Era una tarde fría y gris del mes de diciembre. Teresa subía con rapidez las escaleras del metro de Paseo de Gracia. Llovía con intensidad. Barcelona puede convertirse en una ciudad horrorosa en días de lluvia. Al llegar a la calle intentó refugiarse debajo de un balcón. La gente, con los paraguas abiertos, caminaba con rapidez, cabizbajos, intentando esquivar los charcos de agua. Se quitó los guantes mojados de lana. Se le estaban helando las manos. Tomó un pañuelo de la bolsa. Se secano la cara. Estoy completamente mojada. ¡Brrrr! Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Me estoy congelando. ¿Por qué decidí cambiar el día de clase? Estaba muy enfadada. Odiaba la lluvia. El sol nos da la vida. La lluvia en apaga y consume. Intentó relajarse. No puedo presentarme así delante del maestro. Él no tiene la culpa. ¡Esta mierda de día! ¡Dios mío! ¡Qué asco! Los nervios se habían apoderado de su raquítico cuerpo. Imposible relajarse en ese estado.
Si me lo pienso mucho no me moveré. Miró hacia arriba y hacia abajo de la calle Aragón. Los coches estaban parados. El semáforo para ellos era rojo, por ella verde. Aquel era el momento. Se coloca el violonchelo detrás de la espalda y salió corriendo de su refugio. ¡Mierda! El semáforo había cambiado de color. ¿Por qué precisamente ahora se tiene que poner rojo? exclamó. Los coches empezaron a circular. Allí estaba ella, sola con su instrumento, en plena calle, sin paraguas y muelle hasta los huesos. Tengo que arriesgarme. Volvió a mirar hacia arriba y hacia abajo. Podía atravesar la calle si se daba presa. ¡Por fin! Ya estaba en el otro lado. Unos cuantos metros más y llegaría a casa de su maestro. De sorprende un coche pasó a gran velocidad levantando una enorme cortina de agua. Teresa quedó literalmente rodeada por ella. De su boca salieron mil y un insultos. Aquel desaprensivo no tuvo en cuenta que al pisar el charco de agua mojaría los peatones. ¡Imbécil! exclamó. Ahora sí que doy pena. Teresa continuó caminando. Iba por el medio del Paseo de Gracia dirección a la calle Consejo de Ciento. ¿Por qué quiero refugiarme bajo los balcones si ya no puedo estar más empapada? ¡Este no es mi día! Está visto que no lo es.
Al llegar a casa del maestro pulsar el botón del interfono. Una voz profunda, fúnebre contestó. Teresa le fe saber que había llegado. Acto seguido se abrió la puerta y pudo acceder al interior del edificio. ¡Por fin estoy a cubierto! Ahora nada me puede pasar. Apoyó el violonchelo en la pared. ¿Cómo puedo presentarme así delante de él? se preguntó. Estoy hecha una pena. Va volvió a coger el pañuelo para secarse. Eso y nada es lo mismo. El pañuelo estaba demasiado mojado. La corta cabellera que lucía de color castaño desprendía gotas de agua, que resbalaban por el abrigo y la cara. Como los perros movió con brusquedad la cabeza a derecha y a izquierda. El agua quedó incrustada en las paredes del rellano. Se bruñir el pelo. Con las manos intentó escurrir el agua depositada sobre el abrigo. Bueno, pensó, no puedo hacer milagros. Tomó el violonchelo y se dirigió hacia el ascensor. Pulsando el botón. Esperó. Era un antiguo ascensor del Ensanche barcelonés que tardaba una eternidad en bajar y subir. Mientras esperaba volvió la cabeza para observar la calle. Aunque llovía. Una sonrisa se esboza en su cara. Había un pequeño charco de agua en el suelo. El ascensor paró bruscamente delante de ella. Abrir las puertas y pulsar el botón. De sorprende un ruido fuerte y un leve temblor le demostró que se había iniciado el largo y lento camino hacia el tercer piso. Finalmente el ascensor se detuvo. El maestro estaba frente a la puerta, inmóvil, esperándola. La abrió y con un gesto dulce le pidió el instrumento. Una vez en el interior del piso la llevó hasta el cuarto de baño.
– Entre y acondicionar antes de comenzar la clase. Yo me encargaré de su abrigo. No se preocupe por nada. Siempre hay cosas peores. No lo dude. Siempre hay algo peor en la vida.
Aquellas palabras le calmaron los ánimos. Era cierto. ¿Por qué enfadarse? La lluvia es parte de la vida. Peor sería no sentir nada. Una vez acondicionada vio las cosas de una manera diferente. Había llegado el momento de enfrentarse con su maestro y con la música de Haydn. Abrió la puerta y se dirigió a la sala de estudio. George Piatigorsky estaba sentado en una silla, con el violonchelo entre las piernas, esperando a Teresa. Ella intentó disculparse por su aspecto. Piatigorsky, con un gesto seco de la mano, la hizo callar.
– No tiene porque darme explicaciones.
– Lo sé, respondió Teresa, pero…
– Tranquila. Comprendo su reacción. Vamos a relajarnos. Los nervios son malos para el estudio y peores para la creación. ¿Lo intentamos?
– Si. Creo que será mejor. La lluvia me pone muy nerviosa. Es superior a mí.
– Muy bien, dejemos a un lado Haydn. No se propicio empezar a estudiar una pieza cuando uno no está concentrado. Nos relajaremos rezando.
Teresa se quedó muy sorprendida al oír aquellas palabras de su maestro. No sabía cómo hacerlo.
– Siento mucho llevarle la contraria pero, yo soy agnóstica. No se rezar.
A pesar de ser de origen católico, hacía muchos años que se había desvinculado de cualquier confesión religiosa. Él la miró con indulgencia.
– ¡Claro que sí! murmuró. Todo el mundo sabe rezar.
Piatigorsky cerró los ojos. Se calza el violonchelo entre las piernas. Cogió el arco con delicadeza. Inspiró profundamente. Durante unos breves segundos hubo un silencio ensordecedor en la cámara. De repente atacó el segundo movimiento del concierto para violonchelo y orquesta en la menor, opus 129, de Robert Schumann.
Teresa se quedó de una sola pieza. El maestro le acababa de dar a conocer una de las cosas más profundas que un profesor puede enseñar a un alumno. Se enteró de que la verdadera espiritualidad de un músico se encuentra en el interior de uno mismo. Muy pocos llegan a descubrirlo. Sólo los grandes alcanzan la perfección. Piatigorsky era uno de ellos. Para él rezar era eso. Qué oración puede haber más maravillosa que el sentimiento expresado mientras interpreta el segundo movimiento de Schumann? Durante los minutos que llevará la música Teresa se vio rodeada por un extraño éxtasis de placer. Algo que no se puede describir con palabras le hizo olvidar la lluvia y los nervios que tenía acumulados por culpa de ella. Todo quedó atrás. La música era lo que realmente importaba. Al finalizar, cuando el silencio volvió a reinar en la cámara, Piatigorsky abrió los ojos. Con lentitud apoyó la mano derecha sobre la pierna. La miró y le murmuró al oído:
– Ve que fácil se rezar.
Escrito por: César Alcalá Giménez da Costa
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