Dos gemelos que dejan de parecerse no es un suceso habitual. Cierra la puerta, Enrique, y siéntate en esa butaca. Desde aquí te será más fácil mirarme. No sales de tu asombro, ¿verdad? No creas, a mí también me extraña contemplar qué distintos somos ahora. Ya sabes lo cobarde que siempre fui para estas cosas. Un gallina, así disfrutabas llamándome cuando me perseguías campo a través con un puñado de chinas en cada mano. Pero, al verte encogido en ese sillón, te juro que mi nuevo aspecto me gusta. Tú mismo puedes verlo. Los dos meses que he tardado en recuperarme han merecido la pena. Mediante la rinoplastia me ensancharon la nariz. Y el mentón, qué opinas de él… Sin duda, el mío resulta más seductor.
Si te he pedido que vinieras al despacho es tan solo para explicarte que operarme no ha sido un antojo. No arrugues la frente, te lo voy a contar con detenimiento. Todo comenzó la tarde en que irrumpieron unos matones en mi casa. Para ser riguroso, no irrumpieron, sencillamente les abrí la puerta. Había invitado a cenar a Esperanza, aquella novia que me arrebataste en el instituto. Mantengo mucha relación con ella, aunque dudo que tú la recuerdes… Sonó el timbre cuando me disponía a aliñar una ensalada y pensé que, quien llamaba, era ella. Así. Sin más.
En cambio, no fue Esperanza quien llegó, sino tres energúmenos de espaldas anchas, vestidos con chaquetones de cuero negro. Uno de ellos me empujó y caí en la silla de mimbre de la cocina, fijándome en las tiras de pollo que sobresalían entre el verde y el rojo de la ensalada. Fíjate qué tontería. Pensé que, si me concentraba en el bol, tal vez pudiera acallar el estrépito que supuse eran cajones volcados en el suelo del salón. Me torturaba el ruido seco de mis libros al caer de las estanterías, los mismos libros que nunca abro más de la cuenta para que no se doble el lomo. Ya sabes que soy un poco maniático para eso. Y, como comprobé que no daba resultado, me cubrí los oídos. Para alejar de mi mente la lluvia de cristales rotos de la vitrina en la que colecciono los trofeos de ajedrez. Una lluvia que sonaba como los chasquidos de mis propios huesos.
Me parece que nunca te lo he confesado, Enrique, pero esa tarde comprendí que, una vez más, la razón se encontraba de tu parte. No soy más que un gallina. Y, aunque mi rostro se haya transformado, supongo que la cobardía es la huella dactilar de mi alma. Ni siquiera pude preguntarles quiénes eran. Ni qué querían. Sin embargo, la causa de su visita sí la sé. Uno de ellos tomó un cuchillo del cajón de los cubiertos y amenazó con utilizarlo si no les devolvía el dinero. Una barbaridad. Trescientos mil euros. ¿Qué pasa? Por un instante me ha parecido que las manos te temblaban. Aunque quizá sean figuraciones mías. Por qué iban a temblar, si tú no tienes nada que ver con esto.
Seguro que te haces idea de la situación. Permanecía en mi propia casa, a la espera de las órdenes de unos tipos que me exigían un dineral y, de pronto, me acordé de Esperanza. A punto de llegar para la cena. Siempre tan puntual y el reloj de la pared casi marcaba las nueve. Aunque tal vez estuviera parado y eran mis propios latidos lo que sentía con tanta insistencia. No lo sé, pero recuerdo que temí que sonara el timbre en cualquier momento. Por eso, oí mi propia voz, como un cacareo, y los advertí de que se habían confundido de persona. Y ahí cometí una estupidez. De todo se aprende. Nunca se debe decir a unos tipos de esa calaña que se equivocan. Pero qué quieres. No estoy acostumbrado a tratar con esa ralea. Solo deseaba que se fueran de mi casa cuanto antes. Aún tardaron unos minutos, los que emplearon en golpearme hasta sangrarles los nudillos. Entonces aprendí que significa que le rompan a uno la cara. Respiré el olor de la sangre que recorría mis mejillas Por fortuna, se esfumaron. Amenazándome, eso sí, con regresar tres días después para que les diera el maldito dinero.
Me quedé tumbado en el suelo hasta que presentí una voz femenina en mi oído. Y, qué bobada, así con los ojos amoratados, me imaginé que quien hablaba era mamá, consolándome como cuando era niño y fingía dolor de cabeza. Se acurrucaba en mi cama, olía su fragancia tibia a miel, hasta que por la ranura de los ojos veía tu silueta en el pasillo, con el puño de la mano bien cerrado. Tardé un rato en darme cuenta que no podía tratarse de mamá. El dolor resultaba bastante tortuoso como para estar muerto.
Era Esperanza quien repetía mi nombre como un rezo. Supongo que esos individuos ni siquiera se molestaron en cerrar la puerta. Tras apartar a un lado los objetos esparcidos en el salón, me ayudó a levantarme. Se puso a buscar un botiquín. Y así, tumbado en el sofá, con la cara destrozada, volví a notar aquella sensación que ya creí haber superado. ¿Sabes qué era, Enrique? Nunca lo adivinarías, porque jamás viviste la angustia de los pantalones húmedos, del olor caliente de una meada en la entrepierna. Y después la frialdad, como un helado derritiéndose. ¿No dices nada? Con lo que solías gritar, se me hace raro que ahora estés tan atento. Yo, en cambio, sí lo experimenté. Y no se lo deseo a nadie, ni a mi peor enemigo. Me convertía en un perro, marcando su territorio del miedo. Porque eso es lo que me gritaban los de tu pandilla, ¿recuerdas?, Gabi, Álvaro y Julián, todos tan hombres, me esperaban en los pasillos del instituto, mientras tu cabeza sobresalía tras de ellos con esa sonrisa de actor de cine que, según mamá, podía haberte llevado a Hollywood. A mí aquello me llevó a un sinfín de especialistas para los que en apariencia no estaba enfermo. Es curioso. Me sucedía solo cuando tenía que suplantarte en los exámenes, desde el instituto hasta la carrera. Fuiste muy hábil al convencerme para que yo también estudiara Económicas.
Y, a medida que Esperanza limpiaba con algodones mis heridas, el aturdimiento dejó paso a una lucidez inusitada. Por mi cabeza desfiló una rubia platino que, en la puerta de esta misma oficina, se colgó de mi cuello, mientras me imploraba una relación más formal de la que, supuestamente, manteníamos como amantes. Yo nunca he tenido una amante, Enrique. Ni he acudido a las salas de juegos que me remitían invitaciones y me trataban como socio distinguido. Y qué contarte del abanico de tarjetas de banco, plateadas, azules, doradas… Tarjetas que, por otra parte, yo no había solicitado. Tanto es así que, durante una larga temporada, llegué a pensar que alguien se estaba sirviendo de mi identidad. Hasta que al fin desechaba este pensamiento absurdo. ¿Quién iba a querer usurparme?
Sucedió como en la proyección de una película, arropado por la humedad de mis vestimentas. De pronto me había transportado a mi infancia, y Esperanza intentaba adecentar mi cuerpo con sumo cuidado. El alma no, el alma es otra cosa. Al terminar, guardó en la maleta algunos objetos indispensables. Entre ellos la documentación que estoy renovando en la actualidad. Me voy a invertir los apellidos, qué te parece. Ya veo que no te parece nada. Pero ella esperó hasta que pude ponerme en pie y caminar sin temor a desmayarme. Si me hubieras visto… Me sujetaba a su brazo como un viejo con lumbalgia. Viví en su estudio durante aquella época en la que te desvivías por contactar conmigo, por más que te aseguraban en mi oficina que me encontraba en París, en un viaje de negocios. Hasta que las heridas cicatrizaron y me pudieron intervenir sin riesgo.
Ya ves que la cirugía plástica resulta de lo más efectivo, aunque hasta hace poco yo también tuviera mis dudas. Tú mismo puedes comprobarlo. Y eso que estuve a punto de arrepentirme en la misma puerta del quirófano. Sabes muy bien lo que opino de las operaciones. Que son el fracaso de la medicina. Me lo habrás oído decir tantas veces… Y aquella mañana, a través de los ventanales de la sala de espera, se filtraba una luz cegadora. Como el resplandor que atravesaba la cúpula de la facultad cuando se iniciaban los exámenes finales en las mañanas de primavera. Y, como entonces, sentí tentaciones de retroceder y escapar corriendo.
Sin embargo, me siento dichoso de no haberlo hecho. Y ahora, Enrique, que ya te he explicado con detalle quién soy, espero que no lo olvides cuando cruces esa puerta. Lamento que tú no puedas explicarme lo que te ha ocurrido. Tal vez lo tuyo también se trate de una confusión. Quizá esos tres removieron la ciudad para encontrarme y dieron contigo. Eran tan obstinados como tus amigos de la facultad. No tenían pinta de perdonar ninguna deuda. No hace falta que te pongas en pie ni que aprietes los puños. Puedes permanecer aquí el rato que quieras. El miedo aún no me ha desaparecido, aunque se ha transformado en una sustancia que flota como el líquido amniótico del vientre materno. A veces me cuesta trabajo creer que tú y yo compartiéramos el de mamá. No sabes lo que daría por que ahora mismo pudiera vernos. Se extrañaría tanto al descubrir tu rostro perplejo como de que mi sonrisa haya ganado confianza con los años.
No te acerques más. ¿O acaso quieres ver cómo irrumpen los guardias de seguridad que vigilan esa puerta si aprieto este botón? Los más idénticos a dos orangutanes que pude encontrar. Quizá ellos te ayudarían a recuperar la voz. Porque lo has debido pasar mal, pobre, debe de ser bastante molesto que le arranquen a uno las amígdalas sin anestesia. Así, a sangre fría, y sin ningún helado que alivie la garganta. Como el que tú engulliste cuando me operaron y llegamos a casa. Un corte de chocolate y vainilla. Todavía me acuerdo.
Escrito por: Silvia Fernández Díaz
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