Bajo una luna de invierno, entre rapaces nocturnas y las sombras de las alimañas siguió una senda a través de la sierra sur hasta llegar al mar. Allí la encontró durmiendo sobre la arena bajo las estrellas junto a una lumbre. La miró mientras dormía y supo que era un hombre feliz.
Comprendió que había elegido una vida lograda junto a una mujer que había unido su destino con el suyo.
Como casi todas las mañanas al despertar bebieron café y platicaron mirándose a los ojos. Seguidamente agarrados de la mano se adentraron en las aguas templadas del Pacífico.
La vida se había convertido en una aventura maravillosa, navegando por el espacio de todas las posibilidades no imaginables, con los vientos alisios a favor y guiados por fuerzas que no alcanzaban a descifrar.
De esta forma viviendo en una cabaña de madera en medio de una sierra milenaria y soleada habían seguido su propio camino, como cuando andaban por veredas entre pinos y matas, escuchando los susurros de los astros.
Allí se amaban, lejos del ruido, con el olor de los crisantemos al amanecer y de la hoguera a la caída del sol, con los sabores del té de hinojo, de las tortillas de maíz de Braulia, de la miel de tía Lucha, de los huevos de las gallinas camperas, de la leche de búlgaros, de los sabores de lo cocinado en el comal.
Frente a la espuma de las olas, se imaginaron siendo dos delfines plateados sumergiéndose en una brecha marina de gran profundidad, rodeados por las ballenas que navegan rumbo al sur de la tierra o dos mantarrayas saltando junto a los pescadores que regresan al amanecer a las rompientes de Punta Cometa.
En los atarcederes del invierno colgaban una tela de gabardina blanca de una viga de madera que atravesaba el interior de la cabaña y allí con una botella de combucha y tapados con una cobija de lana se abandonaban a las historias que un proyector y una bocina inundaban la estancia.
Una vez ella se levantó y caminó hacia la tela blanca y en una comunicación instantánea y no local desapareció de la champa para ir al encuentro de un guerrero español que había cambiado el casco de los descubridores por un penacho maya en las selvas de Yucatán.
En la media noche regresó a la cama junto a su hombre que dormía plácidamente mientras un tlacuache capturaba un aguacate de la despensa de la cocina de la cabaña.
En la noche siguiente él la esperaba desde siempre y para siempre en una cueva del cerro de San Miguel frente al Popocatepetl como habían acordado siendo niños. Finalmente se encontraron y besaron sus cuerpos salados como aquellos delfines de lomo azul que surcan todo el universo.
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