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Me despierto de madrugada con el estómago revuelto, creo que la cena me ha sentado mal. Me siento en la cama y bajo los pies al suelo sin encender la luz. Hace frío. Lo siento azuzándome la planta de los pies con pequeños alfileres helados sobre las tablas de la tarima, y un ligero crujido bajo el somier sobresalta sutilmente el latido de mi corazón. El vómito que amenaza con salir trepando despacio por la garganta, se detiene unos segundos antes de que la punzada que me atenaza el vientre me doble por la mitad. Me pongo en pie con dificultad y llego al aseo jorobada, sujetándome la tripa. Procuro recordar qué he cenado mientras me agarro a los bordes de la taza para arrodillarme, pero solo viene a mí el aroma dulzón del ron. Antes de tocar el suelo, mis rodillas chocan con unas botellas vacías que ruedan por las baldosas y se pierden por el pasillo antes de caer escaleras abajo y armar un buen escándalo. Pienso en Martina. El ruido la habrá despertado, se levantará a curiosear y se cortará. Se va a cortar y ya no tendrá sangre suficiente para sobrevivir porque la ha ofrendado casi toda al asfalto. Debo reponerme, levantarme y coger a mi niña. La llamo. Separo los labios, pero no me sale la voz. En su lugar, mi boca descarga a chorro el vómito contenido y salpica las blancas paredes de gres del inodoro con el líquido pardo que albergaba mi estómago. Durante su lento deslizar hasta el fondo del váter, empiezo a encontrarme mejor.
La habitación de la niña está vacía. Revuelvo el edredón, miro en el armario, compruebo la ventana cerrada, la llamo a gritos. Nada. Corro hasta las escaleras, me sujeto a la barandilla y saco medio cuerpo al vacío. Me lanzo escaleras abajo y me destrozo los pies con los cristales rotos que cubren el suelo. Mi carne se desgarra, pero el dolor no me frena. Sigo llamando a Martina, sin respuesta. Mi voz rebota y se ahoga en las paredes desnudas.
Estoy de nuevo sentada en la cama, con los pies hechos trizas y las manos vacías. Una corriente de aire remolinea entre mis tobillos antes de que unas regordetas manos infantiles surjan bajo la cama y me los agarren. «¡Bú!». La risa de Martina calma mi respiración. Alzo su cuerpecito de cuatro años hasta la cama para hacerla rodar sobre el colchón. Ya no siento dolor. Ella ríe y un gracioso silbido se escapa entre sus dientes separados. Noto el calor de su cuerpo, el dulce olor a sudor infantil. Un mechón de su pelo se mete en mi nariz y me hace estornudar. Martina ríe con fuerza y un zumbido extraño se adivina en el fondo de su risa. Le pido que pare, pero el zumbido es cada vez más intenso. Observo con horror como sus preciosos ojos comienzan a licuarse y la esclerótica se convierte en una masa de la que nacen gruesos gusanos lechosos. Un enjambre de avispas abandona su cuerpo por la boca abierta y se estrella contra mi cara cuando el zumbido se hace ensordecedor y me revienta los tímpanos.
Temblando, apagué el despertador y paladeé el recuerdo viciado de muerte de Martina. Había recurrido casi a tantos remedios para recordar como para olvidar: quería recordar a mi hija feliz, su preciosa cara manchada de chocolate, los mofletes rojos de frío… pero necesitaba olvidar el rugido de aquel motor cobarde, su cuerpo roto con los rizos pegados al asfalto y la sangre brotando de su cabeza hasta crear un brillante lago carmesí.
Primero fue el alcohol. Entre sus brumas, extraigo el día en que me presenté a trabajar en pijama, sucia y apestando a ron. La dirección del hotel, donde llevaba trabajando doce años, me impuso la baja y en ese tiempo, además de las pastillas recetadas por mi médico, probé de todo—legal o ilegal— sin resultados. Finalmente, di con Mae.
Atendía en un piso a las afueras. Era menuda y aparentaba cierta edad, sin embargo su rostro estaba limpio de cualquier señal del paso del tiempo. Sus ojos eran dos pozos negros con una especie de fulgor dorado en el fondo, en la cabeza llevaba un turbante rojo al estilo turco y vestía un kimono nacarado en el que vi un símbolo bordado en su espalda cuando me hizo seguirla por el pasillo hasta el salón.
Apenas iluminada por unos velones, la estancia era inquietante. Mae, con un gesto de la mano, me invitó a sentarme y, bajo su fluctuante mirada dorada, no me limité a contarle mi necesidad de olvidar y recordar, sino que incluso le confesé que no me había suicidado por pura cobardía. No me juzgó ni opinó sobre nada de los que le conté, simplemente me ofreció una bolsa con una mezcla de hierbas que, tomadas en infusión, me induciría una suerte de estado onírico que traería de vuelta a mi niña de una forma tan real como si estuviese viva de nuevo. Con recelo, cogí la bolsita y decidí que, en caso de que funcionase, pediría que me enviase las hierbas a través de un correo para no tener que volver allí. Nunca supe exactamente qué me dio, pero las macabras imágenes de Martina tronchada desaparecieron, dando lugar a maravillosos sueños lúcidos en los que incluso podía tocarla.
Cuando me reincorporé a mi puesto trabajo, me enteré de que el hotel llevaba un tiempo ofertando alojamientos rurales. No me interesé por nada, solo quería acabar mi turno, llegar a casa y tomarme las benditas infusiones, pero alguien vio en mí a la persona ideal para cubrir el puesto de gerente en uno de esos establecimientos. Me impusieron el cargo haciendo referencia a mi dilatada experiencia, procurando obviar que, mandándome al culo del mundo, se libraban de ver a diario mi cara de zombie.
El destino era una mierda, y eso cuando te acostumbrabas al aire fresco y al olor a cabra. Además, estando tan lejos de la ciudad, el correo que me traía las hierbas no era regular. Procuraba dosificarme, pero si ponía poca cantidad, me despertaba con la imagen de mi hija muriendo de la manera más espantosa imaginable, como en el sueño —especialmente horrible— que acababa de tener.
Bajé con urgencia a recepción. Telefonearía por enésima vez a Mae para que me enviase las putas hierbas.
Me encontraba de espaldas, con el teléfono en la mano, cuando percibí una potencia intangible que llenaba completamente el hall. Una voz profunda preguntó por mí en un susurro grave: traía mi encargo. Me giré y me encontré con un hombre de al menos uno noventa de estatura y penetrante mirada verde. El cabello, oscuro, le caía en ondas sobre la frente y una mandíbula cuadrada, junto con los hombros anchos y el torso firme que se adivinaba bajo la camisa de lino, le conferían un aspecto pétreo y magnífico. Solo su voz me hizo temblar y, esa misma noche, a pesar de haber tomado la infusión, su recuerdo me impedía dormir, así que me levanté y preparé un poco más. Tomé la taza con la bebida y abrí la ventana para que el aire de la noche me despejara la cabeza. En el murmullo del viento había algo inquietante, un susurro velado en las hojas de los jóvenes manzanos. Mi carne se crispó al sentir un centelleo en la base de la espalda y cerré la ventana con un miedo tonto metido en las venas. Tiritando, volví a la cama.
La calidez de unos dedos serpenteantes deja senderos pegajosos en mi piel. El calor asciende, palpitante, mientras un agradable aliento murmura en mi oído palabras que no comprendo. Mis pechos se abandonan a una presión invisible y en mi abdomen florece una sensación olvidada multiplicada por mil. Mi cuerpo entero vibra, cede. Destellos luminosos cruzan el vaho teñido de verde que se ha instalado en mi cabeza. Muy lejos, oigo que Martina me llama, pero estoy atrapada en otra voz.
El éxtasis estalla, rompiéndome en fragmentos diminutos que flotan en una nube esmeralda y se dispersan para caer pesadamente, devolviéndome de golpe a la realidad de mi retiro rural.
Esa mañana, entre espantosas convulsiones, vomité hasta el alma. Supuse que me había pasado con las hierbas y me prometí dejarlas, pero abandoné la idea en cuanto comprendí que necesitaba experimentar una y otra vez el perfecto y espectral encuentro nocturno. Durante una semana, en un cuadro creciente de deseo y martirio, el amanecer me descubrió rota y ansiosa de más.
Llamé a Mae y le pedí —quizás le supliqué— que mandase al mensajero de la última vez lo antes posible. Estaba convencida de que era él quien me visitaba cada noche. Ella me advirtió que el precio sería alto pero no me importó.
Al colgar el teléfono, una culpa viscosa se deslizó por mi garganta. Caí en la cuenta de que, en toda esa semana, me había olvidado de Martina. La necesidad de mi pequeña había sido sustituida por una obsesión sucia, irracional y animal. Lloré desesperada hasta que me di cuenta de que de mis ojos no brotaban lágrimas, si no rojos regueros que formaban un charco grumoso de sangre a mis pies. Bordeando la locura otra vez, me ahogué en el fondo de una botella de Jägermeister.
El mensajero no llegaba. La necesidad, cuando ya no podía controlar los tentáculos del deseo y del pecado que me comprimían el espíritu, me había llevado a abandonarme en brazos de los huéspedes que, aunque asombrados, no se negaban a mi ofrecimiento cuando me mostraba desnuda en su puerta. De este modo, el encuentro me sorprendió con las piernas abiertas bajo las embestidas intermitentes de un adolescente. Abrí los ojos en el mismo instante en que el aire ansiado del desconocido penetró en el cuarto, y el éxtasis lúbrico se generó en mi vientre con el simple contacto visual. Lo siguiente que vi fue el joven cuerpo que me montaba con la cabeza vuelta de forma antinatural y los ojos vacíos mirando al techo. Después, oscuridad.
Cuando volví en mí, me hice diminuta bajo la magnífica sombra del hombre y el vibrante verdor de sus ojos. La marca púrpura de su pecho se derramó en los míos al instante: tres cruces alineadas inscritas en un disco, subrayadas por una línea con otros cuatro círculos y unidas formando un semicírculo. La misma marca que había visto bordada en el kimono de Mae. Sin darme tiempo a articular palabra, estiró un brazo y colocó su mano en mi frente, haciéndome temblar un segundo antes de que el más absoluto terror se apoderase de todo mi ser. Abriéndome el tercer ojo bajo un contacto abrasador, me mostró su monstruosa naturaleza.
Mae, con un rostro milenario irreconocible, surcado de raíces violáceas y palpitantes, recitaba las palabras antiguas que oía en mi cabeza durante los lujuriosos encuentros nocturnos y, mientras machacaba el preparado de hierbas que yo tragaría confiada y manipulaba mis recuerdos, emponzoñando la imagen de mi niña preciosa, me entregaba al engendro que ahora tenía frente a mí. Temblé cuando el ser pronunció su nombre, Sitri, Gran Príncipe del Infierno, y quise huir, pero supe que era tarde. El hermoso rostro de Sitri se fragmentó en pedazos, como una máscara de porcelana, y bajo ella, entre un hedor insoportable a moho y muerte, apareció la carita de Martina, que lloraba desconsolada preguntándome por qué la había abandonado. La imagen de mi hija se derretía bajo las lágrimas y el dolor que me atravesaba era tan intenso que ya me había doblado por la mitad y me impedía seguir mirando. Me llevé las manos al rostro para intentar arrancarme los ojos, pero el latigazo de una cadena invisible en mi espalda me obligó a observar de frente la masa de carne podrida en que se había convertido mi hija. Luego desapareció bajo la mandíbula desencajada del grifo de fauces afiladas que había debajo de todas aquellas capas.
El demonio se encorvó y el inconfundible crujido hueco de los huesos quebrándose precedió a la apertura de sendas rajas a la altura de las escápulas. Los puntiagudos huesos desgarraron la piel desde los hombros hasta la cintura y de las hendiduras surgieron dos alas negras que Sitri desplegó sobre mí hasta cubrirme con su pútrida cúpula. Cuando el Príncipe batió las alas, levantó con ellas las brasas del infierno e hizo brotar de mi garganta un aullido sobrehumano. Abrasó mi cuerpo hasta carbonizar los trozos enteros que se desvanecían polvorientos e incandescentes en la infinitud que nos rodeaba. El tormento era insoportable.
Cuando casi no sentía ya mi cuerpo físico, aparecieron bramando las sesenta legiones demoníacas de Sitri e hincaron con ferocidad más de cuatrocientas garras en su abdomen, abriendo en éste una boca descomunal que, con dieciséis hileras de dientes, me descuartizaron brutalmente mientras rugía de dolor e imploraba la muerte. Entonces, el Gran Príncipe, en su infinita maldad, me concedió la vida eterna.
Solo yo fui culpable. Yo misma, en mi desesperación, me perdí en un sendero abrupto y oscuro sin permitirme ver la luz que desprendía el espíritu limpio e inmortal de Martina. No dejé que su brillo me guiase y entregué mi alma sin ser consciente. Ahora, perseguida eternamente por la agonía de mis últimos segundos mortales, mi existencia imperecedera solo será un círculo de injusticia y depravación. Me arrastraré a través de los siglos subyugando inocentes, corrompiendo almas y perpetrando una atrocidad tras otra al servicio de mi amo.
Solo una noche al año, y tras haber entregado 364 espíritus inocentes, mientras mi Príncipe pone de nuevo mi contador a cero, me son concedidas unas horas de sosiego. En ese tiempo, oculta dentro de un nido de espinas, observo a mi preciosa Martina. Con la cara manchada de chocolate y los mofletes rojos de frío, juega feliz en un plano que yo no podré alcanzar jamás.
Acerca del autor
Escrito por: Alicia del Rosario García
Tras haber abandonado el mundo literario durante años, durante el año 2018 he retomado mi afición a las letras. Escribo, sobre todo, fantasía, terror y ciencia ficción.
A lo largo de este año pasado, he resultado ganadora del I Certamen Literario Ediciones Negras con el relato «Renacimiento», finalista en las ediciones III y IV del Certamen de Cuentos de Ultramar con los relatos «Acuarela» y «Aria de domingo» y los relatos «Descubrimiento» y «Fin de fiesta» también resultaron finalistas en las dos últimas ediciones del Concurso de Microrrelatos de Terror del Festival de Cine de Terror de Molins de Rei (ambos se pueden leer en mi blog).
Mi relato «Guardianes del tiempo», ha sido seleccionado para formar parte de la antología del I Concurso de Fantasía de la Plataforma de Adictos a la Escritura y próximamente publicaré dos relatos en sendas antologías bajo el sello Cruce de Caminos.
Aunque los relatos me están dando muy buen resultado, actualmente tengo un proyecto más largo y ambicioso cocinándose a fuego lento.
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