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De nuevo, la página en blanco. El cursor temblando sobre un espacio vacío, esperando a la próxima palabra. La palabra que, como una roca al caer en un lago tranquilo, rompa la delgada capa de silencio y atraiga una frase. Luego otra, y otra más, hasta completar un párrafo. Y cuando por fin se acumulen los párrafos como ladrillos negros entre masa pálida, acabará una página, que será continuada por otra completamente desierta, expectante. Vuelta a empezar.
Hace más de veinte minutos que el teclado del escritor permanece intacto. Su mirada recorre los rincones ignorados del bar, las esquinas de cada idea amorfa bajo el humo de un cigarrillo entre sus dedos. No hay mucha gente en el local, pero una ligera corriente de sonido adorna las paredes con un discurso colectivo. Ninguna voz destaca sobre las demás y todas hablan de lo mismo: el tiempo. El reloj sobre la barra marca las cuatro y prácticamente todos los clientes deben volver a sus respectivos puestos de trabajo a continuar con su día.
Y mientras el ruido de los zapatos aún vibra en el aire y el dinero repica en la caja registradora, el local se queda completamente vacío excepto por el camarero y el escritor, el cual, sufriendo de sequía verbal, aparta la mirada hacia la extensa ventana que cubre toda la pared a su lado, buscando el final de un hilo entre las ruinas al otro lado de la calle. Hace menos de una semana que habían derribado el edificio de enfrente y los escombros todavía yacen en el vacío dejado por la bola de demolición, dramáticos y desesperados, rodeados por la sombra de otros edificios que corrieron su misma suerte. Quizás por eso es un lugar tan adecuado para escribir, como una página en blanco que solía estar escrita, donde pueden verse palabras medio borradas y frases sin terminar, esperando a que alguien las complete si tiene la voluntad suficiente. Pero el escritor, con la mano todavía agarrada a su cigarrillo y la cabeza apoyada en el cristal, no parece digno.
Es cierto que su encargo es insípido y aburrido, sin nada que aportar a nadie más que una página llena de letras en alguna revista que ya nadie lee, pero al fin y al cabo se comprometió a acabarlo con el mínimo de dedicación que siempre se exige y sigue dispuesto a hacerlo. El relato, ya hacia la mitad de su desarrollo, se encuentra en una encrucijada, sin ningún camino a seguir más allá de la contradicción o la reiteración. No hay un final a la vista por el que luchar, perdido en la oscura tinta de su firma en un contrato indeciso, y ningún personaje por el que tener apego. Pero el autor sigue convencido de que algo de valor brilla en el fondo, como una perla de talento en un mar de aburrimiento, solo tiene que encontrar ese pequeño reflejo en las olas y sacarlo a flote, mostrándoselo al mundo y, sobre todo, a si mismo.
Nada parece funcionar en su mente, la llave en sus manos no abre ninguna puerta en un pasillo que se extiende hasta el infinito. De pronto, una idea cruza su mente, un pequeño ejercicio que solía funcionarle hace tiempo en el que se dedicaba simplemente a describir su situación actual. Quizá funcione. No puede saberlo, pero no se le ocurre nada mejor que hacer.
Así, en una página en blanco, comienza a pintar con letras un boceto del bar y todo lo que contiene. Al principio su prosa es rígida y científica, de frases cortas y encajonadas en etiquetas que no indican nada. Describe torpemente la barra, llena de reflejos de cerveza ya secos y restos de conversación, la mirada perdida del camarero en el fondo de un vaso, la alineación extrañamente perfecta de los taburetes… Pero algo empieza a brotar detrás de las cortinas de esta realidad tan simple, algo más profundo, que le lleva a otra idea encadenada en la que el bar no es el objeto principal de su texto, si no el escenario de la acción. Algo va a ocurrir en este local abandonado.
Con delicadeza, casi con miedo de espantar su recientemente adquirida inspiración, describe el recorrido de la puerta al abrirse y cerrarse a la espalda de un par de hombres de pinta peligrosa, que observan la reducida sala y se sientan en la barra. Uno de ellos parece llevar la iniciativa, el otro parece cabecear obedientemente al ritmo de su canción. Con la cerveza ya ante sus ojos y las manos entrelazadas, el líder murmura algo y vuelve la vista, desconfiando de su propia voz. El gris subordinado no parece escucharle y el líder golpea la barra violentamente, para luego agarrarle del cuello y gritar violentamente una frase que llevaba quemándole la garganta una eternidad.
- ¡No pienso dejar que me hundas contigo, imbécil!
“Una sirena de policía irrumpe en el silencio culpable que aflora entre ellos y ambos abandonan el local a toda prisa, perdiéndose entre los escombros de la ciudad.”
Este final no acaba de convencer al escritor, que se reclina en su asiento y retoma el cigarrillo hasta ahora abandonado en el cenicero. Tras unos segundos y unas caladas desesperadas, aplasta el cigarro en la ceniza y se marcha al cuarto de baño.
El espejo salpicado de mil suciedades le devuelve una imagen demasiado verdadera para mirarla directamente. Puede ver en sus ojos los fracasos que empezaron como hoy, con una palabra en una página y una idea demasiado buena para ser cierta. Y, efectivamente, nunca lo era. Las hojas se apilan en su escritorio como pruebas de su culpabilidad, restos de un asesinato a una oportunidad que nunca le fue concedida. La solución es ahora evidente bajo la luz enferma de ese cuarto de baño alejado de sí mismo, el fuego.
Deja correr el agua en sus manos, para luego llevárselas a la cara. No consigue borrar su expresión ni la delgada capa de vergüenza adherida a su rostro, pero pronto podrá hacerlo. En cuanto vuelva a su ordenador y con tan solo apretar un botón podrá eliminar todo el mal realizado y asumir su incapacidad para crear algo, no bueno, si no duradero. La rabia líquida recorre su mejilla y aprieta sus puños ante la desesperación de perder lo último que quedaba, la última luz al final de un túnel que ahora permanece a oscuras.
Todo sigue igual en el bar cuando por fin abandona su templo del dolor improvisado y se sienta de nuevo a la mesa, ante la pantalla en blanco. Al levantar la vista, observa algo que le deja aturdido: dos hombres en la barra, con un aspecto peligroso y con sendas cervezas ante sus ojos inquietos. El silencio permite oír los crujidos de la madera podrida y el rítmico goteo de algún vaso rebelde.
A pesar de la terrible coincidencia y el extraordinario parecido a sus criminales ficticios, esos hombres no poseen ninguna cualidad que los haga destacar, no son protagonistas de ninguna historia, ni siquiera la suya. Por eso, y a pesar del impacto inicial, el escritor enciende un cigarrillo y vuelve su mirada hacia dentro, hacia su propia miseria.
El humo cubre la página a medio escribir, en la que aún puede leerse ese final improvisado y mediocre. La mano tienta el fatídico botón, recorriendo con los dedos los bordes de ese verdugo de cuatro lados. Es tan fácil que le cuesta demasiado. ¿Cómo puede ser tan sencillo eliminar lo que genera tanta contradicción? Un ligero impulso interno retiene su falange sobre la guillotina. “Un intento más”, suplica, “solo uno más”.
Pero es un fuerte golpe el que rompe el silencio y aleja de un sobresalto al escritor de su decisión. Uno de los hombres peligrosos ha golpeado la barra y mira con firmeza y rabia al otro. Luego, bajo la absoluta incredulidad del autor, agarra por el cuello a su compañero y repite, palabra por palabra la frase que él mismo escribió hace unos minutos y que, una vez liberada al aire, ya no parece suya. “¡No pienso dejar que me hundas contigo, imbécil!” resuena una y otra vez en las profundidades de su cabeza, como un eco que se alimenta a si mismo en una cueva de espirales. Es su frase, forjada con la tinta de su pluma, pero proveniente de otra persona. Una persona real, de carne y hueso, que siente y respira a unos metros de su mesa, que mira en su dirección y susurra unas palabras con la mirada, antes de que la sirena atraviese los cristales e inunde de pesadillas los pensamientos del hombre y sus creaciones. Los criminales se abalanzan sobre la puerta y huyen, ya en la calle desierta y perseguida por las sirenas, hacia las ruinas.
A través del cristal, el escritor observa como esas figuras insinuadas se alejan entre escombros y, en ese momento, siente cierto apego por esos pobres desgraciados. ¿Qué culpa pueden tener ellos de estar encerrados en esta persecución infinita? Condenados a huir para siempre de una justicia que nadie ha llamado, para paliar un crimen que no cometieron. Porque nunca fue escrito y, por lo tanto, no existe para justificar este dolor.
Incapaz de soportar la culpa, el escritor rompe a correr tras ellos, siguiendo las pequeñas siluetas negras bajo el cielo blanco y nuboso.
Una fina lluvia comienza a caer sobre ellos y la tierra y el polvo en el aire se vuelven pesados. Las huellas de unas botas gruesas le guían entre desechos, siguiendo cuatro pies sin rumbo mientras las sirenas se acercan tras su cabeza. No sabe por qué les sigue, no sabe qué hará en caso de encontrarlos, puesto que duda de que estuvieran ahí en primer lugar. Simplemente quiere verlos con sus propios ojos.
La lluvia arrecia. Una cortina de agua se vierte sobre las montañas de restos y acorta la mirada del escritor. Ya parece imposible encontrarlos, tanto que las sirenas guardan silencio. ¿Se habrán marchado derrotadas? ¿O quizá los atraparon? El propio autor duda del desenlace y comienza a sentir un frío desolador bajo sus ropas mojadas. No hay nada que pueda hacer.
De pronto, un fuerte ruido como de un objeto contundente cayendo al suelo rompe el silencio alrededor y guía al escritor hacia una pequeña choza que sigue en pie. Al resguardo del débil techo, puede ver dos figuras sentadas dentro de la pequeña estancia. Permanecen inmóviles, esperando a que algo ocurra. Lentamente se acerca a ellos y cuando se encuentra a unos metros, les pregunta lo único concreto que hay en su cabeza.
––¿Qué habéis hecho?
Pero no hay respuesta. Los delincuentes se limitan a mirarle con una expresión vacía.
––¿Cómo os llamáis? – Pregunta el escritor desesperado.
Cuando parece que uno de ellos va a responderle, las sirenas vuelven a retumbar en la distancia. Y como un resorte, los fugitivos atraviesan la puerta y echan a correr, pasando por el lado de su creador.
––¿Adónde vais? – Grita, casi enfurecido. Un eco extraño recubre la llanura y los escombros como una fría manta.
Los criminales avanzan lentamente, al unísono, como si todo formara parte de su plan y cada paso estuviera ya contemplado. Las sirenas se intensifican un instante antes de deshacerse en la humedad del aire. Un vapor grisáceo sale de la boca del escritor, sustituto del humo de ese cigarrillo que dejó consumiéndose a sí mismo en el cenicero de cristal. Derrotado, agacha la cabeza empapada hacia el suelo que, curiosamente, no presenta ninguna huella. No queda ni rastro de paso humano en ese suelo embarrado más allá de las marcas de sus zapatos y un pequeño papel en el suelo.
Al recogerlo, percibe que el papel está arrugado con ira, como si hubiese acabado de esa forma en un momento de enfado. Teniéndolo entre sus manos y antes de leerlo, levanta de nuevo la vista hacia las ruinas de la ciudad, donde los delincuentes se han perdido para siempre. El silencio llena los espacios de su cabeza y los huecos en las paredes.
En el papel magullado no hay más que una frase a medias llena de tachones furiosos e inútiles:
“…ambos abandonan el local a toda prisa,
perdiéndose entre los escombros de la ciudad.”
Acerca del autor
Escrito por: Rubén Martínez Sotoca
Soy estudiante de Ingeniería Informática, por lo que no dispongo de un amplio curriculum literario. Sin embargo, entre líneas y líneas de código siempre intento disfrutar de la literatura (ya sea leyéndola o escribiéndola) mientras me siento como un infiltrado en mi propia carrera. Desde hace un par de años me dedico a escribir poesía y relatos, además de otros tipos de texto como pueden ser ensayos o guiones, aunque no he llegado a compartir dichos textos con nadie ajeno a mi círculo de amistades. De momento no me considero a mi mismo escritor, sino más bien aficionado a las letras.
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