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Como cada domingo tendía la colada dos o tres en al día. Pareciera que no existía nada más allá que hacer el domingo que lavar la ropa. Durante la jornada se afanada en tender y recoger las piezas que ocupaban de un lado al otro las líneas de tender. Aunque el sol no acompañara, ella recogía y tendía incansable, ensimismada en la rutina del día de descanso dominical.
Desde primera hora las líneas se llenaban de piezas de todo tamaño y color. Primero las ropas teñidas. Y después las de blanco. Vaqueros, camisetas, calcetines, alguna braga y algún calzoncillo que otro, testigos mudos del erotismo al sol. Piezas de todos los tamaños iniciaban una batalla contra el viento aferrándose con fuerza a las líneas. A veces se trataba de ropa de bebé, otras de niño, otras veces de adolescente, otras de adulto, todas reclamando ganar la batalla de conquista y ocupación de las líneas. Pareciera como si en aquel piso viviera una nutrida representación de todas las edades del género humano. Y, sin embargo, la única cabeza humana que sobresalía de entre las ventanas del patio de luces, era la de aquella única mujer.
Pelo recogido en un siempre perfecto moño, gafas oscuras que resaltaban sobre su pálida piel, brazos orondos llenos de pecas, camisa blanca de algodón perfectamente planchada. Ese detalle fue el que cautivo mi atención. Me resultaba de lo más singular un ama de casa a la que solo veía los domingos a través de las ventanas del patio de luces tender la ropa, vestida siempre de impoluto y ordenado domingo.
Al principio no le concedí mayor importancia hasta que un día me percaté que las ropas de bebé y de niño desaparecían para convertirse en ropa de adolescentes. Mi curiosidad fue en aumento cuando al domingo siguiente la ropa tendida era toda de un solo color, blanca, y de un solo sexo, el femenino. Pero mi asombro fue mayúsculo el día en que la línea de la ropa se llenó de vestidos de primera comunión. No uno ni dos. ¡Sino cinco vestidos de primera comunión de niña llenaban las desnudas líneas del tendedero!
Reconozco que aquello alentó mi dormida capacidad de fisgón. Así que inicié mi personal campaña de investigación sobre la identidad de aquella supuesta ama de casa. Mi primera pesquisa se centró en su buzón. No tenía más que un nombre, Eustaquia Rodríguez. Por tanto, deduje, inmerso en mi nuevo papel de Sherlock Holmes, que no existía marido ni hijos.
Nuestro edificio no cuenta con un portero de esos que los saben todo de todos, por lo que, resuelto ya en mi recién estrenada faceta investigadora, busqué respuestas en la panadería situada justo en frente a mi casa. Pero mi ilusión primigenia se fue por la alcantarilla. No la conocían ni la habían visto nunca. Claro, pensé, comprará el pan en el supermercado de la esquina, y fue allí donde la rubia y espabilada cajera del súper me dio algún detalle más de ella. Sí, claro, una mujer educada pero muy reservada. Debe de vivir sola. Siempre compra poca cosa, como para una persona sola.
Vaya, aquello se ponía cada vez interesante, porque si vivía sola, de alguien debía de ser la ropa que cada domingo se afanaba en limpiar y tender las ropas al sol.
Entonces, pensé si no sería ayudante de atrezo de algún teatro. O quizás se ganara un sobre sueldo lavando ropa o, puede ser, ocultara en su piso un negocio pirata de limpieza de ropa.
Lo cierto es que mi curiosidad no hacía más que crecer. Varias veces estuve a punto de iniciar conversación con ella, gritando de ventana a ventana. Pero siempre me frenaba en el último momento. Al fin y al cabo, quién era yo para interesarme por el origen de las prendas.
Por fin, un día me la tropecé en la librería del barrio. Aquella era mi ansiada oportunidad de entablar una charla de acercamiento. Me presenté como el vecino del sexto. No. Del sexto B. Sí. Creo que te he visto por el patio de luces…Sí, nuestras ventanas están casi juntas, bueno, con un piso de por medio. Sí, cierto. En fin, ya nos veremos. Dele recuerdos a su familia. No. Vivo sola. Ah, vaya, pensé que por la cantidad de ropa que tiende… dejé caer sutilmente, pero nada, se volvió y me dijo adiós amablemente con la mano.
Así que era verdad, vivía sola. Entonces, ¿y aquella ropa….? Bueno, puede que fuera voluntaria en una de estas asociaciones que recogen ropa para luego distribuirlas entre las personas que las necesitan. O algo aun mejor. Tal vez, fuera una asesina en serie. Una especie de psicópata que limpia la ropa de sus víctimas para no dejar rastro incriminatorio alguno. Me reí de mis propias ocurrencias. ¿Una asesina? Bah, seguro que todo aquello tenía una explicación mucho más sencilla y menos de novela negra.
Una tarde la encontré a la entrada del portal. Llevaba consigo un abultado bolso de viaje que parecía pesar. Allí estaba una oportunidad única para tener una excusa y subir hasta su casa. No. Tranquilo, puedo sola. A mi no me importa ayudarla, en serio. Finalmente, cedió. Bueno, lo cierto es que pesa un poco.
¿Cómo iba a saber yo, señor agente, que con aquella acción de buen vecino me iba a poner en peligro?
¿Dónde lo dejo? ¿en el salón? Cuando cerró la puerta, me pareció que su sonido debería ser igual al cierre de las puertas del mismo infierno. La casa rezumaba a alcohol rancio y a pestilente humedad. En dos segundos, mis fosas nasales se impregnaron de una mezcla de olores en la que el tufo a formol era el predominante.
Montones de ropas que se apilaban aquí y allá, trepando por las paredes del salón cual enredaderas de tela. ¿Y toda esta ropa? Son de los muertos. ¿De los muertos? Sí, claro, ellos ya no lo necesitan, ¿sabes? Sí, bueno, imagino…. En fin, me tengo que ir… Espera. Creo que tengo algo para ti.
Abrió la bolsa que yo mismo había subido minutos antes y extrajo una chaqueta de las que usan los motoristas.
Creo que es de tu talla, ¡quédatela! No, no, por favor, si yo solo le hacía un favor…. ¡Pero si está como nueva! Te aseguro que el muerto no la va a reclamar. Yo misma se lo quité antes de empujar su caja dentro del crematorio…
La muerte tiene cara, se lo aseguro, señor agente, y se parece mucho a la que aquella mujer, mi dulce y arreglada vecina… Le juro que yo no daba crédito, señor agente. Y le digo más, por un momento, me dio la sensación que observaba con demasiado interés la ropa con la que iba vestido.
¿Lo ve usted, señor agente? ¡Esa mujer roba la ropa a los muertos! Eso debe de ser delito, ¿verdad?
Bueno, eso lo ha de determinar un juez. Por ahora, firme ahí, donde pone ‘denunciante’, y ya le iremos informando. Sí, claro, claro. Pero dígame, ¿harán algo al respecto? Señor, ya le he dicho que le iremos informando. Está bien, por cierto, me gusta su chaqueta. Sí, está maja, ¿eh? Justo ayer me la regaló una señora muy amable que vive a dos manzanas de aquí. Espere un momento, ¿cuál era su dirección? Anda, pues mire, si vive en su mismo bloque; puede que hasta sea vecina suya, ¿no la conocerá usted? ¿O sí?
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Acerca del autor
Escrito por: Josefa Molina Rodríguez (@JosefaMolinaR)
Autora del poemario ‘Inflexiones’ (Playa de Ákaba, 2017). Doble Mención honorifica en el I Certamen de Relatos Cortos organizado por el colectivo Tagoror, edición 2015. Finalista I Certamen de Relato Corto Pluma de Cigüeña, convocado por Piediciones, 2016. Autora en diversas antologías de prosa y poesía editadas por Playa de Ákaba. Las antologías ‘Perdone que no me calle’ y ‘Mujeres 88 poetas canarias’ cuentan también con relatos suyos. Miembro fundador de la Asociación de Escritores y Escritoras ‘Palabra y Verso’ (palabrayverso.com). Produce y dirige el programa de radio ‘De la Palabra al Verso’. Cuenta con un blog personal: josefamolinaautora.com
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Mil gracias por publicar una vez más, un relato mío en su espacio digital . Excelente forma de concluir el 2017. ¡Gracias a todos por leer!
Como siempre, un placer compartir tu obra!!! Gracias
Vayaaaa….!!! Qué bueno seguir descubriendo a la escritora Molina en sus relatos breves siempre llenos de imaginación e intriga.
Mil gracias, Norberto, por pasarte por aquí y comentar. Un abrazo grande.