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En la recepción, como en el ascensor, como recorriendo los pasillos del hospital, Lucas aspiró todo el oxígeno que fue capaz, pues tenía la creencia de que esto calmaba los nervios. Detenido ante la habitación donde su cuñada se recuperaba de su segundo parto, el tacón de uno de sus zapatos sacudió el suelo inquietamente y el estómago le crujió. Al tiempo, percibió un murmullo festivo proveniente del otro lado de la puerta del que destacaba la voz de Anselmo, su hermano. Lucas suspiró una vez más y abrió.
Un resplandor amarillo procedente del ventanal llenaba la habitación. Las cabezas se volvieron hacia él, las bocas callaron y los rostros mutaron. De la satisfacción que había proporcionado el nacimiento, se pasó a las muecas hostiles. Entre los muchos visitantes se hallaban sus padres, al verle, sus miradas desprendieron cierta decepción. Su cuñada, tumbada en la cama, se ladeó hacia la ventana en un gesto de disgusto. Carlitos, su sobrino y primogénito de Anselmo, fue el único que se alegró de verle, abrazándose a su cintura.
—Hola, tío, le están haciendo unos análisis a mi hermanita.
—Mira a quién tenemos aquí, a la mismísima oveja negra —le espetó Anselmo.
—Enhorabuena. ¿La niña está bien? —le preguntó Lucas a su hermano.
—Pues sí, los análisis son rutinarios, está en neonatos —contestó Anselmo, que de un momento a otro cambió de tema y se dirigió al resto de familiares—. ¿Sabéis cuál es la última de éste? Resulta que se fue a celebrar un triple ganador de último segundo y…
—¿Ya empiezas? —se quejó Lucas.
—Si no te faltase un hervor no tendría que decir nada. Como decía, se fue de la cancha a un antro que…
Lucas llevaba desde la adolescencia escuchando que le faltaba un hervor, desde que se besuqueara con María Teresa, una chica de más edad, en concreto, una compañera de la clase de Anselmo. Casualmente, fue éste quien los pescó en los aseos del instituto. A raíz de aquello, Anselmo vigiló una temporada a su hermano menor, en la que se enteró de otros de sus despropósitos. Por ejemplo, que hacía novillos en la clase de religión para ir al salón de juegos, que fumaba cigarrillos detrás del frontón o que se masturbaba en el cuarto de baño susurrando el nombre de María Teresa hasta el cuarto apellido. Pero Anselmo no sólo se limitaba a dar todo tipo de detalles a sus padres, en cada reunión familiar, ya fuese una boda, una comunión o un cumpleaños, hacía lo propio delante de sus tíos, primos y hasta abuelos. Por añadidura, exageraba los chismes y los transformaba en algo más serio: si Lucas no acudía al instituto, Anselmo aseguraba que paseaba de taberna en taberna para beberse las sobras de los botellines de cerveza que los clientes abandonaban sobre las mesas de las terrazas; en cuanto a los cigarrillos que fumaba, el hermano mayor los sustituía en sus falsos relatos por canutos; y no es que el pieza de su hermanito se dedicara sólo a masturbase, sino que había taladrado la pared del cuarto de baño para espiar a la vecina. Respecto a este agujero, era cierta su existencia, pero, evidentemente, su autor no había sido otro que el propio Anselmo. «Lucas, te falta un hervor», comenzó a decir desde entonces, y la maldita expresión se extendió con rapidez, como el olor a estiércol.
—…creerme, ocurrió tal y como lo he contado, manipuló la cerradura de un coche y durmió la mona en los asientos traseros.
Lógicamente, ante esta afirmación, Lucas negó y trató de defenderse.
—No es cierto, no es cierto, el coche era de Jaime, el hijo de los Treviño, los del perro lobo que ladra afónico, él me prestó la llave.
—¿Quién, el chucho? —Anselmo se carcajeó.
—Por mucho que cuentes esas mentiras una y otra vez jamás se harán realidad, entérate.
—Hombre, claro, ahora soy yo el que miente, con algo tienes que disculparte. Anda, Carlitos, toma —dijo Anselmo tendiéndole unas monedas a su hijo—, tráeme un sándwich vegetal sin atún…
—Voy yo, así veo a mi sobrina. Porque es mi sobrina, por mucho que te pese —le interrumpió Lucas apuntándole con un índice de uña carcomida.
Anselmo le miró con desconfianza, con todo, soltó las monedas en su mano.
—Acuérdate, sin atún.
—Tranquilo, hermano, si no te fías de mí puedes comprobar los ingredientes en la etiqueta.
En el pasillo, Lucas advirtió que Anselmo jamás cesaría, al parecer, la fama que le había creado le resultaba insuficiente. «Te falta un hervor, te falta un hervor», se repitió fustigándose. Un repentino abatimiento cayó sobre él al detenerse ante la máquina expendedora. Apoyó la frente en el gélido cristal que resguardaba los alimentos y negó.
—¿Por qué me odia?, ¿por qué?
Sus manos fueron convirtiéndose en puños, hasta que los nudillos se tiñeron de morado. En un impulso de rabia, introdujo las monedas todo lo veloz que pudo y extrajo un sándwich vegetal y luego otro con los mismos ingredientes, pero, además, con atún. Después, con mucho tiento, despegó las etiquetas. Una vez hubo conseguido su propósito, volvió a adherir cada una en el envase contrario y admiró el resultado con una sonrisa que contenía un fondo de compunción.
Atravesando el pasillo, estimó que como venganza era ridícula, que Anselmo se merecía un castigo de mayor calibre por todo el daño causado. Era obvio que, si a los treinta y tres años su hermano continuaba pregonando lo del hervor, lo haría por siempre. ¿Acaso no lo hacía sin ninguna justificación desde aquella lejana mañana en la que le vio con María Teresa? Lucas resolvió que le devolvería las burlas y las mentiras, aunque no supiese cómo. Esta determinación penetró en su conciencia al mismo tiempo que alcanzaba la sala de neonatos.
Abrió la puerta y se encontró con dos hileras de incubadoras situadas una a cada costado de la rectangular estancia. Cerca de la entrada, una enfermera atendía a dos criaturas que reposaban sobre unas cunas-cama.
—Disculpe, me gustaría ver a mi sobrina, si me hiciera el favor…
—¿Habitación? —contestó la sanitaria con aire resignado.
—La 145.
—Tiene suerte, es una de estas dos –dijo señalando a los bebés.
La enfermera examinó las pulseras identificativas prendidas de los tobillos de los bebés y le indicó de cuál se trataba. El tío le hizo monerías a su sobrina con la mano que no sujetaba los sándwiches y le preguntó a la sanitaria si no le parecía la criatura más hermosa y si conocía un angelito semejante entre toda la humanidad. La mujer, que estaba saturada de trabajo, le contempló con los ojos entrecerrados. Tardó poco en marcharse y afanarse en la otra punta de la sala.
Las niñas estaban cubiertas con mantitas y portaban idénticos gorritos de algodón. Lucas se fijó que las pulseras que rodeaban los tobillos de miniatura estaban flojas. Esto originó que se le ocurriese una idea surgida de esa parte perversa que, como humano, también él poseía. Como iba en su carácter, luchó para expulsarla antes de que se arraigase, pero, cómo no, en su mente apareció el hiriente mantra que su hermano le había endilgado: «Te falta un hervor, te falta un hervor»; lo que terminó por superarle.
Ya en el pasillo, se cercioró de que las etiquetas de los sándwiches se mantuvieran planas sobre el plástico y se enfiló hacia la habitación de su cuñada. Una vez dentro, le entregó a Anselmo el sándwich que contenía atún. Éste comprobó, disimuladamente, que el envase estaba sellado. Una nube ocultó el radiante sol de verano que se colaba por el ventanal, ensombreciendo la estancia.
—¿Habías visto alguna vez unos ojos grises como los de mi hermanita? —le preguntó Carlitos a su tío.
—Ah, pues… la verdad es que no.
—Mamá dice que son como la ceniza.
Ahora que Lucas se había serenado, se dio cuenta de lo que le había llevado a cometer la ira, no en vano, se arrepintió, y de inmediato se lanzó hacia la puerta para corregir su, éste sí, despropósito. Pero entró la enfermera con su supuesta sobrina en brazos, con lo que Lucas se volvió y agachó la cabeza. La sanitaria le entregó el bebé a la madre, que, como es lógico, lo exhibió.
—¿Pues no tenía los ojos grises?, si son amarronados —dijo la suegra.
Todos los integrantes de la familia, salvo Lucas, clavaron la mirada en la enfermera, exigiendo una explicación. Ésta aseguró que era imposible que se tratase del bebé de otra paciente, aun así, verificó la pulsera identificativa.
—A los recién nacidos les suele cambiar el color del iris en los primeros meses, pero nunca lo había visto con tanta rapidez, esto es muy extraño —manifestó la sanitaria.
A lo largo de las sienes de Lucas se deslizaron gotas densas, formando hilos sinuosos. El estómago le crepitó. Uno de sus pies taconeaba con frenesí. Intentó esconderse detrás de su padre. La enfermera frunció el ceño y sus pupilas resplandecieron como si en su cerebro acabase de aparecer una idea. Al punto, repasó de uno en uno a los asistentes. Se detuvo en el que cerraba los ojos con fuerza y se tapaba a medias con la espalda de otro. La sanitaria comenzó a alzar el brazo con el índice estirado en dirección a Lucas, pero el sonido gutural de una arcada interrumpió el gesto.
—Será posible, esto tiene atún —clamó Anselmo dirigiéndose hacia la enfermera y mostrándole el sándwich como si ella fuese la responsable.
—Oiga, caballero, que yo no tengo la culpa, quéjese a quien corresponda. Ya está bien, lo que tiene que aguantar una.
En un arrebato, se dio la vuelta y se marchó. El bebé sonrió enterneciendo a la familia, que se reunió en torno a él y lo acogió amorosamente. Lucas se mordisqueó las uñas con ansia y miró de la criatura a la puerta y de la puerta a la criatura, así una y otra vez, surgiendo en su conciencia un dilema, a la par, se dibujaron en su imaginación, como un neón palpitante y luminoso, cuatro palabras.
Acerca del autor
Escrito por: Aitor Martín Andrés (@aitormaran)
—Finalista en el VI Premio de Novela Irreverentes.
—Seleccionado en la Antología de «Relatos para Olimpia» en el VI Concurso de relatos cortos Isonomia de igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres. Editorial Acen.
—Segundo premio en el I Premio Espacio Ulises.
—Tercer premio en el XI Certamen Literario El Vedat Asociación de Vecinos.
—Seleccionado en la Antología de relatos cortos «Ulises en el Festival de Cannes». Editorial Playa de Ákaba.
—Primer premio en el I Concurso de relatos de terror del Festival de las Ánimas.
—Finalista en el V Concurso de relatos cortos Isonomia de igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres. Seleccionado en la Antología «Relatos para Muskaan». Editorial Acen.
—Seleccionado en la Antología de literatura breve «La mancha mínima» de la Escuela de Escritores.
—Primer premio en el XII Concurso de cuentos «El color de mi piel».
—Segundo premio en el XXII Concurso de Literatura Relatos de Igualdad Mujeres y Hombres.
—Tercer premio en el I Concurso de Microrrelatos osasunistas.
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