La imaginación de Alba comenzaba a resentirse y estaba al límite de sus reservas.
La oscuridad había dejado de adoptar las formas que le permitían crear un divertido mundo propio y, a pesar de su lucha por seguir a flote en el océano de lo invisible, el resto de los sentidos que mantenían su característica viveza, quedaban difuminados entre negros pensamientos.
El avance del tiempo marcaba el retroceso de su ilusión. Todo gesto, todo movimiento, perdía su siempre peculiar pasión. Cuerpo y mente dejaban de disfrutar de los más agradables olores, olvidaban el placer de los más suculentos manjares, deformaban el sonido de la mejor de las melodías.
Alba dejó de reir, dejó de sentir.
Pero rozando el origen de la derrota, supo de la existencia de aquel neurocirujano cuyas manos eran capaces de devolver la luz a los que sobrevivían entre tinieblas.
La desesperación daba paso a una esperanza cubierta de incertidumbre.
El camino comenzaba con cinco horas de intervención quirúrgica, encontraba una primera bifurcación que requería tres semanas de necesario reposo y lenta recuperación, y exigía un incómodo suspense que precedía al momento que marcaría su futuro. Dos posibles senderos se abrirían en ese momento frente a ella: el primero llano, iluminado, nuevo; el segundo, empedrado, oscuro y conocido.
Sobre una silla de ruedas y acompañada por el equipo médico, Alba recorría el jardín hasta situarse en el punto más alto de la pequeña colina sobre la que se asentaba el imponente hospital. Eran las 6.52 horas de la mañana, se acercaba el momento de cumplir, o no, su más preciado deseo.
El médico comenzó a retirar el aparatoso vendaje en el preciso instante en el que parecía despertar el nuevo día y, con lágrimas en aquellos nuevos ojos que a partir de ese instante permitirían a su dueña volver a sentir, volver a vivir, Alba observó la silueta del sol y pudo admirar su primer amanecer.
Escrito por: Esther Chinarro
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