Pasajes de San Juan (Guipúzcoa)
14 de abril de 2016
Maite fue la última en bajar del autobús. Dedicó una tímida sonrisa al conductor y, bastón en mano, descendió por la pequeña escalinata hasta llegar a la acera, donde se detuvo a contemplar su pueblo. Habían pasado setenta años, pero le sorprendió comprobar que su olor, su luz, su esencia en definitiva, no hubieran cambiado en absoluto.
Aspiró el aire cargado de sal, de pesca y de montaña, y lloró como sólo alguien a quien la guerra había desgajado del que fuera su hogar podía hacer. Se apoyó en un viejo muro de piedra, y tuvo que esforzarse para no vomitar.
−¿Se encuentra usted bien? –preguntó una señora inclinándose hacia ella.
Maite se incorporó y asintió, esbozando su segunda sonrisa del día. Dios le había privado del habla, pero su acanalado rostro era capaz de expresar lo que su voz callaba con inusitada precisión.
−Como quiera –dijo la señora continuando su camino−. Que se mejore.
Agradeció la amabilidad de la desconocida con una reverencia y suspiró aliviada: tenía que relajarse si quería pasar desapercibida. Respiró hondo, se limpió la comisura de los labios con un pañuelo y dirigió sus torpes pasos hacia el puerto. No tenía mucho tiempo antes de que las fuerzas le abandonasen.
Mientras caminaba por la estrecha acera, su mirada no perdía detalle: las coloridas casas de los pescadores, los pequeños comercios que pasaban de padres a hijos, la montaña que amurallaba el pueblo de manera natural y, sobre todo, los niños jugando en las calles llenas de vida.
Respiraba pesadamente, como si un estrecho corsé amilanara su pecho. Se detuvo para recuperar el aliento y, por primera vez, se asustó ante la posibilidad de no lograr su propósito. Observó los barcos que abandonaban la bocana en dirección a mar abierto, y gritó en silencio en un intento por encontrar las fuerzas que le faltaban. La imagen de su padre llegando a puerto después de varios días en el mar, y de su madre arreglando las inmemoriales redes de pesca le llenó de amargura. Ambos murieron con poco más de treinta años, siendo ella apenas una niña, después de una vida de duro trabajo y de una guerra que acabó con todo lo bueno.
Su llanto, al igual que su voz y que sus gritos, era mudo e imperceptible, y eso le permitió llegar al puerto sin ser vista. Su viaje desde Chile concluía ahí, dos días después, en un banco cercano al mar donde aposentó sus huesudas caderas.
Estaba anocheciendo, pero no le importó. No necesitaba luz para ver a la muerte. Sabía que estaba ahí, agazapada e insaciable. Abrió su bolso y sacó su pequeño estuche de maquillaje: se pintó los labios, dio color a sus pálidas mejillas, y peinó su larga melena lo mejor que sus temblorosas manos se lo permitieron. Siempre había sido muy coqueta, y quería estar guapa para encontrarse con Dios.
Del bolsillo de su chaqueta extrajo una pequeña libreta marchita por el tiempo, y la apretó contra su pecho con la esperanza de que alguien la leyera tras su muerte. Aquellas hojas amarillentas, aquel diario que su padre le regaló el mismo día en que les separaron para siempre, vertían luz sobre un capítulo de la guerra que muchos trataron de negar años después, y hablaban del poeta, de un guerrero que, armado únicamente con la palabra, hizo posible que aquel barco salvara su vida y la de dos mil personas más.
Se tumbó en el banco y, con el frío de la noche, inició su viaje hacia lo desconocido.
Fue un pescador quien, al amanecer, descubrió su cuerpo sin vida. La halló tumbada, con un brazo extendido y sosteniendo una pequeña libreta en su mano.
Asustado, llamó a la policía, y mientras esperaba a que llegasen ojeó las hojas amarillentas con cuidado de no romperlas.
Al terminar, al tiempo que oía las primeras sirenas acercándose al pueblo, se quitó la lágrimas de los ojos, y recordó las historias de su abuelo sobre una guerra terrible que había truncado la vida de muchas familias.
Se quitó la chaqueta y cubrió el rostro de la anciana. Puso la libreta donde la había encontrado, y susurró al viento las palabras del poeta que acababa de leer.
Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie.
Región de Aquitania (Sur de Francia)
5 de marzo de 1939
Cuando los refugiados llegaron al campamento de Gurs, después de muchos días caminando por las gélidas cumbres de los Pirineos y siendo bombardeados y ametrallados por la aviación nacionalista, sus escasas esperanzas se desvanecieron en el frío aire del atardecer. Tal y como muchos habían predicho, no se trataba de un hotel para exiliados políticos, sino un campo de concentración en toda regla.
Maite agarró con fuerza la mano de su madre y tiró de ella tres veces para que le prestara atención. Begoña, antes de dirigirse a su hija de once años, se quitó las lágrimas con la manga de su camisa para que no le viera llorar.
−No te preocupes –dijo cogiéndola en brazos−, estaremos bien, ya lo verás.
Maite dibujó un corazón en el aire y miró a su madre con gesto angustiado.
−Ya te lo he explicado, cariño –dijo ésta abrazándola con fuerza−. A papá se lo han llevado a otro campo, a uno donde van los hombres más fuertes, pero pronto nos reuniremos con él, ya lo verás.
Dicho esto, los casi mil refugiados, en su mayoría vascos, junto con algunos brigadistas internacionales y aviadores republicanos, se adentraron en el campo con paso vacilante: muchos de ellos no saldrían vivos de allí y, los más afortunados, lo recordarían toda la vida como el peor de los infiernos.
Se encontraba en lo alto de un cerro, y una única calle lo atravesaba de norte a sur. Ambos lados estaban divididos en enormes parcelas de doscientos metros de largo por cien de ancho, que acogían unos treinta barracones cada una, separados de la calle central por una alambrada doble, por el medio de la cual los guardias vigilaban todo el complejo.
No fueron los primeros en llegar. Del interior de los barracones más antiguos fueron saliendo toda suerte de personas, cuyo aspecto denotaba una desnutrición y una falta de higiene que hacían presagiar lo peor.
Siguieron caminando hasta casi el final del campamento. Los refugios estaban construidos con estrechos listones de madera cubiertos por una tela embreada que no tardó en dejar pasar la lluvia y el frío.
Cuando Begoña entró en el barracón que les habían asignado, junto con otras sesenta personas, estuvo a punto de perder la consciencia: no había armarios, ni mesas ni sillas, y varios sacos rellenos con paja ocupaban gran parte del piso, que estaba cubierto por un barro arcilloso que delataba la ausencia de drenaje. Tampoco había aseos, ni siquiera agua corriente.
−¡Vamos, cariño! −exclamó cogiendo a su hija de la mano y empujándola hacia el lado sur del barracón−. Ahí estaremos más protegidas.
Maite corrió junto a su madre y se abalanzó sobre unos de los sacos. Se quitó la mochila y la arrojó al suelo, como un explorador que reclamaba para su país una región recién descubierta. Sacó su pequeña libreta, la que su padre le había regalado días antes, y se ocultó tras la falda de su madre para que nadie la viera escribir.
Sexto día: ya hemos llegado a nuestro destino. Es horrible. Mamá está desolada, aunque trata de disimularlo. Estoy convencida que esta libreta es demasiado pequeña para describir todo el mal que nos acecha.
No se equivocaba. Pronto comprobaron que, además del frío y de la falta de higiene, la comida era escasa y de mala calidad, y que a los que se atrevían a protestar los sacaban del campo y nunca más se volvía a saber de ellos.
Deshacerse de los más problemáticos se convirtió en una práctica habitual, y se extendió hacía los judíos procedentes del norte de Europa con los que compartían barracón. Años después supieron que los trasladaban a Auschwitz.
La rutina se adueñó de sus vidas, y aunque no fueron sometidos a trabajos forzados, siempre había algo que hacer, sobre todo en cuanto al mantenimiento y mejora de unas instalaciones que dejaban mucho que desear.
Un mes después de su llegada, muchos enfermaron de disentería, así que decidieron construir un rudimentario aseo en el exterior de cada barracón. No era más que una caseta de madera a la que se accedía subiendo dos o tres peldaños, y dentro de la cual se colocaba un tosco retrete. Bajo la edificación se hallaban las tinas que habían de recoger los excrementos, y que eran transportadas fuera del campo en carros.
Begoña también enfermó, y aunque en un principio pensó en ocultárselo a su hija, finalmente decidió contarle la verdad.
−Será mejor que cambies de barracón durante unas semanas –le dijo forzando una febril sonrisa−. Así evitarás contagiarte. Yo me pondré bien enseguida.
Así fue como Maite se fue a vivir con José y Elena, “los Baraona” como se les conocía en el campo, una joven pareja sin hijos alojados tres barracones más al sur. Ambos habían sido maestros antes de la guerra, y no podían tener hijos, así que estuvieron encantados de poder ayudar a Begoña hasta que se recuperara.
Por desgracia nunca lo hizo. Las fiebres altas dieron paso a vómitos y diarreas continuas y, según uno de los guardias, que aseguraba tener ciertos conocimientos de medicina, el tejido de sus intestinos se había necrosado a causa de un sangrado crónico. Murió entre gritos de dolor y la impotencia de saber que dejaba atrás una hija indefensa y un marido al cual probablemente hubieran fusilado.
Maite estuvo una semana sin probar bocado. Su cuerpo se había acostumbrado al ayuno y la cordura abandonó su mente para protegerla de la realidad.
Fue Elena Baraona quien, con tesón y paciencia, logró que la niña volviera a comer y mostrara interés por vivir. Y lo hizo al darse cuenta que era la que mejor se entendía con los guardias, pues éstos sólo hablaban francés y ella estaba acostumbrada a comunicarse mediante gestos y signos. Así se convirtió en la intérprete oficial de los barracones republicanos, y el puesto le llenó de orgullo y apartó sus pensamientos de su madre muerta y de su padre desaparecido.
Las semanas fueron pasando sin grandes sobresaltos, entre miseria, algunos palos, y el miedo a desaparecer como tantos otros.
José y Elena aprendieron el particular lenguaje de signos que usaba Maite, y lo perfeccionaron para poder comunicarse con ella con mayor precisión. Fue tal su pericia que, a los pocos días, decidieron que tomara clases particulares, a lo que la niña accedió de buena gana. Estudió algebra, geografía, literatura e historia, y mostró una sed de conocimiento tal que los Baraona se sintieron impotentes. Sin libros, sin cuadernos para escribir ni lápices para pintar, estaban muy limitados. Por fortuna, José era un hombre con recursos, y había oído hablar de sordomudos que leían los labios de sus interlocutores. Le pareció una oportunidad magnífica para que la niña siguiera creciendo como persona. Ante la falta de método, usaron la imaginación, y tanto José como Elena hablaron muy despacio durante varias semanas, hasta que Maite comprendió que existían muchas palabras que jamás podría leer, pero que por el contexto de la oración eran prescindibles. Aprendió a fijarse no sólo en la boca, sino en las cejas, en las arrugas de los ojos, y en los brazos, sus grandes aliados. Un mes después, fue capaz de entender cualquier conversación, incluso de personas que se encontraban a muchos metros de distancia. Y por las noches, cuando nadie le observaba, escribía en su pequeña libreta lo más relevante del día, como pequeñas perlas que, algún día, arrojarían luz sobre el destino cruel de miles de personas inocentes.
Ya llevamos dos meses en Gurs. Muchos han muerto por la falta de alimento o por las enfermedades. Los demás no tardaremos en hacerlo. No entiendo por qué Dios nos castiga de ésta manera.
Un día, a principios de julio, mientras paseaba por los barracones en busca de otros niños con los que jugar, conoció a Bernard, un joven guardia al que nunca antes había visto. Era un joven simpático, y no tardó en entablar cierta amistad con él. Resultó ser la peor de sus pesadillas. Apenas tres días después de conocerle intentó forzarla en uno de los aseos, y lo hubiera logrado de no ser por la providencial urgencia de una mujer enferma de disentería. Dos días después, le vio deambular cerca de su barracón, muy lejos del lugar donde estaba asignado, y supo perfectamente que venía a terminar aquello que habían dejado a medias.
No dijo nada a nadie hasta que su comportamiento evidenció que algo estaba ocurriendo. José y Elena le obligaron a contar la verdad, y los acontecimientos se desarrollaron de la peor forma posible. José, soliviantado, salió de la tienda como llevado por el diablo y recorrió todo el complejo hasta dar con el joven soldado. Sabía quién era, le había visto merodeando lejos de su puesto. Pese a la falta de alimento y de fortaleza física, a punto estuvo de acabar con su vida. Se acercó a él por detrás y le propinó una patada que fracturó su rodilla izquierda. El guardia cayó al suelo como fulminado por un rayo y, acto seguido, le arrebató su fusil y le propinó un culatazo en la sien que le dejó sin sentido. José estaba fuera de sí. Aquella niña era como una hija para él. Le apuntó con el arma y, viendo que su oponente yacía en el embarrado suelo, no se atrevió a disparar.
Elena y Maite llegaron en el preciso momento en el que varios guardias se abalanzaron sobre él y le propinaron una paliza de muerte. Se ensañaron con una crueldad indescriptible hasta que uno de sus superiores dio la orden para que se detuvieran. Fue demasiado tarde. José sobrevivió unas pocas horas más, pero murió aquella misma noche.
En el campo de Gurs, con veinte mil refugiados a los que vigilar, una muerte más poco importaba.
Maite se sintió culpable, y un nuevo dolor se adueñó de su espíritu, uno más que terminó por dilapidar su cordura. Era como si todos sus seres queridos estuvieran condenados a morir, y tenía la convicción de que ella era la culpable: su padre había desaparecido, su madre había muerto, después lo hizo José y, probablemente, si se quedaba en el campo, Elena también moriría.
Por esa razón, a medianoche, cuando los demás dormían, cogió su pequeña mochila, introdujo en ella las pocas cosas que tenía y, lanzando un beso al aire que fue a parar a la mejilla de Elena, salió al exterior del barracón. Hacía frío, pero nada podría detenerla. Estaba resuelta a escaparse de allí y dejar de ser una carga para todos.
Oscureció su rostro y sus manos con barro y, sigilosamente, llegó hasta la alambrada exterior. Conocía perfectamente todos los entresijos del campo, tanto las entradas y salidas de vehículos como la hora en la que los guardias cambiaban de turno, pasando por las zonas donde la valla metálica era más accesible.
Llegó hasta las dependencias del cuerpo de guardia y las oficinas de la administración. Había varios carros y un par de camiones junto al gran portón de entrada, y supuso que estaban destinados al transporte de guardias y personal diverso. Se arrastró sigilosamente hasta alcanzar uno de ellos y se ocultó bajo él. Sabía que era peligroso, muchos habían muerto aplastados por las enormes ruedas, pero no se le ocurrió nada mejor.
Allí pasó el resto de la noche hasta que, al amanecer, el campo despertó. Se acomodó lo mejor que pudo entre los sucios hierros y esperó.
La suerte le sonrió una hora después. Dos guardias salieron de uno de los barracones y montaron en el camión, mientras varios más cargaban pesados sacos en su parte trasera. Maite supuso que se trataba de comida que robaban del campo y que vendían fuera de allí. José y Elena lo sospecharon desde un principio, y estaban convencidos de que las autoridades francesas no podían ser tan crueles como para matarles de hambre. Alguien dentro del campo se estaba lucrando con su sufrimiento.
Soltó los enganches inferiores de su mochila y los ató a uno de los ejes para que aguantaran parte de su peso. No estaba muy segura de su fiabilidad pero confió en su buena estrella.
Cuando el guardia giró la llave de contacto, el viejo camión protestó arrojando al aire un humo renegrido y nauseabundo. Abandonó el campo sorteando cientos de baches y de rocas sueltas, y tomó la salida en dirección a la costa.
Varias horas después llegaron a Bayona, y Maite aprovechó para bajarse sin ser vista. Tenía los músculos agarrotados, y se había quemado la mano izquierda, pero se encontraba bien. Las abrazaderas de la mochila habían aguantado y era libre.
Se alejó varias manzanas y se sentó en un banco. Pronto comprobó que aún se hallaba en Francia, pues era incapaz de leer los labios de los transeúntes. Se alegró de ello, puesto que volver a España significaba una muerte segura. Al menos allí tenía una oportunidad. Sacó su libreta y documentó sus primeras impresiones. Como siempre, lo hizo de forma concisa para no malgastar papel.
Supongo que no volveré a ver a Elena, y no he podido expresarle mis sentimientos, así que le pido perdón a través de Dios, que a buen seguro ronda por nuestras atormentadas vidas. He de actuar con rapidez y medir bien mis pasos. No tengo comida ni alojamiento, y sospecho que si me descubren me devolverán al campo de Gurs.
Contempló las casas, las calles y el fluir de la gente atareada, y un rayo de esperanza iluminó su rostro. Bayona era una bonita ciudad, y ella era muy sensible a la belleza.
Horas después, tras contemplar la catedral de Santa María, el museo Bonnat, el mercado cubierto de les Halles, o el jardín botánico, eligió el barrio de la Petite como residencia. Con sus típicas casas de coloridas contraventanas, fue la que mejores sensaciones le produjo. Estaba sola en el mundo, pero por primera vez en muchos meses, la alegría se había instalado en su corazón.
Sin embargo, durante los cuatro días siguientes nada le hizo pensar que su suerte iba a cambiar. Durmió en un edificio abandonado y dedicó todo su tiempo y esfuerzo a buscar comida en los contenedores o a robarla en tiendas o en el mercado. No podía pedir por miedo a ser descubierta, así que sus opciones eran escasas. Por fortuna, su estómago se había reducido tanto en los últimos meses que era capaz de aguantar un día entero con un mendrugo de pan y poco más, y el frío de las noches de julio era del mismo modo soportable.
Una semana después varios vecinos repararon en su presencia, y no tardaron en cuchichear a sus espaldas. Podía imaginar de qué hablaban escuchando su lenguaje corporal, y supo que no pasaría mucho tiempo antes de que alguien le denunciara. No les culpó. Ella hubiese hecho lo mismo al ver una niña hambrienta vagabundeando por las calles.
En la mañana del quince de julio, sin pretenderlo, halló la solución a sus problemas. Fue por casualidad, aunque siempre quiso creer que la mano invisible de Dios tuvo algo que ver.
Había madrugado para ir al mercado de les Halles y buscar algo que llevarse a la boca. Llegó hasta un puesto donde vendían pan de todas las clases, formas y tamaños. Se quedó allí, inmóvil, como un cachorrillo hambriento, hasta que una señora reparó en ella.
−¿Tienes hambre, verdad? –dijo esbozando una gran sonrisa mientras extendía su mano ofreciéndole un trozo de pan−. Lo siento, no hablo francés, pero…
Maite le miró, y sus ojos se inundaron de lágrimas al comprobar que entendía las palabras que brotaban de sus labios. Además, llevaba tantos días sola que la más mínima atención hacia su persona le pareció un gesto de una enorme humanidad. Cogió el mendrugo y comenzó a mordisquearlo con fruición mientras sacaba su libreta.
La abrió por la última hoja, para no contaminar el diario, y trató de resumir su situación.
Me llamo Maite. Soy sordomuda, y me he escapado del campo de Gurs. Mi madre ha muerto y a mi padre se lo llevaron preso. Vivo en la calle desde hace una semana, pero estoy bien.
La señora acarició su rostro, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contener sus lágrimas. Ella había perdido a su marido en el frente, y compartía su dolor y su soledad.
−También nosotros somos víctimas de la guerra –dijo señalando a un grupo que trataban de hacerse entender en la panadería−. Esos dos chicos que se están peleando junto al carro son mis hijos Jon y Mikel.
En aquel preciso instante, Maite comprendió que su habilidad para entender el lenguaje corporal tenía una utilidad añadida: se había convertido en una especie de detector de mentiras. Los ojos de aquella mujer estaban más húmedos de lo normal, sus manos no temblaban en absoluto, y no desviaba la mirada como quien oculta algo perverso. Era una buena persona, podía sentirlo.
Saber distinguir las buenas de las malas personas en un mundo en guerra resulta ser un poderoso salvavidas, escribiría más tarde.
De pronto, la mujer se levantó y se unió al grupo. Maite se quedó sola de nuevo. Guardó su libreta y, acabándose el trozo de pan, se dispuso a salir huyendo si su intuición fallaba.
No lo hizo.
−Hemos hablado –dijo la señora acompañada ya por el resto del grupo−, y a todos nos encantaría que vinieras con nosotros. Habrá complicaciones, porque no somos familiares y supongo que careces de papeles, pero alguien tendrá que escucharnos. Somos muchos y haremos fuerza para que así sea.
Maite sonrió, pero no tardó en darse cuenta que no podía marcharse. Sacó de nuevo su libreta, y se asustó al comprobar que ya había gastado la mitad de las hojas.
Se lo agradezco, pero no puedo. Tengo que buscar a mi padre. Nos separaron a principios de mayo y no he vuelto a saber nada de él desde entonces.
−Lo comprendo −dijo la señora−, y creo eres una niña muy valiente, pero creo que deberías reconsiderarlo.
Uno de los hombres del grupo, el más anciano, se acercó a ella.
−Sin duda eres la niña más valiente que he conocido nunca −dijo acariciando su rostro−, pero voy a serte sincero. No creo que a partir de ahora tengas muchas posibilidades. Es cierto que has sobrevivido donde otros hubieran muerto, pero es cuestión de tiempo que te devuelvan a un campo de refugiados. Yo he estado en el de Argelés-sur-Mer, y he oído historias acerca de Gurs y del resto de campos franceses. Las cosas cada vez están peor.
Maite no supo qué decir. Quería buscar a su padre, o al menos saber qué había sido de él, pero tenía miedo de dejar pasar la oportunidad de empezar una nueva vida lejos de aquel infierno.
−Haremos una cosa −resolvió el anciano−. En Paulliac, que es nuestro destino, hay una oficina de información para los refugiados. Desde allí han tramitado todos nuestros permisos y se han ocupado de reorganizar a muchas familias segregadas por la guerra. Si alguien puede ayudarnos a encontrar a tu padre, a buen seguro que está allí.
Maite no supo cómo agradecer tanta bondad. Abrazó al anciano, después a la buena señora, y uno tras otro a todos los integrantes del variopinto grupo.
−Tomaré eso como un sí −dijo el anciano mirando su reloj mientras se dirigía al grupo−. Tenemos que darnos prisa, señores. El tren no espera.
Se apresuraron en comprar el pan y las demás provisiones y regresaron a la estación. La señora cogió la mano de Maite y no la soltó en ningún momento.
−Por cierto, mi nombre es Aurora.
Yo soy Maite Arostegi Onaindia, escribió la niña con orgullo. Mi padre es Pedro Arostegi, pero todos en el pueblo le conocen como “Pedro el sardinas”.
Una hora después el tren salió de Bayona en dirección norte. En él viajaban más de setenta personas, sentadas unas sobre otras o de pie en el largo pasillo central. Todas ellas habían sufrido los rigores de la guerra, el hambre, la desesperación y la muerte de alguien cercano. Se notaba en sus rostros desencajados, en sus harapientos ropajes y en sus afilados cuerpos.
Maite, sin embargo, había aprendido a mirar más allá de la primera impresión, y lo que encontró fue esperanza y felicidad por el futuro que se abría ante ellos y por los que habían logrado sobrevivir.
Una de las niñas del grupo le había dejado un precioso vestido blanco, y se había recogido el pelo en una coleta que resaltó la belleza de su rostro. Por desgracia los zapatos eran los mismos que llevara en Gurs, pero la larga falda los ocultaba con maestría.
Acercó su boca a la ventana del tren y exhaló todo el aire que pudo, provocando una cortina de vaho sobre la que poder escribir.
¿Paulliac?
Jon y Mikel, que compartían el asiento contiguo, sonrieron. Aquella forma de comunicación les divertía, y lo cierto era que Maite había roto la monotonía del viaje.
−Es nuestro primer destino –respondió Aurora girándose hacia ella para que pudiera leer sus labios con facilidad−, aunque es sólo un lugar de paso, pues allí tomaremos un barco que nos llevará a Chile.
Maite se levantó dando un respingo y se golpeó la cabeza contra el soporte metálico que sujetaba el equipaje de mano. A su gesto de dolor le siguió una sonrisa y las carcajadas de Jon y Mikel.
Aurora masajeó su cabeza hasta que el dolor remitió y la abrazó contra su pecho.
−¡Cuéntale lo del poeta, mamá! −exclamó Jon saltando sobre su asiento.
−¡Sí, sí, lo del poeta es lo mejor! −añadió Mikel.
Maite miró a Aurora con interés. Amaba la poesía, era una de las cosas que José y Elena le habían enseñado y, con diferencia, la que más hondó había calado en ella.
−Está bien −dijo Aurora arrellanándose sobre el asiento−, empezaremos con el poeta. Te aconsejo que anotes mis palabras en esa libreta tuya, pues la historia no tiene desperdicio.
Maite obedeció al instante, y no tardó en comprobar cuán cierta era la afirmación de su nueva amiga.
−Su nombre es Pablo Neruda −comenzó diciendo−, y lo que está haciendo por nosotros es un verdadero milagro.
Germán, el anciano del grupo que había hablado con ella en el mercado, estaba sentado dos asientos más atrás, y le ofreció un pequeño libro de bolsillo.
−Disculpad. No he podido evitar oíros. Son poemas suyos −dijo alargando su mano por encima de varias cabezas−. Nunca he leído nada más bello. Si te gusta puedes quedártelo, pues yo me los sé de memoria.
Maite alcanzó el preciado regalo y agradeció el detalle con un leve gesto de sus ojos.
−Germán es un buen hombre –susurró Aurora−. Al parecer perdió a toda su familia en el bombardeo de Guernica, y dicen que la culpa por no haber podido ayudarles le está carcomiendo, pero yo jamás le he oído quejarse.
Maite sintió mucha lástima por él. Ella, al menos, tenía la posibilidad de encontrar a su padre con vida, y eso era mucho, nada menos que un poderoso motivo por el que vivir y luchar.
−Como te decía −continuó Aurora−, Pablo Neruda es, además de un extraordinario poeta, el cónsul delegado para la inmigración española en Francia. Por suerte para nosotros siempre ha sido un hombre de izquierdas y siente simpatía por la causa republicana. Pues bien, este hombre decidió embarcarse en la compleja empresa de trasladar a dos mil quinientos refugiados en el Winnipeg, un enorme barco que zarpará de Paulliac con destino a Chile.
A medida que Aurora relataba los hechos, muchos de los presentes se interesaron por la conversación. Conocían la historia del Winnipeg, pero no les importaba escucharla una y otra vez. Después de todo, a muchos les había salvado de una muerte segura.
−No puedo imaginarme la cantidad de contratiempos que ese hombre habrá encontrado en el camino –dijo la señora que viajaba en la ventanilla contigua.
−Muchos, posiblemente todos –respondió Aurora−, empezando con el barco, ya que era un carguero francés que no estaba preparado para llevar a más de cien personas. Durante dos largos meses, el servicio de evacuación de refugiados españoles ha trabajado en él en los astilleros de El Havre.
−No nos olvidemos del dinero –dijo Germán mientras se acercaba a ellas−. Dicen que antes de llegar a Francia, Neruda pasó por Buenos Aires, Rosario y Montevideo, donde consiguió apoyo de organismos argentinos y uruguayos. Es más, hace pocas semanas recibió un telegrama del presidente chileno donde le comunicaba la cancelación del proyecto. Al parecer los sectores más conservadores tienen miedo de un barco cargado de rojos izquierdistas.
−Yo también he escuchado ese rumor –dijo Aurora−, pero nuestro poeta, además de buena persona, es inteligente, y llamó al ministro de relaciones exteriores y comercio, quien al día siguiente presentó su renuncia al cargo como muestra de disconformidad. El presidente no tuvo otra opción que autorizar de nuevo el proyecto, tranquilizando a los conservadores con la promesa de que en ese barco sólo viajarían trabajadores y artesanos. Y para colmo, en enero, un terremoto acabó con la vida de decenas de miles de chilenos. Imaginaos cuánto dolor y cuánto dinero hace falta para salir de algo así. Y entonces va Neruda y pide financiación para un proyecto que en principio ni les va ni les viene.
Aurora no entendía muy bien todos los entresijos políticos, pero una cosa le había quedado clara: Pablo Neruda era un hombre testarudo además de un ser extraordinario.
Uno de los pasajeros que se sentaba al final del vagón se acercó a ellos. Viajaba solo, pues había de reunirse con el resto de su familia en Paulliac.
−Buenos días. Me llamo Mario. ¿Puedo? −inquirió señalando un hueco en el pasillo.
−Por favor −respondieron todos al unísono.
Se sentó en el suelo y sacó unos papeles del bolsillo interior de su chaqueta. Podían leerse varios nombres, además de fechas y lo que parecían ser permisos de trabajo.
−Os olvidáis de una cosa muy importante −dijo mientras buscaba sus gafas−, precisamente lo que más quebraderos de cabeza le ha dado al pobre Pablo. Me refiero a la reorganización de las familias, a la elección de los afortunados pasajeros del Winnipeg. Desde su oficina de París y con la ayuda de Picasso y de su mujer, Delia del Carril, revisó personalmente todas las solicitudes de asilo que le fueron llegando, y se encargó de reunir a las familias con sus miembros desperdigados en distintos campos de concentración. Y no estamos hablando de unos pocos, sino de dos mil quinientas personas.
En ese momento, Maite miró a Aurora, y no hizo falta que escribiera lo que estaba pensando.
−Cuando lleguemos a Paulliac preguntaremos por tu padre, no te preocupes.
La pequeña volvió a empañar el cristal y, con lágrimas en los ojos, escribió gracias dentro de un gran corazón. Todos aplaudieron la ocurrencia.
German no dijo nada al respecto, pero sospechaba que si el padre de la pequeña aún seguía con vida en alguno de los campos, corría un grave peligro. Además de las condiciones inhumanas que todos conocían, un nuevo peligro acechaba a Europa, y nadie parecía verlo. Hitler planeaba una ofensiva sin precedentes, y se rumoreaba que los campos de concentración se convertirían en criaderos de esclavos obligados a morir trabajando para el imperio.
Volvió a su asiento y trató de serenarse. Por alguna misteriosa razón, se sentía en deuda con aquella niña que acababa de conocer, y temía que no la dejaran subir al Winnipeg.
Llegaron a Paulliac pocas horas antes del embarque y, nada más bajar del tren, comprobaron que el milagro de Neruda había alcanzado unas proporciones épicas. En la misma estación, junto al embarcadero, decenas de familias separadas por la guerra se encontraron y se fusionaron en toda suerte de abrazos y llantos. Muchos habían estado en campos de concentración diferentes y llevaban meses sin verse. Había cientos de voluntarios que iban y venían, algunos aprovisionando el barco y otros con tareas burocráticas de documentación e identificación.
−¡Diríjanse al muelle, por favor! –espetó un hombre subido en una de las farolas de la estación−. ¡Los recién llegados, recojan sus cosas y diríjanse al muelle!
Aurora se aseguró de que Jon y Mikel la siguieran de cerca, pues resultaba muy sencillo perderse en aquel mar de gente, y bajó del tren con paso firme. Todos los allí presentes habían sido seleccionados de entre cientos de miles de personas, e irradiaban una felicidad que no pudo describir con palabras. Ella también lo estaba, sus hijos tenían la oportunidad de comenzar una nueva vida alejados de la guerra, pero al ver a varias mujeres reencontrarse con sus maridos, su corazón se llenó de amargura. Ella nunca podría hacerlo, y una oscura sombra de resignación empañó su espíritu.
German tomó a Maite de la mano, y cuando se cercioró de que su grupo estaba listo, dirigió sus pasos hacia el muelle.
−¡Estad atentos, por favor! ¡Si alguien se pierde, que se dirija al embarcadero! –dijo levantando la mano en dirección al mar.
Maite estaba nerviosa. Caminaba con paso rápido para seguir al anciano, pero no perdió detalle de lo que acontecía a su alrededor. Había muchos voluntarios, y varios de ellos portaban interminables listas con nombres de personas. Alguien allí podría ayudarla a encontrar a su padre.
−Confía en mí –dijo German abriéndose camino entre la multitud−. Buscaremos a tu padre, pero primero hay que poner a salvo a toda esta gente.
Maite se tranquilizó, y decidió dejarse llevar. Poco podía hacer en un mundo diseñado por y para los adultos. Además, Germán tenía razón, no debería entorpecer a los demás, cuyo único objetivo era embarcar a bordo del Winnipeg.
Al llegar al muelle vieron el barco por primera vez, y su enorme estampa les llenó de emoción. Tenía casi ciento cincuenta metros de eslora, con una gran chimenea central que emitía un humo negruzco y espeso. Varias barcazas de salvamento rodeaban la enorme cabina de mando, y la gente iba y venía como hormigas preparándose para un invierno en ciernes, cargando los víveres en enormes cajas de madera, además de mantas, colchones, ropa y medicinas.
No tuvieron tiempo para la contemplación, pues llegó el momento del examen médico y de las vacunaciones.
Uno a uno, todos los miembros del grupo fueron examinados, y les entregaron la documentación requerida para subir al barco. Cuando uno de los médicos vio a Maite, supo que provenía de un campo de concentración. Sus zapatos y su extrema delgadez hablaban por ella. Sin embargo, su estado de salud parecía ser bueno.
−Los papeles, por favor –dijo mirando a German, que se encontraba a su lado.
German se encogió de hombros. Sabía que no era con él con quien tenía que hablar, y no quería perder el tiempo con absurdas disquisiciones.
En efecto, el medico llamó a uno de los funcionarios y ambos se apartaron unos metros. Estuvieron hablando un buen rato en francés, mientras Germán y Maite les miraban con impaciencia.
Instantes después, el funcionario volvió y miró a German con gesto afligido.
−La niña no tiene permisos –dijo sin levantar la vista de su portapapeles−, supongo que tampoco está en la lista.
−Sí… bueno no. Déjeme que le explique –balbuceó German−. No somos familia. Lo cierto es que la encontramos en Bayona. Vivía en la calle, y estaba en unas condiciones deplorables. Se imaginará usted que no podíamos dejarla allí.
Maite no podía ver los labios del anciano desde su posición, pero sabía que hablaba de ella. Posiblemente le estaba contando al funcionario toda su historia, su triste existencia desde el comienzo de la guerra. Mientras esperaba a que terminasen de hablar, distinguió una figura al otro lado del muelle, alguien vestido de blanco que destacaba entre la muchedumbre.
Tiró de la manga del funcionario mientras que con la otra mano señalaba a la misteriosa figura.
−Ese es Pablo Neruda –dijo el hombre de forma condescendiente−, el artífice de todo esto.
Maite y Germán le observaron mientras se acercaba al barco, embelesados con su nívea silueta, su poesía y por la infinidad de historias que habían oído acerca de él, muchas de ellas convertidas ya en leyenda.
−No conviene molestarle –indicó el funcionario−, son muchas las personas que tratan de…
No pudo terminar de decirlo. Maite corrió a su encuentro como llevada por el diablo. Sospechaba que si existía alguien capaz de encontrar a su padre, ése era el hombre vestido con el traje blanco.
El funcionario se dispuso a correr tras ella, pero German se lo impidió agarrándole la chaqueta.
−¡Déjela, hombre! Sólo quiere que le firme un libro de poemas. A Pablo le hará ilusión saber que una niña de once años lee su poesía. Es un intercambio de… un intercambio… ¡Dios mío! ¡Claro!
Su rostro se iluminó, y se maldijo a sí mismo por no haberlo pensado antes.
−Vamos a hablar usted y yo –dijo mientras buscaba sus papeles−. Le propongo un trato, un intercambio…
Mientras, Maite había llegado hasta el poeta y, sin darle tiempo a reaccionar, sacó el libro de poemas que German le había regalado y lo abrió por la primera página.
−¿Cómo te llamas? –preguntó él mientras sacaba su estilográfica del bolsillo de su chaqueta.
Maite cogió su desgastado lápiz y escribió su nombre en el libro.
Pablo lo tomó y escribió una dedicatoria. Después, le devolvió el libro y continuó mirando al barco, como un pintor que contempla un lienzo después de muchos meses de trabajo.
Maite sacó su libreta. Tenía que actuar con inteligencia si quería llamar la atención de aquel hombre. Durante unos segundos que se hicieron eternos, rebuscó en lo más profundo de su mente en busca de un golpe de efecto.
Cinco palabras fueron suficientes.
Este es tu mejor poema, escribió, y le ofreció su libreta mientras señalaba el barco.
Pablo se agachó, tomó entre sus manos el pequeño cuaderno y leyó las palabras de agradecimiento con lágrimas en los ojos. Este es mi mejor poema, murmuró entre dientes mientras constataba la belleza que encerraban aquellas letras. Después, la curiosidad le pudo y pidió permiso para leer la libreta.
Estuvo un buen rato examinando el manuscrito, asombrado por la extrema dureza de los hechos que relataba, pero también por la hermosura que encerraban los textos. Miró a la niña y releyó algunos párrafos para asegurarse de que no soñaba.
Al terminar, abrazó a la pequeña contra su pecho y lloró como un niño hambriento. Había demasiadas emociones fuera de control en aquel muelle, y su historia había terminado por romperle. Todos los meses de esfuerzo, de lucha constante a ambos lados del océano habían quedado pagados con el testimonio de una niña maravillosa.
Un nudo en la garganta le impidió hablar, así que tomó su estilográfica y trató de controlar su temblorosa mano.
Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie, escribió inspirado en las palabras de la niña.
La abrazó de nuevo y se marchó, sin saber que aquella frase suya recorrería el mundo entero y traspasaría las barreras del tiempo.
Maite se quedó quieta, pensativa. Manteniendo la libreta y el libro de poemas sobre su pecho, estaba feliz de haber conocido a un ángel, pero no había tenido oportunidad de preguntarle por su padre.
Se dispuso a correr tras él, cuando alguien le agarró por detrás. Se volvió, y al ver al funcionario de antes supuso que sus probabilidades de éxito eran escasas.
Se equivocó.
−Colócate en esa fila, por favor –dijo amablemente−, tenemos que vacunarte para el viaje.
Maite le miró desconcertada, y el funcionario señaló a un hombre, un segundo ángel, que desaparecía entre la multitud, no sin antes dedicarle una mirada que jamás olvidaría.
−German es un hombre extraordinario, sin duda –dijo Aurora acercándose a su lado mientras se agarraba el brazo en el punto donde le habían vacunado.
Maite trató de gritar, de hacerse oír entre la multitud para que regresara. Pero no hubo ningún milagro, su mundo seguía en el más absoluto de los silencios. Se resignó, y cayó de rodillas, abatida. No entendía qué estaba pasando, por qué el anciano se marchaba después de meses de lucha por hacerse un hueco en el barco.
−Ha hablado con los funcionarios –dijo Aurora sentándose en el suelo−, y les ha convencido para que te cambien por él. Les ha dicho que está solo, y que no tiene sentido que un viejo tenga preferencia sobre una niña desamparada. Así que, si quieres, puedes venir en el Winnipeg con nosotros. Yo cuidaré de ti.
Maite, con lágrimas en los ojos, se apresuró a sacar su libreta, pero Aurora se lo impidió.
−Sé lo que vas a escribir. No malgastes más hojas. Como te he dicho, German es un hombre extraordinario, y ha prometido que buscará a tu padre aunque eso le cueste la vida. Ahora mismo estará llegando a la oficina de información para buscar alguna pista de su paradero, y cuando lo encuentre, que lo hará, contactará con la embajada española en Chile para que pueda ir a buscarte. ¿Qué te parece?
Maite no supo qué decir. Sin duda se trataba de una buena noticia, porque subirse al Winnipeg significaba salvar la vida, y que hombre como German buscara a su padre incrementaba las probabilidades de éxito pero, de nuevo, la sensación de culpabilidad le invadió, como si fuera un ser maldito que perjudicaba a los demás sin pretenderlo.
Sin embargo, deseaba estar con Aurora. Sabía que era lo más parecido a tener una madre, y la necesitaba.
Se levantó, se sacudió el polvo de su falda, y extendió el brazo para que el médico la vacunase. Jon y Mikel saltaron de alegría, mientras Aurora suspiraba ilusionada por el giro de los acontecimientos: había perdido un buen amigo, pero ganaba una hija maravillosa.
Era de noche cuando el barco zarpó. Levó anclas y, con todas las luces encendidas y entre los cánticos de los refugiados, se alejó lentamente hacia el estuario de la Gironda.
En el embarcadero quedaron el cónsul de Chile en Francia, además de Pablo Neruda, que agitaba su sombrero blanco para despedirse, y varios funcionarios de la embajada chilena. Todos ellos recordarían aquel día como el más emocionante de sus vidas.
Instantes después, los cánticos dejaron de oírse, y tan sólo los pitidos del barco rompían la serenidad de la noche. El Winnipeg había zarpado, pero aún tenía por delante muchos retos que sortear.
Ya en los primeros días, en su viaje hacia las Azores, quedó patente que la disciplina y la organización eran asuntos primordiales en el barco. Todos los adultos tenían tareas asignadas, y lo cierto era que las cumplían de buena gana.
A la hora de dormir, se decidió separar a las mujeres de los hombres y se sortearon los dormitorios para que no hubiera malos entendidos. Los niños dormían con sus madres. Las literas, de tres alturas y hasta un máximo de cincuenta por dormitorio, disponían de una manta y de un fino colchón relleno de paja. A aquellos que habían permanecido bajo la tutela de las familias francesas, la estancia en el Winnipeg les sorprendió por su incomodidad y escaso refinamiento, pero a la mayoría, provenientes de campos de concentración donde se dormía en el suelo embarrado y con paredes que dejaban pasar el agua y el viento, les pareció más que suficiente. Por no hablar de la comida, que consistía en legumbres, patatas y tortillas, verdaderos manjares para quienes habían visto morir de hambre a algunos de sus conciudadanos. De hecho, la cocina del barco no cerraba nunca, y tanto la tripulación como los más de dos mil pasajeros comían a turnos.
A Maite no le asignaron ninguna tarea, y eso le entristeció. Ella quería ayudar, y se sentía más cómoda en el mundo de los adultos que con los niños, para los que un grupo de voluntarios organizaba juegos y clases de todo tipo. El primer día tuvo la certeza de que sus conocimientos estaban muy por encima de las de sus compañeros, así que deambuló por el barco en busca de alguien que se dejase ayudar. Pero nadie daba una oportunidad a una niña sordomuda.
Aurora sentía lástima por ella, así que no trató de obligarla a jugar al escondite o a la peonza con el resto de los niños. Sabía que la pequeña había perdido su niñez hacía mucho, posiblemente antes de la desaparición de su padre o la muerte de su madre. Era una adolescente curtida en la vida pero encerrada en el cuerpo de una niña.
Días después llegaron a la isla de Guadalupe, un pequeño archipiélago de las Antillas francesas, donde se reabastecieron de combustible, víveres y agua. Las tormentas y el mar embravecido fueron la tónica de esos días, y muchos de los refugiados, sobre todo los que nunca antes habían montado en barco, se asustaron al pensar que la embarcación zozobraría.
Al reanudar la marcha, las actividades culturales fueron creciendo: crearon grupos corales, y algunos voluntarios chilenos presidían reuniones informativas donde discutían sobre actualidad internacional o sobre cuestiones del modo de vida chileno que convenía aprender para una mejor integración.
Maite rehusó formar parte del primer grupo por motivos obvios, y el segundo no le interesó demasiado. Se rumoreaba que otra contienda internacional estaba a punto de comenzar, pero ella ya estaba cansada de guerras y de dolor. Había decidido reservar las pocas fuerzas que le quedaban para esperar a su padre y a Germán.
Fue en una mañana templada y apacible cuando, sin pretenderlo, encontró su verdadera vocación. El barco despertaba después de una larga noche, el mar estaba en calma, y un grupo de delfines se afanaba en escoltarles hasta el próximo banco de peces.
Fue la primera de su camarote en levantarse. Salió a cubierta y aspiró el aire limpio y húmedo. Aún recordaba la atmósfera viciada del campo de Gurs, por lo que la brisa marina le fascinaba y le recordaba a Pasajes de San Juan, su pueblo natal. Corrió hacia proa y se sentó en el suelo, bajo el farol que alumbraba la imponente arcada del Winnipeg.
Sacó su diario y escribió lo acontecido el día anterior, tratando de ser concisa en sus anotaciones. A pesar de que podía disponer de más papel, le gustaba la idea de continuar haciéndolo en la libreta de su padre, como si cada palabra, cada párrafo, sirvieran para comunicarse con él, como un vínculo sobrenatural que les unía en la distancia.
Le echo mucho de menos, concluyó después de repasar los acontecimientos, y también a Germán. Espero que Dios salga al fin de su escondite y ayude a ambos.
Guardó la libreta y se dispuso a regresar a su camarote cuando, de pronto, una gaviota se estrelló contra una de las ventanas de la cabina y se precipitó contra la cubierta, muy cerca de donde ella se encontraba.
Se acercó al animal y, al comprobar que apenas si podía moverse, lo tomó entre sus manos y corrió hasta llegar a la enfermería.
Allí conoció a Lucas, uno de los enfermeros, que al ver los ojos vidriosos de la niña no pudo negarse a su extraña petición. Colocó al animal sobre una de las camillas, extendió sus alas para comprobar las asimetrías y deslizó sus dedos a lo largo de los huesos en busca de protuberancias.
−Tiene rota el ala derecha, además de una conmoción muy fuerte, pero saldrá de ésta −dijo para calmarla−. No tengo mucha práctica con estas cosas, así que voy a necesitar una ayudante ¿Crees que podrías?
Maite accedió encantada, y no sólo sujetó al animal sino que limpió la herida con agua jabonosa, la secó y colocó la venda alrededor del ala con cuidado de no apretar demasiado.
Lucas observó a la pequeña, y se asombró al comprobar su pericia. Muchos de los enfermeros con los que había trabajado no lo hubiesen hecho mejor. Maite lo percibió, y su pecho se hinchó de orgullo.
Al cabo de un rato, cogió la gaviota en brazos y la acarició con suavidad hasta tranquilizarla. Recorrió el barco con su nueva amiga, y fue el centro de atención de niños y mayores. El pájaro, al cabo de unas pocas horas, confiaba en ella hasta un punto que ninguno de los marineros había visto jamás.
Ese día se dio cuenta de que tenía mucho en común con los animales y que, al igual que ellos, vivía en un mundo donde las palabras carecían de sentido. A partir de entonces acudió a la enfermería a diario. Quería aprender a curar a la gente, porque sabía que en realidad no eran tan diferentes de sus queridas bestias. Lucas accedió, animado por Aurora.
−Sólo piensa en encontrar a su padre −le había dicho ella−. Si esto le reconforta, creo que tenemos el deber moral de apoyarla.
Lucas respondió con creces, permitiéndola estar a su lado en muchas de las visitas que recibía a diario, desde simples dolores de cabeza, hasta enfermedades varias, contusiones, e incluso en el segundo alumbramiento que se produjo durante la travesía.
Maite volvió a ser feliz, y una alimentación adecuada, además del amor de Aurora y del resto de los pasajeros, devolvieron la belleza a su rostro. Por las noches, sin embargo, el desasosiego que sentía por su padre no la dejaba dormir. Aurora lo sabía, ella también permanecía en vela gran parte de la noche, rezando para que Alemania y España no forzaran a Francia a que el Winnipeg regresara, y veía a la niña moverse de un lado a otro de la litera.
Pero los días fueron pasando, y el veinte de agosto llegaron al puerto de Colón, en Panamá, donde el barco tuvo que permanecer cinco días anclado, ya que nadie se acordó de abonar el costosísimo peaje del canal. Las temperaturas eran altísimas, y el Winnipeg se convirtió en un gigantesco horno. Maite tuvo trabajo extra en la enfermería, y aprendió mucho sobre los golpes de calor y cómo combatirlos.
Cuando los problemas administrativos se hubieron subsanado, el barco tardó un día en atravesar el canal, y abandonaron el Caribe para alcanzar el océano Pacífico, rebasando selvas tropicales que dejaron boquiabiertos a los pasajeros. Atrás quedaron Colombia, Ecuador y Perú, y llegaron al puerto chileno de Arica el treinta de agosto, a tan sólo dos mil kilómetros de su destino.
Para celebrar que ya nadie podía obligarles a regresar a Europa, los coros de refugiados españoles entonaron los cánticos que habían estado ensayando durante toda la travesía y, entre los pitidos del barco, trataron de hacerse oír.
Al poco de fondear, un equipo de médicos y de enfermeros subió al barco, y revisaron a los refugiados hasta cerciorarse de que todos se encontraban en buen estado de salud. Sólo así permitieron desembarcar a veinticuatro republicanos, a los que ya les habían conseguido trabajo como pescadores, mineros o en la construcción del ferrocarril que uniría Arica con la capital de Bolivia.
Y es que mientras el Winnipeg se acercaba a su destino, en Chile se trabajaba contra reloj para que todo estuviera dispuesto. Muchos fueron los empresarios que demandaban mano de obra republicana, así que las solicitudes y los contratos laborales tenían que estar listos a su llegada a Valparaíso. Del mismo modo muchas familias chilenas se comprometieron a acoger de manera altruista a los refugiados, y se organizaron festivales benéficos para recaudar fondos para los mismos. El pueblo chileno se volcó con los pasajeros del Winnipeg como pocas veces había ocurrido en la historia de la humanidad.
Así pues, en la noche del sábado dos de septiembre, dos mil kilómetros después de Arica, el barco ancló en la bahía de Valparaíso, dando por concluido un mes de incierta travesía.
Se decidió retrasar el desembarco hasta la mañana siguiente, así que los refugiados pasaron la noche en cubierta, bebiendo champán y llorando de alegría y de emoción al contemplar una ciudad que les acogía con los brazos abiertos, una ciudad que ascendía desde el mar hasta ocupar las colinas circundantes.
Aurora miró a Maite, que aún sostenía a su gaviota en brazos, y ambas coincidieron en que había llegado el momento de devolverle la libertad. La pequeña, con lágrimas en los ojos, retiró la venda y abrió sus manos para que pudiera alzar el vuelo. El animal no tardó en reunirse con cientos de congéneres suyos que sobrevolaban el Winnipeg en busca de algo que llevarse a la boca.
Maite sacó su libreta, y se asustó al comprobar que apenas si quedaba espacio para una frase. Miró a Aurora y ésta sonrió.
−Tu padre sabía lo que hacía. El viaje termina aquí, y tu diario también.
Se abrazaron, y Jon y Mikel no tardaron en unirse a ellas.
Al amanecer, cuando el Winnipeg se aproximó a puerto, la ciudad se rompió en celebraciones. Miles de personas esperaban en el embarcadero para dar la bienvenida a los refugiados del otro lado del océano. Había innumerables bandas de música, que tocaban los himnos nacionales de España y Chile, pancartas y banderas de ambos países que ondeaban empujadas por la suave brisa.
Los pasajeros desembarcaron de manera escalonada a partir de las nueve de la mañana, y una vez en tierra firme, se colocaron en varias filas a fin de ser vacunados contra el tifus.
Aurora y los suyos fueron los últimos en descender por el puente, ya que Maite se había entretenido despidiéndose de Lucas y de todo el personal de la enfermería.
Después de vacunarse se reunieron con su grupo, hasta que una comitiva formada por mujeres españolas y chilenas acudió a recibirlas, y les hicieron entrega de una caja con ropa y zapatos de su talla.
Casi un centenar de refugiados se reunieron con familiares que les esperaban en el puerto, junto con el alcalde de la ciudad y varios regidores, así que las despedidas comenzaron antes de lo previsto. Fue tal la emoción del adiós, después de un largo mes de travesía, que muchos rompieron a llorar.
Maite, contagiada por la conmoción general, decidió dedicar el último párrafo de su diario a una gente que, sin esperar nada a cambio, se desvivían por unos desconocidos.
Siempre recordaremos al pueblo chileno, su hospitalidad está por encima de toda lógica, superando incluso la bondad cristiana. Esperemos que algún día podamos devolverles el favor.
Cerró la libreta y se apresuró en seguir al grupo, que se alejaba del muelle.
Las celebraciones se sucedieron durante toda la mañana, y después de almorzar, más de mil seiscientos republicanos montaron en un tren que los llevaría a Santiago, la capital del país. Más de seiscientos se quedaron en Valparaiso, bien porque tenían familia allí o porque habían conseguido trabajo cerca.
Cuando Maite montó en el tren, se acordó de la estación de ferrocarriles de Bayona, y se dio cuenta que su vida había dado un giro de ciento ochenta grados.
−¿Estás bien, cariño? −inquirió Aurora sin perder de vista a los dos diablillos.
Maite asintió, y se sentó junto a la ventana.
El viaje, de apenas ciento cincuenta kilómetros, duró mucho más de lo previsto, pues en cada pueblo por el que pasaba, en cada estación, los chilenos se agolpaban deseosos de saludar a sus nuevos compatriotas.
Llegaron a la capital hacia las ocho y media de la tarde, y en la estación se dieron cuenta que lo vivido en Valparaíso fue sólo un aperitivo de lo que les esperaba. Miles de personas se agolpaban celebrando su llegada, subidos a las farolas o incluso unos sobre los otros. Todos querían tocar y abrazar a los republicanos, héroes de una guerra que habían seguido con interés.
Aurora y los suyos, junto con un grupo muy nutrido de exiliados, cenaron copiosamente en el centro vasco de Santiago, y esa misma noche consiguió trabajo en una empresa de costura de la ciudad. La suerte volvía a sonreírles.
Bien entrada la madrugada, cuando sus extenuados cuerpos pidieron clemencia, se retiraron a dormir a una de las posadas que la ciudad les tenía reservadas.
Esa noche, por fin, después de seis largos meses de agonía y muerte, Maite pudo conciliar el sueño.
Dedicó sus últimos pensamientos a su padre y a Germán y rezó para que ambos se encontraran sanos y salvos.
Campo de concentración de Mauthausen (Austria)
10 de octubre de 1941
Cientos de prisioneros republicanos observaban la larga escalera de piedra que separaba los barracones de la cantera. El silencio era absoluto. Sabían lo que estaba a punto de suceder, pero nada podían hacer para evitarlo.
Un kapo abrió una de las celdas de castigo y, con certeros golpes de bastón, llevó a los dos reclusos hasta el pie de la escalera, donde cayeron de rodillas, exhaustos después de más de un año de trabajos forzados, sin apenas alimento o abrigo.
Se les acusaba de promover una organización clandestina dentro del campo con el objetivo de entorpecer su buen funcionamiento, y tal infracción se castigaba con la muerte.
Una nueva ración de palos les animó a levantarse.
El kapo miró a su alrededor y asintió satisfecho. Más de veinte guardias armados vigilaban la zona. No quería sorpresas. Los presos españoles llevaban mucho tiempo allí, y conocía su facilidad para sublevarse.
Varios miembros de las SS depositaron dos enormes piedras junto a los presos, e instaron al kapo a que empezara con el castigo.
Pedro fue el primero en cargar con la pesada piedra, mientras animaba a Germán a que hiciera lo mismo.
−No creo que pueda hacerlo, amigo –dijo éste último con lágrimas de impotencia en los ojos−. Ya no puedo más.
Pedro colocó su piedra sobre los hombros del anciano y cogió la que estaba en el suelo. Pesaba unos veinte kilos, había subido cientos de ellas durante los últimos meses, pero lo cierto era que aquella mañana de octubre, sabiendo que su destino no era otro que la muerte, parecía pesar mucho más.
−No les des el gusto –dijo para animarle−. Que vean cómo las gastamos los Spaniers.
Germán esbozó una tímida sonrisa, pero lo cierto era que se hallaba al límite de sus fuerzas. La roca se escurrió entre sus temblorosas manos y cayó al suelo.
−¡Recuerda todo lo que hiciste para encontrarme! –insistió Pedro−, ¡todo lo que luchaste para informarme de que mi hija se hallaba a salvo! ¡Esa fuerza aún sigue dentro de ti!
−Eso fue hace mucho tiempo. Mírame, no he de pesar más de cuarenta kilos. No podré hacerlo, no para que me arrojen al vacío desde lo alto, como a tantos otros.
Pedro no supo qué decir. El anciano tenía razón, pero habían pasado muchas cosas juntos en el último año, y no tenía la intención de dejar que le mataran como a un perro asustado. Sin embargo, no tenía mucho tiempo para pensar, así que tomó las dos piedras, una en cada hombro, y dirigió sus pasos hacia la escalera.
Por fortuna, los miembros de las SS actuaron tal y como imaginó. Al ver que el viejo no reaccionaba hicieron varios disparos de advertencia, pero él no se detuvo, así que Germán se vio obligado a alcanzarle si no quería que le acribillaran allí mismo.
−¡Maldito caza sardinas! –espetó mientras cogía una de las rocas.
Pedro le miró, y se alegró al comprobar que iba a morir junto al mejor amigo que había tenido jamás.
Mientras ascendían por los empinados escalones, recordó lo que aquel hombre había hecho por él: todo comenzó dos años antes, en el embarcadero de Paulliac, donde salvó la vida de su hija al cederle su plaza en el Winnipeg. Después, cumpliendo una promesa, le buscó durante meses por todo el sur de Francia, hasta que le encontró en el campo de Vernet s´Ariége, de donde le ayudó a escapar salvándole de una muerte segura. Viajaron hacia Burdeos con la intención de hallar un barco que les llevara a Chile, pero los nazis habían ocupado todo el oeste de Francia y fueron apresados y llevados a Mauthausen en agosto del año anterior. Habían permanecido en aquel infierno desde entonces, viendo cómo los suyos morían en las cámaras de gas, ahorcados, fusilados, o simplemente por agotamiento.
Germán le sacó de sus pensamientos. Contra todo pronóstico aceleró su paso y se adelantó unos cuantos escalones, deteniéndose en el penúltimo. Miró a los guardias, escupió al suelo y tiró la roca al vacío. Se volvió hacia él, sonriendo, y éste no dudó en imitarle. Ambos se quedaron allí, en el escalón ciento ochenta y cinco, a sabiendas de que les quedaban segundos de vida.
−Por Maite –susurró Germán mientras abrazaba a su amigo.
−Por el Winnipeg –dijo Pedro cerrando los ojos.
El resto de presos que se agolpaba en la explanada rompieron en aplausos y vítores, para después entonar uno de los numerosos cánticos que habían apadrinado en la contienda.
Los guardias miraron al kapo y éste se encogió de hombros: nunca antes había visto una muestra de rebeldía como aquella y no sabía qué hacer.
Pero los miembros de las SS no se caracterizaban por su misericordia. Uno de ellos guardias sacó su fusil y disparó sin pensárselo dos veces. La primera bala atravesó el corazón de Germán, y la segunda la cabeza de Pedro.
Cayeron al vacío como dos muñecos de trapo, y cuando sus cuerpos sin vida impactaron contra el suelo, los cánticos cesaron y un silencio atroz se adueñó del campo.
En los días sucesivos, pese a los golpes y a las amenazas de los kapos, nadie quiso recoger las piedras. Permanecieron allí, en el peldaño ciento ochenta y cinco, hasta que los propios nazis se vieron obligados a cargar con ellas.
El campo de Mauthaussen, como símbolo de muerte y de barbarie humana, aún resuena en la memoria colectiva, y así deberá permanecer para bien de todos.
Resuene también el espíritu del Winnipeg como un canto a la esperanza, como un acto de pura bondad del poeta, como su mejor poema…
Escrito por: Txaber Saenz Dañobeitia
Como siempre, te invitamos a que nos dejes tus opiniones y comentarios sobre este relato en el formulario que aparece más abajo.
Además, si te ha gustado, por favor, compártelo en redes sociales. Gracias.
Leyendo a Txaber Saenz Dañobeitia en este relato, me viene a la memoria aquel poema que, mientras conocía la obra de Neruda, y a pesar de la controversia de su autoría, ya que García Márquez lo rechazaba por cursi, a mi me cuadraba y encandilaba atribuirsela a éste, a Pablo.
“Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida..” LA MARIONETA.
El mal es como la pólvora que rastrera se propaga y prende llama en muñecos de trapo y de madera, carentes de alma y de corazón.
En contrapartida, el mundo, poseedor de corazón y alma, sufre hasta límites inimaginables. Y cuando ese dolor se hace insoportable despierta voluntades y conciencias, que se alzan en su defensa para restablecer el orden y la paz.
En “Su mejor poema”, nos descubre Txaber al Neruda más chileno y su perfil más compasivo y justo. Y lo hace muy bien Txaber, levantando el polvo a cada trazo de su pluma, hasta alarmar nuestra ética.
“El mundo tiene corazón”
Por ahí caminan muchos de los escritos de Txaber, en busca de ese enorme corazón del mundo. En pro de esas verdades existenciales que se nos entregan junto con nuestra humanidad en caja fuerte con candado…pero sin llave.
Y mientras los escritos de Txaber Saenz Dañobeitia caminan, y sus lectores les seguimos, sus palabras alcanzan y levantan nuestras más nobles emociones, en lo que asistimos al enarbolamiento del alma humana, que henchida de bondades convierte en insignificante y alcanzable cualquier utopía.
Has escogido un bello camino para tu escritura, Txaber. Sigue investigando en esa línea, y muéstrala ¡Tu obra te conduce a la verdad!
El corazón del mundo… es cierto que lo busco, y espero encontrarlo algún día. De momento he de conformarme con diminutas perlas de bondad, como las del relato, a las que sigo como miguitas de pan en un oscuro laberinto.
Gracias de nuevo, Josefina, por alumbrarlo con tu palabra.
Muy bueno!!
He pasado mi mejor Domingo del 2017 leyendo este increible relato donde una vez mas , y sin haberlo planeado , me reencuentro con Pablo Neruda …una serie de curiosas coincidencias han ocurrido en mi vida donde este enigmatico poeta aparece para iluminar con historias de su vida , algun episodio de la mia . …nada pasa porque si …y las concidenciad no existen . Me encanta su estilo sr. Txaber … !