Como cada noche, Vicente llegaba a su casa cargado de bolsas, alguna de ellas chorreando liquido rojizo y viscoso con fuerte olor a pescado. Como cada tarde, había estado recogiendo los desechos del mercado de la ciudad, revolviendo entre los cubos y peleándose con gatos y perros por los trozos de pescado y carne que, a medio morder, se hallaban esparcidos por el suelo.
Se dirigió directamente a la cocina. Ésta, destartalada y sucia, acumulaba desechos de comida por todos los rincones. Las dos gatas que tenia Vicente fueron siguiéndole hasta la cocina, arañando las bolsas que traía en las manos. Tiro al suelo varios papeles húmedos y otros despojos que había sobre una sucia mesa de cocina y colocó allí las bolsas. Fue abriéndolas una a una. De la primera sacó y colocó sobre la mesa un buen puñado de tripas de pescado, alguna cabeza, raspas y demás sobras. Hasta el propio Vicente reconoció un fuerte olor en esos despojos de pescado, pero interpretó que era agosto, y que el sol había estado calentando el contenedor de basura todo el día. Hacía mucho tiempo que el hambre había vencido a los escrúpulos. Las gatas se subieron de un salto a la mesa y comenzaron a comer y esparcirlo todo por encima de la mesa. En ese momento, Vicente, como hacía desde que se le terminó hace años su última bombona de butano, comenzó a comerse crudo aquellos despojos de pescado, según él, eso era lo que más le gustaba de lo que recogía de la basura. Estaba seguro de que aquello le daba salud. Así, fue recogiendo primero entre los dedos las tripas que se metía en la boca empujando con los nudillos de su mano derecha. Las tripas eran suaves al tacto y tenían una textura bastante viscosa que le encantaba. Según iba comiendo el olor del pescado impregnaba la ropa de Vicente, su pelo, su boca, sus manos. Pequeños trozos de tripas se iban depositando en sus uñas, donde permanecerían varios días, hasta que una vez resecos se cayeran. Para terminar, eligió unas cabezas de sardinas, las cuales tuvo que masticar varias veces hasta poder tragarlas.
De esta forma, Vicente cenó una noche más. Y como todas ellas, se tumbó después en una especie de sofá que le servía como cama, y fue cerrando los ojos hasta que se durmió. El resto de la noche, las dos gatas fueron devorando el resto de sobras de comida que Vicente había traído. Y según se la comían, iban dejando restos putrefactos de pescado por todo la casa.
Esa noche, los vecinos, una vez más, llamaron a la policía.
Escrito por: Pachi Fernández
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