Unas notas musicales de marcado ritmo, de las que diferencio un contrabajo, un piano y una batería, espolean a mi cintura a seguir su compás. Cuando advierto que la canción instrumental procede de la entrada del taller, levanto la cabeza del cárter en el que estaba concentrada. Para mi asombro, la melodía brota del interior de un Seat 600 del que sale una señora de cabello claro con brillos plateados, vestida con pantalón de piel y con un bolso aprisionado bajo la axila. Casi por ensalmo, surge mi hermano Pablo de la oficina que, como aficionado al Jazz, estoy segura que no tardará demasiado en hacérselo saber a la conductora.
—Carolina, atiendo yo —me dice Pablo según camina sonriente.
Sin embargo, el automóvil me llama la atención, y no precisamente por ser un modelo clásico, o por las ondas armoniosas que sus altavoces desprenden, si suscita mi curiosidad es porque me evoca a mi padre. Retorno al cárter para localizar la fuga de aceite, pero ya no lo hago con los cinco sentidos, como había hecho hasta el momento. Mi memoria traspasa años, décadas, defunciones pero también nacimientos, en definitiva, se emplaza en mi infancia.
Una de las escenas más amadas que poseo de mi padre Darío, la persona que fundó el negocio que aún hoy conservamos, es una en la que emergía de debajo de un Seat 600 color bermellón que adornaba el garaje como si fuese un mueble más. En este recuerdo, como de costumbre, estaba embutido en un grasiento mono azul, con el pelo encrespado y el rostro tiznado de hollín, que contrastaba con sus dientes luminosos y la copla que a menudo me canturreaba. Pero si existe algo de aquella época que permanece intacto en mi retentiva, son los efluvios que mi olfato distinguía y la resonancia que de fondo atrapaban mis oídos: los primeros, provenientes de los lubricantes industriales y de los gases que los motores arrancados emitían; la segunda el rumor constante, a veces calmoso, a veces embravecido, del oleaje de las cercanías.
De repente, oigo a la propietaria del Seiscientos comentarle a Pablo que en la grabación recién suspendida es la saxofonista. Mi hermano se admira y pregunta por su nombre, pero ella, modesta, señala que no es famosa. También le asevera que por su condición de fémina no alcanzó el estatus al que todo músico aspira.
Esta revelación vuelve a incitar a mi memoria, por lo que recuerdo mis inicios como máxima responsable del taller, pero, inevitablemente, la remembranza de mi progenitor se antepone.
Cuando yo no levantaba más de un metro del suelo, afincados en un pueblo costero, la pesca o las actividades relacionadas con la mar eran la ocupación de todo lugareño en edad de trabajar. No obstante, como en casi todos los aspectos de la vida, donde siempre hay una excepción, Darío, al que no le agradaba esa monstruosidad viviente que es el océano, se decidió por crear su propio acomodo al margen de la inmensidad acuática. Su alternativa fue la de instalar un taller mecánico. Su elección fue sencilla, el hecho de que no existiese ninguno le ayudó, pero, además, sus nociones al respecto destacaban sobre otras de sus cualidades. Su dominio llegaba a tal extremo, que con escuchar el tipo de ronroneo enseguida percibía qué le sucedía a la máquina. Dictaminaba con exactitud, como cuando el médico ausculta con el fonendoscopio y de inmediato reconoce el diagnóstico. Con probabilidad, su rapidez con los encargos y su sonrisa limpia, que le acompañaba con frecuencia, se difundieron entre los vecinos, por lo que ya no tuvieron que trasladar sus vehículos a la ciudad.
Al poco de su apertura, don Genaro, dueño de las tabernas, la gasolinera y el colmado, inauguró otro garaje con tarifas más reducidas, de las que Darío aseguraba que era ilusorio que pudiese extraer beneficio. Con todo, como la profesionalidad de mi progenitor era del gusto de muchos de los asiduos, conservó una clientela fija que posibilitó que nos mantuviésemos, aunque tuviese que rebajar los precios.
La faena era incesante, a pesar de ello, no se podía permitir contratar peones. El préstamo del local estaba avalado con la vivienda que aún estaba por pagar, y los intereses eran tan elevados que gran parte de las ganancias tenían un único destino: el banco. Si bien, siempre estaba la opción de venderle el negocio a don Genaro, como pretendía éste. Pero tanto Darío como Adela, mi madre, rechazaron la oferta por la desconfianza que les generaba este caballero.
Por extraño que parezca, a mis tres hermanos varones, que son menores que yo, no les seducía el taller, preferían bajar a la playa a solazarse o a nadar. En cambio, a mí me cautivaba, razón por la que acudía a menudo. Ya desde muy niña, al pisar el establecimiento, cerraba los ojos y aspiraba profundamente la emanación de la mezcla de aceites, carburantes y desinfectantes. Alguno de los capítulos más queridos que atesoro en un rincón de la mente, como si consistiesen en reliquias de valor, eran aquellas ocasiones en las que me pertrechaba de unas pocas herramientas de las que pendían en un panel repleto de clavos para, después, situarme a la vera de Darío e imitar sus movimientos. Sus carantoñas y cuidados eran la recompensa que recibía por animarle la tarde. Casi sin darme cuenta, entre juegos y risas, me transmitió todos sus conocimientos, igual que había hecho mi abuelo con él. Por cierto, mis yayos fueron los que le regalaron el Seat 600 desenterrado del desguace, que recompuso mi padre para que fuese su primer utilitario. Desde entonces, de vez en cuando, lo revisaba y le realizaba una puesta a punto.
Cuando Pablo me requiere, regreso a la realidad con precipitación, golpeándome en la coronilla con el capó.
—Carolina, ¿puedes venir?, mira qué ruidito más curioso emite el motor de este Seiscientos.
Me quito los guantes y los guardo en el bolsillo trasero del pantalón de tergal, de camino me afianzo el pañuelo que me protege el cabello. Pese a la intriga que Pablo intenta adjudicarle a sus palabras, sé que no se trata de una circunstancia extraordinaria. A él nunca le ha motivado la mecánica, de hecho, su función se ciñe a tareas de administración y recepción.
—Buenos días, señora. Tiene un coche bonito y muy bien cuidado —afirmo estudiando el exterior de la máquina.
—Gracias, lo adquirí a principios de los ochenta… Pero disculpe mi atrevimiento, ¿es usted quien se encarga de las reparaciones?
—Sí, así es, hace veinticinco años que tomé las riendas.
—Es maravilloso que una mujer disfrute de la oportunidad de dedicarse a un oficio monopolizado por el hombre. Como le he dicho a este caballero tan encantador, en mi vida laboral también sobrellevé una situación similar.
Pablo interviene, pero en vez de referirse al asunto que le ha llevado a la artista a traernos el Seiscientos, vuelve a exponer el tema que más le apasiona. La conversación se adentra en los diferentes estilos jazzísticos así como en el aspecto que más fascina a mi hermano: la improvisación que caracteriza a los músicos de este género. Aunque permanezco en la tertulia desconozco la materia, por lo que simplemente asiento a las observaciones de ambos. De todas formas, quizás por la manifestación de la señora, no puedo evitar que mi memoria atraiga el acaecimiento más hórrido que he experimentado, el que originó que asumiese la responsabilidad del taller cuando frisaba los diecinueve años.
Mis recuerdos a este respecto están teñidos de un velo nebuloso, incluso, alguna vez, he recelado de que llegaran a acontecer y se lo achaco al mundo de los sueños, o más bien, al de las pesadillas. Pero lo cierto es que aquella inolvidable tarde en la que ensobraba currículos para enviarlos a los pueblos próximos en busca de un empleo con el que ayudar a mi familia, una vecina aporreó la puerta de nuestro hogar con una noticia funesta: Darío se había desplomado ante la fuente de la plaza, sobre el adoquinado. Los esfuerzos de los médicos fueron inútiles ante la punzada aguda que le atravesó el pecho. Mi padre nos dejó con una brusquedad de la que nos costó recuperarnos.
—Carolina, Carolina —me reclama Pablo desde el sillón del conductor del Seiscientos.
—Sí, disculpa.
—Atenta, que arranco.
Una vez ejecutada la operación, prorrumpe un revoloteo proveniente del motor, como una bandada de palomas que alzan el vuelo. Como había vaticinado, la avería no es grave.
—Dígame que no voy a tener que deshacerme de él, me causaría una tremenda lástima. He pasado mis mejores momentos con este pequeñín.
—No se preocupe, lo voy a revisar, pero lo más probable es que una correa se haya deshilachado.
—¿Y poseen recambios de este modelo?
Pablo y yo asentimos, pero ninguno osa cruzar la mirada con el otro. La artista suspira y acaricia la carrocería como si se tratase de una mascota. Por fin, Pablo nos deja a solas. Compruebo la correa dañada e introduzco el Seiscientos hasta el fondo del local.
—Si no es molestia, me gustaría acompañarla, de este modo podremos charlar. Me satisface que una mujer arregle mi apreciado automóvil.
La reparación es sencilla, por lo que acepto la petición de la señora. Cuando preparo las herramientas que voy a necesitar, rompo la atención que la afable fémina ha depositado en los murales de olas espumosas y de caminos polvorientos que decoran las paredes.
—Debe de ser emocionante tocar en un grupo musical y recorrer mundo —opino y me escondo tras el capó, que en este caso está ubicado en la parte trasera del vehículo.
—Oh, sí, es la decisión más acertada que he tomado en cinco décadas. A mi juicio, exteriorizar lo que uno lleva dentro es básico para vivir en armonía con el universo.
Sin duda, desde su llegada, ha demostrado que es una persona atrevida, tanto en sus manifestaciones como en sus acciones. Me asomo para que me vea y aparto con un comentario la prudencia con la que suelo relacionarme con los clientes.
—La he escuchado antes, es una pena que por ser mujer haya tenido trabas en su profesión.
—Es uno de esos detalles incomprensibles que caracterizan al ser humano. Es irracional, por definirlo de algún modo, que hombres y mujeres no dispongamos de las mismas oportunidades —declara con convencimiento, a continuación se me aproxima y se expresa en un tono más moderado, como si me confesase un secreto—. Si le soy sincera, creo que el miedo tiene mucho que ver. Pero seguro que usted sabe de lo que hablo.
Asiento con una ligera complacencia en los labios. Ella entrecruza las manos a la espalda y contempla los lienzos que nos rodean. Retorno a la labor ensimismada en sus palabras, lo que provoca que, de súbito, me transporte a una época pasada.
Tras el fallecimiento de Darío y las múltiples muestras de cariño y afecto de amigos y vecinos, volvimos a la realidad de sopetón. Una carta del banco nos comunicó el vencimiento de la letra del local y las consecuencias si el pago no se hacía efectivo en un determinado plazo. El sueldo de Adela, resultante de su cometido como tejedora de redes de pesca, era escaso para solventar la deuda y mantenernos. Con la posible pérdida de la vivienda en un horizonte no muy lejano, recibimos una nueva propuesta de adquisición de don Genaro, bastante menos cuantiosa que en otras ocasiones. Mi madre decidió considerar la oferta, para ello tuvo que desoír mis súplicas que hacían referencia a que yo, pese a mis dieciocho años, estaba capacitada para encargarme del taller. Como hermana mayor asumí, desde un primer momento, dónde residía nuestra salvación. Durante un tiempo había pretendido trabajar en las fábricas establecidas en la región, pero siempre rechazaban mi ofrecimiento, con lo que mis únicas opciones consistían en cuidar de los niños de otros o en tejer redes. Finalmente, Adela recapacitó, y si lo hizo fue porque ante todo, lo más importante era respetar la voluntad de su marido. Éste, en infinidad de ocasiones, había desestimado traspasarle el negocio a don Genaro, y desde luego, nunca nos había sobrado el dinero.
Persuadí a Pablo, un año menor que yo, para que se implicase. Es un erudito de los números y aunque, por aquel entonces, aborrecía la mecánica, la contabilidad también es otra de las tareas de un garaje. A la par, estudió administrativo, aspecto este que entraba dentro de sus planes. Cuando alzamos la verja después de dos meses, el aroma retenido de la grasa y los carburantes me sacudió en el rostro. Me embriagó de tal manera, que me asaltó un sentimiento indefinido, a caballo entre la nostalgia y la satisfacción. Adela, Pablo y yo lo adecentamos, hasta mis hermanos de trece y catorce primaveras colaboraron. Quitamos los calendarios pasados de automóviles deportivos y de alta gama y los sustituimos por una reluciente capa de pintura blanca. No recuerdo mayor tensión que la que me impusieron los nervios el día del estreno.
Si bien emprendimos nuestro proyecto con ilusión por continuar con el negocio de Darío, nos sorprendimos sobremanera con la actitud que adoptaron nuestros conciudadanos, en total contraste con su carácter llano y cordial. Cuando la noticia de la inauguración se extendió por el pueblo, una angustia inesperada se apostó en el seno de la familia. Mis primeras jornadas las soporté recorriendo de esquina a esquina las cuatro paredes. De brazos cruzados me asomaba a la transitada calle donde está emplazado el local, y lo único que encontraba eran muecas de extrañeza y miradas entornadas que intentaban otear el interior vacío. Sólo entraba alguien cuando algún adolescente deslizaba la pelota adrede con el propósito de curiosear. Una chica sentada en una pila de neumáticos nuevos comiendo pipas de girasol o, la misma ilusa muchacha puliendo un viejo Seat 600 rojo era lo que, exclusivamente, sus inquietas pupilas lograban captar.
Pero el episodio que nos reveló el intrigante fundamento por el que los clientes de mi padre se habían esfumado, fue lo que me abrió los ojos. Una mañana en la que mi madre fue a realizar la compra, nuestros vecinos la observaron por encima del hombro para, con disimulo, cuchichear. Entre una retahíla de incongruencias, entendió que su hija había ambicionado apropiarse con descaro de una función que jamás sería capaz de consumar con idéntica eficacia que un hombre.
Un sábado, unas semanas después de la apertura, opté por desistir. Acordamos que el lunes solicitaríamos una cita con don Genaro para ofrecerle el taller. Quizás fuese una de las noches que más litros de lágrimas brotaron de mi apenada alma. No pude más que sentir que traicionaba a mi padre.
Sin embargo, el domingo, temprano, aconteció uno de esos fenómenos mágicos que, de vez en cuando, se dan en la vida de las personas. Un repiqueteo ansioso tronó para despertarnos sobresaltados. Cuando desplegué la puerta de la calle, la imagen que descubrí me desconcertó: los globos oculares de un antiguo cliente pretendían saltar de sus cuencas, mientras, con las yemas de los dedos se sujetaba las sienes, además, balbuceaba unas palabras que se trastabillaban unas con otras. Cuando conseguí que se calmase, me explicó que era el padrino de la boda de su hermana, y que al arrancar el coche con el que debía recoger a la novia, tras unos estruendos parecidos a un «bang-bang», el motor había perdido fuerza hasta ahogarse. Me pidió con desesperación que le auxiliase, no obstante, yo no tenía razones para no hacerlo. Cogí un estuche de herramientas que me habían regalado cuando cumplí los quince y fui a su casa a echarle un vistazo con el presentimiento de que la avería estaba relacionada con el ralentí. Tras unos ajustes pudimos solucionarlo.
Me lo agradeció como si hubiese salvado a su hijo de la muerte y me lo recompensó con exceso. Luego me aseguró que todos los asistentes a la boda se enterarían de mis cualidades y que era tan válida como Darío. De regreso, según zarandeaba el estuche henchida de satisfacción por la comparación con mi padre, adiviné que no tendríamos que convocarnos con el potentado del pueblo.
Y así fue. Para mi asombro, cuando me presenté el lunes a las ocho de la mañana en el taller, el primer cliente esperaba aparcado sobre la acera. Alcé la vista al cielo y le sonreí al sol, como si el universo se hubiese conchabado conmigo. No fue una cascada de vehículos lo que recibí en las jornadas posteriores, pero un fusible por aquí, un cambio de aceite por allá o un filtro obstruido, dieron paso a reparaciones más complejas. Poco a poco, a los lugareños les dejó de importar que una mujer arreglase sus automóviles, con lo que todos salimos beneficiados.
Subyugada por las imágenes del pasado, no he sido enteramente consciente de cómo he concluido la sustitución de la correa. Compruebo que la he tensado y, de repente, unas notas armónicas se manifiestan desde alguna parte del taller. La saxofonista expele sobre la boquilla de su instrumento, sus mofletes, colorados, se hinchan y deshinchan, ha sellado los párpados y su expresión ida parece conectar con algo invisible, también se mece al son de la melodía. Pablo, a su vera, la acompaña con rítmicos aplausos. Conociéndole, debe de haberla convencido para que extraiga el saxo del maletero y nos deleite antes de marcharse.
Unos minutos después, cuando la artista está sentada ante el volante dispuesta para partir, me guiña un ojo y me sorprende con un último comentario:
—Las cosas están cambiando, ustedes son la prueba —afirma, a continuación se desliza calzada abajo agitando un brazo a través de la ventanilla de su querido pequeñín.
Escrito por: Aitor Martín Andrés
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Un espléndido relato lleno de sensibilidad. Me agrada mucho.
Felicidades.
Gracias Elena por dejarnos tu comentario. Un saludo