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«—Usted es Marlowe, ¿verdad?
—Sí, supongo que sí. —Consulté mi reloj de pulsera. Eran las seis y media de la mañana, que no es precisamente mi mejor momento.
—No se ponga impertinente conmigo, joven.
—Lo siento, señor Umney, pero no soy joven; soy viejo, estoy cansado y aún no he tomado una gota de café. ¿En qué puedo ayudarle?»
Playback. Raymond Chandler
El sonido de la lluvia comenzaba a sonar en el exterior. La agencia meteorológica no se había equivocado esta vez. Las gotas se deslizaban por el cristal como lo hacían las promesas incumplidas, lentas e inmutables.
Encendió su tercer cigarrillo de la mañana. Apenas eran las cinco y media y sus pulmones había recibido la dosis más que suficiente para desarrollar un cáncer y explotar un día, sin más. Apuró el café frío que reposaba desde hacía más de media hora sobre la mesa de la cocina. La estancia estaba a oscuras, tan solo iluminada por las luces del exterior que se colaban a través de la ventana. A pesar de vivir solo no le gustaba encender las luces. Siempre son una señal de existencia y a él le gustaba pasar desapercibido. Estar sin estar, ver sin ser visto, observar sin ser observado. Y desde luego un apartamento en pleno centro de la ciudad era el lugar perfecto para no existir.
El sonido de las primeras gotas comenzó a golpear con fuerza en su cabeza y en las ventanas del salón. En penumbras, encendió el portátil y buscó en Internet. La previsión era de lluvias intensas y vientos de hasta noventa kilómetros hora. Era trece. Era martes. Un día perfecto para que pasara cualquier cosa, como cualquier otro día de la semana, de cualquier mes. Qué más daba. Él adoraba el trece. Era su número.
Entre su dedos comenzó a humear el quinto cigarrillo de la mañana y no lograba dar en Internet con la calle que su nuevo cliente le señaló como el último domicilio conocido de su búsqueda. Probó cambiando de ciudad. El muy imbécil no añadió la cuidad exacta de ubicación de la calle. Lo cierto es que no era la primera vez que le pasaba. En su trabajo muchos daban por sentado ciertas cosas que no se aproximaban ni mínimamente a la realidad. ¡Cuánto daño habían hecho las historias de los Sam Spade y los Philip Marlowe en su profesión! Aquel halo de misterio, aquella porte de hombre seguro de sí mismo, incapaz de sonreír, arrogante que tiene todo bajo control, aquella imagen de detective solitario que cumplía con los encargos de acuerdo a su propio decálogo moral y a sus propias normas, sin contar en lo más mínimo con el que afrontaba sus gastos. Desde luego aquella imagen poco o nada tenía que ver con la realidad.
Nunca quiso ser policía, pero su afición adolescente por el cine negro y las novelas del género le dejaron una inevitable huella. Ya era tarde para lamentarse. Se ganaba la vida como detective privado, como un curioso incómodo que se adentraba en la vida de los demás a cambio de dinero, que husmeaba en los trapos sucios de agentes de banco, que se hacía con oportunas fotografías para atestiguar los escarceos sexuales de maridos y esposas infieles, que seguía la pista de falsificadores de matriculas de coches de segunda y tercera mano, que corría tras los pasos borrosos de hijos desaparecidos, que rebuscaba en la basura cotidiana de futuros receptores de herencias que desconocían que eran herederos de nada, que acumulaba pruebas que irían a juicio en caso de falsas denuncias de accidentes de tráfico, que se enterraba en el estudio de las últimas horas conocidas de personas que un día desaparecieron sin más cuando volvían de una noche de fiesta o de comprar en el supermercado, o de niños que nunca regresaron de la escuela, cualquier día, cualquier semana, cualquier año.
El número de personas desaparecidas en su país no dejaba de crecer, especialmente el relativo a chicas jóvenes y guapas. La denuncia de una nueva desaparición a veces era tan solo un número de expediente más en los archivos de la policía, y otras llegaba a él en forma de padres desesperados que buscaban sin aliento conocer el paradero de sus hijas. Aquel era uno de esos casos.
Tendría que coger el coche y trasladarse a la otra ciudad. En su oficio, que estuvieran en alerta naranja era lo de menos; es más, le confería cierto glamour a su actividad. No pudo más que recordar con una sonrisa ladina la imagen de Humphrey Bogart vestido con una larga gabardina marrón, quieto y expectante bajo una recia lluvia. Esperando, acechando, vigilando, inmune a la espesa cortina de agua que le empapaba sin apenas mojarle.
Su taza de café volvió a humear. Le esperaban dos largas horas de coche por delante.
Antes de cerrar la puerta del apartamento, echó un vistazo rápido al manuscrito que esperaba mudo sobre la mesa del escritorio; quizás aquel caso le diera la clave para terminar de una vez por todas con su novela. Le hizo gracia su propia ocurrencia, trabajar como detective para ser escritor o ser escritor y trabajar como sabueso de tres al cuarto. El caso es que tenía que comer y por ahora el premio Hammett se le antojaba muy lejano. Tal vez algún día podría escribir sus memorias y convertirlas en un best seller, competir con Juan Madrid, con Manuel Vázquez Montalbán, con Francisco González Ledesma, con Andreu Martín o con Alexis Ravelo. Pero ese día, desde luego, no; no ese martes, no ese trece.
Cuando llegó a la dirección que le apuntó su cliente en el correo, se extrañó. No era aquello lo que esperaba. Por experiencia sabía que detrás de los casos de desapariciones de chicas jóvenes normalmente se escondían dos tipos de edificios. Uno se disfrazaba con luces rojas de neón, y el otro tomaba forma de cámara frigorífica escondida en un semisótano. Respondían a dos realidades, una en la que la joven en cuestión había sido captaba por una red de proxenetas desalmados, y otra en la que la joven aparecía muerta en cualquier habitación de hotel, víctima de un asesinato o de las malas compañías. Ambas opciones ya estaban contempladas a priori en la planificación de resolución del encargo que tenía entre manos. Pero siempre hay tiempo para otras realidades nuevas y para otras circunstancias no tan habituales.
Pulsó varias veces el timbre sin respuesta. En el buzón del quinto A, el nombre que aparecía escrito correspondía al de un hombre. Tocaba esperar. Pasaban las siete cuando un joven, rondando los veinte y largos, entraba en el portal cargado con varias bolsas de supermercado.
«Otro más que vivía solo», pensó, mientras continuaba con la ređaccion de su interminable novela en la tablet que utilizaba para entretener el tedio de la espera. No le apetecía nada tener que hacer noche dentro del coche, así que volvió a subir hasta el piso y tocar el timbre. El joven de las bolsas abrió la puerta. No, no sabía quién era la joven que buscaba, y no, no la había visto en su vida. Se despidió de él con la promesa de que si sabía de algo, le avisaría sin falta al teléfono de la tarjeta.
Las noches se hacen largas cuando toca dormir en un coche en plena calle, más aún cuando se suma aguantar las gélidas temperaturas del invierno. Contaba con la opción de ir a dormir a un hotel, su cliente pagaba, pero tenía la extraña sensación de que debía permanecer a la espera, en la calle.
Casi le pasa desapercibido el joven cuando cruzó la puerta del portal. Eran las ocho de una templada mañana. No llovía y el sol comenzaba a caldear los tejados Otra vez el del tiempo se equivocaba.
Se veía que las horas de sueño habían provocado un efecto positivo en el chico. Su zancada era rápida y decidida como si el futuro le esperara a la vuelta de la esquina. Demasiado rápido para él y su aburrida noche de vigilia en el coche. Entonces una idea fugaz cruzó como un fogonazo su mente. Aceleró el paso y antes de que el joven doblara la calle, gritó el nombre de la chica. El joven miró hacia atrás en el gesto habitual de quien responde con un giro del cuerpo al escuchar su nombre.
—Será mejor que nos tomemos un café —le dijo el detective—, aún no he desayunado y he pasado una noche espantosa.
De regreso a su apartamento, contactó con su cliente. Mala suerte. La dirección que le facilitó estaba ocupada por una biblioteca pública. Sí, ese lugar donde se guardan libros y donde la gente acude a leer y a imaginar que protagonizan historias a través de millones de palabras impresas en páginas y más páginas. Pero, tranquilo, la chica ya no es una adolescente desvalida. Tal vez decidió probar suerte en otro lugar. Quizás se hartó de la lluvia y cogió una avión y ahora vive feliz junto al mar en una isla perdida del Atlántico desde donde puede respirar la arena del desierto.
Mejor dejar que la vida siguiera su curso. Quién sabía, a lo mejor más adelante se pusiera ella misma en contacto con usted. Tal vez un día vuelva a casa convertida en una persona totalmente diferente que la que se ha ido años atrás. Vivir siempre nos hace diferentes; nos llena de matices.
Aparcó en su plaza del aparcamiento del bloque de apartamentos. La número trece. Cuando abrió la puerta el gato, negro como su futuro, le ofreció una fría y despegada bienvenida. Sobre la mesa del escritorio, le esperaban expectantes los folios apilados de su novela inconclusa.
Como en la vida, también entre esos folios se escondían decenas de historias que esperaban ser concluidas para ser olvidadas y enterradas para siempre, listas para abandonar la memoria, esa especie de cloaca en las que se pudrían, poco a poco y a partes iguales, estancados pedazos de mentiras, recuerdos y deseos.
Se sentó ante el ordenador y comenzó a teclear con furia en una nueva página en blanco de Word. Las páginas ya escritas tendrían que seguir esperando. Tenía otra historia que narrar. Y esta tendría un final dramático e inesperado: comenzaría en un martes y acabaría en un trece.
Acerca del autor
Escrito por: Josefa Molina Rodríguez
Josefa Molina Rodríguez (1969) es doble Mención honorifica por dos textos en el I Certamen de Relatos Cortos organizado por el colectivo Tagoror, (2015). Finalista I Certamen de Relato Corto Pluma de Cigüeña, (Piediciones, 2016). Autora del poemario ‘Inflexiones’ (2017) y en una veintena de antologías colectiva de prosa y poesía editadas por Playa de Ákaba. Las antologías ‘Perdone que no me calle’ y ‘Mujeres 88 poetas canarias’ cuentan también con relatos suyos. Es miembro fundador y presidenta de la Asociación de Escritores y Escritoras ‘Palabra y Verso’ (palabrayverso.com). Produce y dirige el programa de radio ‘De la Palabra al Verso’. Cuenta con un blog personal: josefamolinaautora.com
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Mil gracias, Espacio Ulises, un honor participar con este relato corto en la sección de ‘Disparos a bocajarro’, con ‘Trece’, mi número preferido. Espero que les guste el texto a los lectores. Saludos y ¡a seguir creando!
Como siempre gracias a ti Josefa!!! Un placer!
Mil gracias Josefa Molina por compartir ese talento tuyo con los demás. Es un auténtico placer leer tus relatos.
Muchas gracias, Ana, el placer es tenerte como lectora incondicional. Un abrazo grande!!!
Mil gracias Josefa Molina por compartir ese talento tuyo con los demás. Es un auténtico placer leer tus relatos.
Sorprendente como siempre. El detective a estado a la altura de las expectativas con su actitud protectora. Da gusto disfrutar tu prosa.
Mil gracias, Txiki. Un detective con principios, jaja. Un beso y gracias, como siempre, por tu lectura. Besos!