La película comenzó. Octavio, acomodado en el asiento del cine, no preciso de su astucia de investigador para comprender quién era ese niño de una palidez enfermiza. Ante la proyección de las primeras secuencias, sintió que, con solo alargar la mano, podría tocar a aquel niño. Iba desnudo de cintura para abajo, sin ropa interior, vestido únicamente con una camisa. Asustado, apartó el pie de la butaca delantera. Se inclinó hacia delante sin saber si cerrar los ojos o mantenerlos pendientes de la imagen del niño oculto en la leñera. No había ninguna duda. Aquella era su antigua casa, y él, sin parpadear, fisgaba el primer adulterio entre las láminas huecas de la trampilla.
Octavio se mantuvo como un mochuelo en la rama del árbol, totalmente inmóvil, en el borde del asiento. La curiosidad pudo más que su rechazo. Ahora quizás saliera Paula. La había conocido antes de venir a Madrid. Pero, entre la niebla, surgía la silueta de un edificio. No tardó en reconocer la estación del Mediodía y a un joven que arrastraba una maleta muy vieja. Una maleta con las esquinas deformadas y hebillas de cuero. Aunque no podía ver su interior, Octavio supo que en ella viajaban un montón de libros usados. Aún recordaba sus tonos amarillentos. Consiguió plaza para estudiar en la Academia de Detectives, aunque la escuela aún no aparecía. Solo la fachada puntiaguda, con un letrero de Cinema Avenida, y una niña con trenzas de ochos le daba la mano y en la penumbra de la sala le permitía que desatara sus bucles y, con una sonrisa cómplice, le llamaba «búho».
Las imágenes de un joven con el flequillo en la cara, estudiando en la pensión, no le atrajeron demasiado. Se inclinó hacia su americana y, a punto de irse, pensó qué podría tener de original una vida como la suya en la que solo había trabajado miles de horas sentado en el coche, limándose las uñas con la navaja multiusos, en espera de sorprender al marido estafador, a la mujer adúltera. Pero no se decidía a irse. La pantalla proyectó la imagen de un sótano en un edificio del centro y, a continuación, la de una mujer a la que seguía queriendo, aunque desde tiempo atrás la rutina, las comidas en silencio, los fines de semana sin planes comunes. Ni siquiera ir al cine.
Octavio la espera en el parque. Aquella tarde en que Paula no se presentó y pasó toda la tarde en un banco mirando a lo lejos el campanario de la torre, mientras con un palo dibujaba líneas en la arena. Ni siquiera había inventado una excusa para justificar su ausencia. Y de nuevo el sótano con un calendario de Humphrey Bogart, el poster de La naranja mecánica, y luego los cuadros que Paula eligió; en la escena siguiente, su mujer estaba distribuyendo los naipes para jugar un solitario en la mesa del comedor.
Reparó en que las tres filas delanteras de la sala seguían estando libres. Y a su espalda, creyó oír ciertas risas. No las soportaba. Y un bisbiseo de voces al silenciarse el sonido. Él, que antes de tomar asiento había comprobado que la butaca trasera estuviese vacía, pensó que eran las dos ancianas sentadas detrás, a su derecha, quienes cuchicheaban y se reían como dos cacatúas. En aquel momento no podía volverse, ni siquiera preguntar en voz alta de qué narices se reían. La intriga se apoderó de él, o tal vez no fuese intriga, sino una sensación tan excitante como penosa la que le hizo ajustarse las gafas de cartulina. Paula se asomaba en el mirador de casa y, en la cristalera de enfrente, su vecino, el profesor Colbert, hizo lo mismo.
Y luego la famosa cena. Octavio reconoció las fuentes de ensalada, los surtidos de quesos y patés, igual que si estuvieran allí mismo; la mesa desplegada en el comedor, como si fueran ciento y la madre, y Paula, trinchando el cerdo y después el cabrito. Anticipándose, Octavio oía las risas, las carcajadas crueles de los espectadores que se desatarían en cuanto él acercara el plato a su mujer y le pidiese cabrito. «No, cochinillo está bien», dijo el profesor Colbert, con gestos profesionales, desplegando la servilleta y anudándosela en el cuello mientras hablaba de epistemología y nombraba filósofos que Octavio nunca había oído. Tal vez la voz de Colbert impediría que se escuchara la suya. Pero no fue así. «Cariño, si no te molesta, yo prefiero cabrito», y luego, él como siempre tan educado, dirigiéndose a Colbert: «El cochinillo, ¿sabe usted? me da ardor de estómago», y las risas desenfrenadas que imposibilitaron a Octavio oírse a sí mismo pidiéndole a Colbert que prosiguiera su interesante razonamiento.
Se llevó la mano a la boca. Y contempló la siguiente escena, ambientada con música de violín que no aminoró el fastidio de las risas; de vez en cuando una voz o un relincho y alguien se contagiaba allí al fondo, en el gallinero. No le había parecido que hubiera tanta gente en el cine. Ahora, recostado en la cama, quería convencer a Paula para ir al teatro, al cine, salir a divertirse como antes. Y ella, camino del cuarto de baño, se negó: el cine le aburría soberanamente, pero la cena con Colbert había resultado muy divertida. Nunca, ni siquiera cuando era niña, aprendió tantas curiosidades en una sola tarde.
Otro aluvión de risotadas. Los enormes ojos de Octavio se nublaron. Cada vez se veía más confuso ante la mesa metálica del gabinete, con el puño sobre su mentón redondeado, escuchando con atención a su clientela, asintiendo como un verdadero profesional, con aquella seriedad rigurosa ante cualquier confesión, jamás una mueca de burla ni la más mínima broma que pudiera importunarlos. Excepto con aquella mujer excéntrica, no se acordaba de su nombre, que con un perfil desdibujado vislumbró ahora y ella le contestó que Cecilia Álvarez, entre el humo disperso de una pipa de bronce. Cecilia que creía engañar, pero la engañada era ella.
Aquella fue su investigación más reciente. Y Octavio supo que se acercaba el final, cuando en la pantalla aparecieron las filas de entrada a los cines, y él, entretenido y ausente, ante el cartel de «Detective a medianoche», cortando con la navaja la hebra de un botón que el verdadero Octavio ya se había guardado en el bolsillo. El Octavio adelantado comprobó que a su espalda el asiento estuviera libre, tan solo dos viejecitas a su derecha. Las viejecitas siempre son inofensivas y en Octavio se proyectó su propia ridiculez tras las gafas de cartulina; sin saber qué pensar, qué hacer, adónde ir. Una nebulosa que ahora se ha disipado, al girarse en la pantalla y descubrir a Paula sentada tras él, acurrucada en el hombro de Colbert, riéndose de él mismo, que ignora dónde está ya, si dentro o fuera, en una sala de proyección o en su propia vida. La realidad de la navaja que se abre, la ficción de darse la vuelta en el sitio, la histérica confusión de dos viejas que gritan mostrando sus dentaduras postizas, y en el respaldo de la butaca trasera el acero hundido, los títulos de crédito en el telón que Octavio ya no distingue. Repara en su pecho desnudo. Le falta un botón de la camisa.
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