saben, ni hace falta que lo sepan —. La mujer hace una breve pausa sin cambiar el semblante serio y añade— están muertos.
El hombre parpadea lentamente, intentando asimilar la noticia. Intuía que la situación era desesperada para usar a su Sophie como contacto, pero no tanto. Albert y Edouard eran los mejores, nunca había podido admitir que les envidiaba, habían superado al maestro con creces y habían sido capaces de cometer la insolencia de engañarle, robandole su más preciado tesoro, ese que ahora le estaba suplicando con su mirada que les ayudase.
La mujer empezaba a denotar nerviosismo, no paraba de mirar en todas direcciones, empezaba apretar compulsivamente el bolso mientras el hombre se decidía a volver a hablar.
—Sophie, lo siento mucho. Se que estabais muy…
Le interrumpe —no hace falta que sigas. Cada segundo que perdemos juega en nuestra contra. Necesitamos una respuesta. ¿Nos ayudas o no?— y empieza a hacer ademan de levantarse.
Un leve gesto de la mano del hombre hace que Sophie, vuelva a su posición anterior. —Lo haré pero ahora soy yo el que vuelve a poner las reglas. ¿Entendido?— dice el hombre en un tono ligero y autoritario que casi no deja opción de replica.
Ella asiente levemente, empieza a hablar con un tono de voz mucho más bajo de antes y habiendo perdido el aplomo con el que llegó —sabíamos que dirías esto, después de lo ocurrido. Por eso traigo…— empieza el ademan de abrir el bolso, cuando la mano de él suavemente se posa sobre las suyas impidiéndole continuar.
—Aquí no —dice mientras con la otra mano hace un gesto al camarero.
Permanecen en silencio, él con las manos de ella bajo de la suya, mientras esperan al camarero. En cuanto le ve acercarse, saca la cartera para pagar el café que tenía sobre la mesita. Al marcharse el camarero añade, —ya podemos irnos, intenta recuperar la elegancia con la que entraste dejando a todos enamorados.
Se levantan tranquilamente, como si realmente tuviesen todo el tiempo del mundo y se dirigen hacia la puerta del bar como si aun fuesen el padre y la hija que nunca debieron dejar de ser.
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