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Chaos is merely order waiting to be deciphered
José Saramago
En aquel tiempo, disfrutaba manejar con música de fondo y haciéndolo, pensaba, especialmente en el caos, el azar, lo contingente. Recorrer la costa sin rumbo fijo, sin destino cierto, se había erigido en un ritual, en una compulsión, en un pretexto para rumiar ideas. Cada viaje no era medido en kilómetros, horas o millas, sino más bien, por el nivel de riesgo o audacia al establecer conexiones aleatorias y por la síntesis de las ideas que traía de vuelta, luego de cada recorrido. Noctámbulo, casi al amanecer, decidí iniciar un nuevo éxodo dirigiéndome, entonces, hacia el oeste de la ciudad; me detuve por provisiones en el bar Canaima, de Ricardo Carvajal, el médico asesino: un famoso alquimista, experto en combinar y extraer alcohol de casi cualquier cosa de origen biológico y envasarlo artesanalmente como licores, vinos y cócteles, algunos de ellos, aparentemente afrodisíacos, hacían olvidar hasta un Château Pétrus, no sé si por su adictivo sabor, su irrisorio precio o por el estado de semi inconsciencia que propinaba la bebida. Único bar y licorería al detal con atención las 24 horas del día a través de una minúscula ventana, al lado de la cual, se pulsaba un estruendoso timbre escolar que muy probablemente despertaba a todo el medio oeste en alguna madrugada apremiante. A un lado del timbre, siempre estuvo un cartel con tres precisas indicaciones: “toque sólo una vez / pida / pague y huya”. No sin antes pagar, la botella era entregada a través de la escotilla, groseramente envuelta en papel de diarios, no sólo por la ilegalidad de su comercio, sino también, porque lograría su maduración, clarificación y transparencia en las tinieblas del envoltorio, según aquella enología del inframundo urbano. Ya en el auto, antes de iniciar marcha hacia la costa, desenvolviendo la botella, leí entre el envoltorio un titular: «Se iniciará el desmantelamiento de la estación de tren Carenero». Se produjo en mí un alud de emociones y un duelo inmediato, derivados seguramente de mi afición a los trenes. Con urgencia debía conocer, visitar y despedir aquella estación, quizás no por azar ya estaba en la probable trayectoria de mi recorrido. Abandoné la ciudad y me dirigí hacia la costa en aquel Opel Kapitán negro, atravesando riachuelos, acantilados y mangles; recuerdo haber tomado anotaciones sin sentido alguno sobre la mágica geografía y el accidentado viaje [riscos, acantilados, aluviones / vahos, bosques pluviales, descampados / prados, vórtices y drelos / cumbres, cordilleras, cimas y montañas / declives, taludes, estepas y tormentas / neblinas, rocíos e inclemencias]. También recuerdo haber escuchado insistentemente en la radio Crazy de Patsy Cline, porque durante un largo recorrido no sé que experto analizaba esa compleja pieza musical. Sin lugar a dudas, creo hoy, desde la distancia, que esa canción llegó a convertirse en la cinta sonora del viaje y de sus descubrimientos. Más adelante, localizando emisoras a través de los botones selectores del dial, dí con una entrevista radial a un importante clérigo quien, con cierto paroxismo, hablaba de tres recientes y ejemplificantes prohibiciones: El último tango en Paris de Bertolucci, Je t’aime.. moi non plus de Jane Birkin y Serge Gainsbourg y Nathalie, interpretada por Aznavour. La primera, por sus escenas escatológicas contra la moral, la cultura y la iglesia por cuanto en dichas escandalosas sesiones, además, se oraba; la segunda, por los sugerentes gemidos en la canción, que dibujaban al escucha, escenas auditivamente explícitas y la última, Nathalie, por constituir una apología al comunismo y al kremlin, promoviendo amores imposibles en plena guerra fría. Casi sin darme cuenta había llegado a la estación; me detuve a la derecha de la carretera para poder observarla de lejos, sentí la fuerza de los autos que pasaban ocasionalmente a mi lado a alta velocidad; luego de cada ráfaga de viento, todo volvía a la calma dominada por la brisa apacible del mar, tornándose en sucesivos vórtices: sotavento y barlovento. Ingresé a la estación por lo que pareció ser una antigua puerta de entrada, desde donde se observaban rayos de luz de la mañana, filtrándose a través del derruido techo, creando una insospechada escenografía: maquinarias, durmientes, rieles, vagones y restos de una locomotora, algunos de ellos grafiteados por algún artista callejero, en su aspiración inconsciente de acreditarse una obra que sólo le pertenecía a la fatalidad y al tiempo. El piso era una alfombra vegetal, entretejido por rizomas desde donde se erigían, épicas e irreverentes, grandes estructuras de hierro mohoso. Parecía ser un jardín de esculturas en alto relieve, cincelado por los años, la lluvia, el olvido y el sol inclemente; sin duda, una caricatura moribunda de la modernidad a destiempo. El viento, entre los jirones del antiguo techo, dejaban escuchar silbidos agónicos, agudos estertores, sollozos y quejas del metal en su fatiga, similar al lamento de una ballena herida, arponeada de muerte, o los sonidos propios de la desmantelada cubierta de un buque abandonado, en los segundos previos a su explosión y hundimiento. Sólo entonces entendí que allí se hacía la síntesis, el caos tenía múltiples vértices: el bar, la estación, el periódico y la canción de Patsy Cline. Yacía allí una atmósfera cifrada, encriptada e ininteligible; recuerdo haberme preguntado ¿qué relación azarosa podría tener la maduración de un brebaje con la elección de una botella al azar, envuelta en papel con titulares referidos a un evento específico entre miles, en una página cualquiera de un diario en particular?. La botella no era más que un pequeño y caótico universo, desde donde emergió la explicación buscada durante el viaje, que me fue revelada sólo al ingresar a la estación. En efecto, esa burda botella, más bien, se había transformado en un microcosmos rodeado de titulares durante la maduración del elixir que, por fatal concatenación, me llevó al sitio y a develar el espíritu del lugar, su genius loci. De esa manera lo deduje, estaba seguro que todas y cada una de las botellas almacenadas en la trastienda del bar, debidamente envueltas, esperaban sólo por algún cliente anónimo que, ingenuamente, desactive el envoltorio, extraiga la espoleta a cada botella y detonen en miles de caóticos significados, buscando asirse unos a otros, que le den sentido, orden y certidumbre. Volví al auto cargado de ideas y fotografías, con la intención de continuar la marcha, ahora de regreso; ya no se escuchaba Crazy, tampoco loas a la inquisición y a la censura, sólo noticias domésticas de la mañana. Me preparé para el retorno con una botella vacía que alguna vez fue sólo un placebo y con los restos de un periódico que ahora servía, extrañamente, para limpiar el parabrisas, empañado por la humedad y el rocío del amanecer. La última vez que fui al bar del médico asesino, antes de mi recorrido, lo hice sin saberlo, como paciente, con interminables preguntas. Entendí que no existen respuestas esperándonos, que lo único predecible es lo incierto, por ello, no aspiraría más una explicación fundante; sólo buscaría un genio residual en aquella botella que encendiera la locomotora, en un viaje de retorno a contraviento, entre duermevelas y contra la ventana. Abandonaría el auto, no manejaría nunca más y emprendería, desde ese momento, un viaje interminable de regreso en tren.
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Acerca del autor
Escrito por: César Rodríguez Barazarte
Sociólogo y narrador venezolano, profesor de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido colaborador en las secciones literarias de distintos periódicos venezolanos. Su último libro: «Cartas desde Casablanca», Caracas, 2008. En pronta publicación «Soliloquios Urbanos / Ejercicios Narrativos».
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Agradable relato César, fusión de recuerdos, espacios y vivencias. Muy
atemporal.
Muy interesante desde su inicio. Son los vaivenes del ser en sus propios conocimientos, para llegar a entenderse a si mismo. Saludos César.
Felicitaciones César. Muy buena pluma. Uno viaja con el relato
Excelente utilización del recurso de la memoria en la que en Sotavento y Barlovento César hace de la evocación una particular manera de recordar lo recordado. Se entretejen recuerdos y hechos en planos que cubren el recorrido de una madrugada de los despreocupados tiempos juveniles, con la constatación del observador maduro de las frustradas promesas de modernización de tiempos perdidos. El interés por el azar, la certidumbre y la búsqueda de significaciones, vital en César, junta en Sotavento y Barlovento al cuidadoso narrador poético y el agudo analista social, sin apremios de respuestas, pero con capacidad de soñar.