Sara se despertó sobresaltada, empapada en sudor y embelesada bajo una familiar sensación de venganza. Cogió su móvil, abrió el bloc de notas y, como cada noche, apuntó todos los detalles del sueño que logró recordar: había mucha gente, nos miraban a mí y a Verónica, pero yo no me encontraba bien. Algo estaba ardiendo, y oí dos disparos. El primero acabó con su vida, pero el segundo…
Dejó el móvil sobre la almohada y comenzó a llorar desconsoladamente. Era más de lo que podía soportar: el mismo sueño noche tras noche, año tras año, los mismos dos disparos, como si algo o alguien quisiera ponerse en contacto con ella, enviarle un mensaje, y no lograra sintonizar el canal adecuado: con la segunda detonación todo se volvía confuso, guarnecido bajo una cortina opaca e impenetrable.
Una luz parpadeante proveniente de su móvil le sacó de sus pensamientos. Era un mensaje de Verónica.
Sara, soy yo, Vero. Tu padre me ha dado tu número. ¿Podemos vernos? Es importante.
Eran las cuatro de la mañana del sábado. Saltó de la cama y se vistió lo más rápido que pudo. Por fin, después de veinte largos años y de… aquello… su mejor amiga se ponía en contacto con ella. No podía ser casualidad, no señor.
Preparó una improvisada maleta, bebió un café bien cargado y cogió las llaves de su Golf descapotable.
Cuatro horas después, Verónica abrió la puerta de su apartamento y, al encontrarse con Sara, se rompió en mil pedazos. Había pasado mucho tiempo, pero aún seguía enamorada de su amiga como el primer día. Se abrazaron y se observaron durante unos segundos, sin decir nada.
Luego charlaron durante horas, bebiendo tequila y fumando marihuana como si aquella fuese su última noche en la tierra. Rieron, lloraron y se besaron hasta que llegó la hora de hablar de lo inevitable.
−¿Lo has superado? –preguntó Verónica. Nunca le había gustado irse por las ramas, directa como un dardo certero.
−Necesito algo más fuerte que esto para sincerarme contigo –dijo Sara señalando el canuto.
Verónica asintió, pero mientras sus hábiles y temblorosas manos preparaban la cocaína, su rostro denotaba preocupación. Había tenido muchos problemas con las drogas, y se había visto obligada a hacer cosas muy poco recomendables para conseguirlas. No le gustaría ver a su mejor amiga cometiendo el mismo error. Ella estaba por encima de aquella mierda.
−He leído mucho acerca de abusos sexuales –apuntó Sara mientras enrollaba un billete de veinte euros y se lo introducía en la nariz. Aspiró la droga con fuerza y esperó unos segundos−. Con el paso de los años, las víctimas aprenden a perdonar, algunas incluso sienten lástima de los agresores. Yo no. El odio que siento hacia ese hijo de puta ha ido creciendo dentro de mí como un muérdago asfixiante y letal. No he hecho otra cosa que estudiar y trabajar como una mula, como si disfrutar de los placeres de la vida me fuese a deparar un nuevo castigo.
Verónica, entre lágrimas, sonrió. La confesión de su amiga le sentó bien, como una prueba de que no se estaba volviendo loca.
−Tengo el mismo sueño desde hace años –continuó diciendo Sara−. Se repite cada noche. Hay mucha gente, voy armada y se oyen dos disparos, pero nunca logro ver quién es la segunda víctima. Puedes imaginarte quién es la primera, ¿verdad? Me despierto aterrorizada y ya no logro conciliar el sueño. No he tenido hijos, ni una relación que me durase más de tres meses. De hecho, puede decirse que no tengo amigos, y no he hablado con mi padre desde hace cinco años. No, estoy muy lejos de haberlo superado, te lo aseguro.
Verónica se levantó del sofá y preparó dos nuevos chupitos de tequila. Ella tampoco había podido olvidar aquella noche, cuando el padre Damián las sorprendió besándose y tocándose bajo el pórtico de la iglesia, uno de los pocos lugares del pueblo donde dos lesbianas adolescentes podían amarse sin ser vistas. Recordaba cada detalle con inusitada claridad, como si hubiera sucedido la noche anterior: apareció de la nada, se acercó lentamente a ellas, como un león agazapado entre la maleza, y las miró con superioridad durante varios segundos. Tanteó sus posibilidades y dio gracias a Dios por aquel inesperado regalo. Ya sabéis lo que tenéis que hacer para que no me vaya de la lengua, pequeñas hijas de Satanás –dijo entre dientes mientras les sujetaba del pelo y acercaba sus cabezas hacia su sexo.
Verónica, sin tiempo de atarse los botones de la blusa, trató de librarse de él mordiéndole el antebrazo, pero fue en vano. Recibió un puñetazo en la cara y, acto seguido, le arrancó la blusa dejando sus pechos al descubierto. Eso le excitó aún más, y su escasa humanidad desapareció dejando paso a un ser violento y salvaje.
Sara no supo qué hacer. Estaba aterrorizada, y temía por su amiga, ingobernable y testaruda. Presa del pánico, soltó el cinturón del cura y le bajó la cremallera de los pantalones hasta que su abultado pene se alzó triunfante entre sus caras. Había oído historias… historias que hablaban de niñas asesinadas después de ser violadas. Era mejor no resistirse.
−¡No le diga nada a nuestros padres, se lo ruego! –dijo mientras cogía el sucio miembro.
−¡No lo hagas, Sara! – exclamó Verónica mientras se revolvía de nuevo.
Un nuevo puñetazo acabó con su rebeldía. Sara acarició su rostro y la tranquilizó. Todo iba a salir bien.
Instantes después, ambas le practicaron una felación, mientras sus cabezas chocaban una contra la otra empujadas por las manos firmes del padre Damián. Descargó todo su mal sobre ellas y las soltó con gesto repulsivo.
−¡Malditas zorras chupapollas! –musitó entre dientes.
Se subió los pantalones y desapareció envuelto en la misma niebla que le había traído.
No dijeron nada. En un pueblo pequeño, el hecho de ser lesbianas habría eclipsado el abuso y los golpes. Verónica dijo que había hecho autostop y que unos desconocidos le habían dado una paliza, y su padre le propinó un nuevo tortazo para que aprendiera la lección. Después del verano, Sara se fue a la universidad, así que no se volvieron a ver.
−¿Qué hay de ti? –inquirió ésta−. ¿Has podido llevar una vida normal?
Verónica bebió de un sorbo un nuevo chupito de tequila. Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y contó lo que había callado durante demasiado tiempo.
−Cuando te fuiste a estudiar periodismo todo se fue a la mierda. Malas compañías supongo. Comencé a flirtear con las drogas, primero marihuana, después coca, y luego todo lo que pillaba, hasta que llegó un momento en que con mi sueldo de camarera no me llegaba. Una noche de borrachera, tenía un mono terrible y… bueno, alguien me propuso que me acostara con él por dinero. Acepté. A partir de ahí esa ha sido mi profesión. Soy una prostituta, una lesbiana que se acuesta con hombres por dinero, ¿no es irónico?
Sara no supo qué decir. Le había contado su vida pensando que era la persona más desdichada del mundo, y resultaba ser un cuento de princesas.
−Eso no es lo peor –continuó Verónica−. Hace cinco años me quedé embarazada. Gajes del oficio. Entregué al niño en adopción, ni siquiera tuve que pensarlo. En aquel momento fue una liberación para mí. Lo único en lo que podía pensar era en recuperar mi vida para seguir drogándome y destruyéndome. ¿Puedes ver qué clase de persona soy? ¿Qué madre abandona a su hijo?
Sara continuó en silencio, mientras las lágrimas caían por sus mejillas. Se levantó y corrió a su lado. Se sentó junto a ella y permanecieron abrazadas durante un buen rato.
−¿Qué hubiera sido de nuestras vidas si ese cabrón no hubiera aparecido? –preguntó Sara mientras recomponía el pelo de su amiga.
−Supongo que me habría ido a la ciudad contigo. Habría encontrado un trabajo de camarera mientras tú estudiabas y, en el último año de carrera me habrías dejado por alguna empollona sabelotodo. Yo me habría vengado, por supuesto. Me hubiese hecho puta para conocer a ese tipo de gente que… consigue pistolas y cosas así, y habría ido a por ti.
Sara no tardó en comprender el verdadero significado de sus palabras. Se levantó para meterse otra raya de coca y miró a su amiga con un gesto delirante.
−Ahora entiendo qué era eso tan importante que me decías en el mensaje. Lo tienes todo planeado, ¿verdad?
−Con gran profusión de detalles –respondió Verónica abriendo el cajón bajo el botellero y mostrándole una pistola reluciente−. Es algo que tenemos que hacer, Sara, lo teníamos que haber hecho hace mucho tiempo, pero éramos jóvenes y cobardes. No pretendo hacerle daño, sólo asustarle hasta que confiese sus actos en público.
−Amenazarle en público nos puede causar problemas, pero son asumibles mientras no haya lesiones físicas. Sin antecedentes ni siquiera pisaremos la cárcel, aunque no estoy segura.
−Yo sí. Un tipo me debía un favor, nunca mejor dicho. Resultó ser abogado, así que le pregunté eso mismo. Ya sabes, con la típica excusa del amigo de un amigo. ¿Qué me dices?
Sara se apoyó sobre el carrito de las bebidas. Estaba algo mareada, pero nada le apetecía más que vengarse del padre Damián.
−Quiero dormir por las noches –sentenció.
A las doce y media del mediodía, dos mujeres espoleadas por el odio, la falta de sueño y las drogas entraron en la iglesia. Se alegraron al comprobar que la mayoría del pueblo se encontraba allí.
Sara llevaba consigo una garrafa con gasolina, y al cerrar el gran portón de madera tras de sí, le prendió fuego para que nadie pudiera salir.
Verónica caminó con paso firme hasta llegar al altar, apuntando con su pistola a todo aquel susceptible de llamar a la policía o de hacerse el héroe.
−¡Quietecitos en los bancos! –exclamó mientras disparaba al techo−. ¡Si hacéis lo que os digo no os pasará nada!
Tomó al padre Damián del cuello de la sotana y le obligó a arrodillarse mientras le introducía el cañón de la pistola en la boca. Aquella imagen le trajo amargos recuerdos, pero se recompuso.
−¡Sé que me has reconocido, hijo de puta! ¡Tienes cinco segundos para confesar lo que nos hiciste! ¡Cinco segundos para que toda esta gente sepa qué clase de monstruo eres en realidad!
El cura le lanzó una mirada desafiante y negó con la cabeza. Aquellas dos zorras no iban a arruinarle la vida.
Verónica miró hacia la puerta. Sara estaba allí, encogida de hombros. Si la escena no lograba amedrentar al cura, estaban perdidas.
Sacó la pistola de su boca y le disparó en el muslo derecho. El padre Damián cayó al suelo, retorciéndose de dolor, mientras los presentes se escondían bajo los bancos, aterrorizados.
Sara se acercó a su lado. Estaba pálida, jadeaba y un sudor frío envolvía su cuerpo. Eso no entraba en los planes pero, por alguna misteriosa razón, su cuerpo no reaccionaba como debería.
−No va a confesar –dijo Verónica con el rostro desencajado−. ¡No va a confesar, maldita sea!
Su amiga vomitó a su lado. Había sido una noche muy larga, y el alcohol y las drogas estaban pasando factura, pero había algo más. Su mente estaba nublada, como si todo aquello fuese un mal sueño.
−¡Malditas zorras chupapollas! –susurró el cura mientras se agarraba la pierna−. Vais a pasar el resto de vuestros días en la cárcel.
−¡Cállate, maldito cabrón! –exclamó Verónica mientras le golpeaba en la cabeza con la culata de la pistola −. ¡Cállate si no quieres que te mate aquí mismo!
−No seas estúpida –continuó el padre Damián tratando de levantarse─ ¿Quién va a creer a una prostituta enganchada a las drogas y a su amiga lesbiana?
Sara, pese a tener la mente sumida en un profundo agujero del que no lograba salir, lo vio todo claro. El muy hijo de perra tenía razón: nadie les creería. Aún en el caso de que confesara sus actos en público, todos pensarían que lo había hecho para salvar la vida.
−Llama a la policía –dijo limpiándose la comisura de los labios con la manga de su camiseta ─, llámales y diles que ha habido un asesinato.
Verónica le ayudó a levantarse y le miró a los ojos. No tenía buena cara.
−No digas tonterías. No voy a matar a nadie.
−Lo sé –dijo Sara arrebatándole la pistola con un movimiento rápido−, pero yo sí.
Apuntó a la cabeza del cura y disparó.
Una sonrisa alumbró su ensombrecido rostro, mientras caía de rodillas, exhausta.
−¡Dios mío! –exclamó Verónica –. ¡Sara! ¿Por qué?
Sara sonrió. Su mundo se había desmoronado por completo, pero ella ya no se encontraba allí. Sus últimas palabras, sin embargo, calaron en su amiga más de lo que pudo imaginar.
–Tienes un hijo al que conocer. Eso es mucho más de lo que yo tendré jamás.
Acto seguido, colocó el cañón de la pistola junto a su sien y…
…se despertó sobresaltada, empapada en sudor y embelesada bajo una familiar sensación de venganza. Cogió su móvil, abrió el bloc de notas y, como cada noche, apuntó todos los detalles del sueño que logró recordar: había mucha gente, nos miraban a mí y a Verónica, pero yo no me encontraba bien. Algo estaba ardiendo, y oí dos disparos. El primero acabó con su vida, pero el segundo…
Escrito por: Txaber Saenz Dañobeitia
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Con la recreación de ese onírico deseo de venganza en Sara el autor intenta darnos una inmersión en las aguas profundas y sucias del sentimiento de culpabilidad que oprime, confina y reprime al «abusado», por no ser, no estar, no actuar…
El sueño es un recurrente cómodo para exteriorizar miedos y resolver conflictos internos; bien usado por Txaber Saenz Dañobeitia en forma de anillo en torno a hechos reales que el lector intuye duros, con mismo principio y fin, para mantener en todo momento el interés del mismo.
Ni yo mismo lo hubiese comentado con tanto acierto. Muchas gracias, Josefina.
Al principio pensé que era «un relato más» pero a medida que avanzas en la lectura el texto va creciendo.
Muy logrado.
Uff. Yolanda. No sé qué decir. Muchísimas gracias por tu comentario.
Guau! Qué buen manejo del tiempo en este breve relato! La tensión va en aumento y cuando llega a su punto máximo… el cable a tierra: ”se despertó sobresaltada, empapada en sudor…”