¡Qué hijo de puta! Se le olvida que huelo el miedo y, aquí, apesta. Le miro la nariz ensangrentada y después a los ojos. Los tiene tan hinchados que apenas puede abrirlos. Su pupila empequeñece hasta casi desaparecer. Está cagado. He estado miles de veces en la misma situación. Cuando la cara que tienes delante está tan desfigurada que no puedes interpretar sus gestos, terminas por desarrollar otras habilidades. Este de aquí está acojonado. Pero ya no me excita tanto como al principio. Le vuelvo a preguntar y espero. Creo que he perdido la paciencia necesaria para este trabajo. Hace días que me noto raro y no quiero hacer una locura.
– Déjame solo.
Las protestas de mi compañero se unen a los lloriqueos del pelele, que le pide que no le deje solo conmigo.
No necesito decir nada. Le miro y un segundo después oigo como se cierra la puerta.
Lenguaje corporal, el gran recurso de los que no usamos mucho las palabras.
Me siento y respiro hondo.
– Mira, estoy cansado y tú también. ¿Sabes lo que me jode? Que tú tienes el poder. ¿Y sabes por qué? Porque esto se va a acabar sólo cuando tú quieras. ¿Quieres decirme ahora lo que quiere el jefe o prefieres contármelo dentro de unos cuantos golpes?
Al final de esta frase suelo soltar un puñetazo a modo de signo de exclamación pero algo me retiene y segundos después, ya no tiene sentido. Estoy perdiendo reflejos.
Él también lo nota. Me mira con la cabeza gacha esperando el golpe que no llega. Después, la levanta sorprendido. Es una mirada inocente. Se atreve a posarla en mis ojos ahora que ha visto un resquicio. Ahora que ha disminuido la cadencia de golpes. No he sido consciente de su humanidad hasta este momento. Un escalofrío muere en mi nuca. Me limpio la mano ensangrentada en la camisa y me repito como un mantra la primera regla del negocio: no son personas, son problemas, inconvenientes, baches en el camino. Joden al jefe y deben ser jodidos. Echo hacia atrás el brazo mientras cierro el puño para coger impulso. Me mira inmóvil, con esa puta mirada. Esa puta mirada. Abro la mano y dejo caer el brazo lentamente.
Sé que he perdido el control. Empiezo a sudar. Dice algo pero su voz me llega distorsionada, lejana. Los centímetros que nos separan se han convertido en kilómetros como en la escala de un mapa. No le estoy escuchando. Suelto un “habla, coño” de manual para ganar tiempo pero mi voz suena falsa. Es más un ruego que una amenaza. No asusta. No es creíble. No me mires así, joder. Eres una mierda. No eres nada. Esa puta mirada. Le doy un puñetazo mientras lucho por contener las lágrimas. Estoy tan cansado…
Vienen a mi cabeza las caras de todos los que han estado frente a mí en los últimos años. Enormes ojos que no quieren perder detalle. Que piensan que en algún lugar se esconde la clave que les saque de allí. La respuesta correcta que consiga evitarles una situación de pérdida segura. Por primera vez, me doy cuenta de que todos miran igual. Al principio asustados, con sus bocas grandes luchando por no superar los límites de su cara. Después, tristes, resignados, indefensos. Animales que en algún momento tomaron la opción incorrecta y decidieron cruzar la carretera. Los dueños de esas caras, esas bocas y esos ojos están muertos. Rompo a llorar. Intento controlarme y lo único que consigo es entrecortar la respiración, convirtiéndola en un patético llanto de niño pequeño. Me acerco a él. Ahora sí que está asustado de verdad. Mi reacción le pilla desprevenido. Le han cambiado el guión de repente y eso le acojona. Se acaba de mear encima. Me paro a su lado y grito de dolor. Le devuelvo uno a uno todos los gritos que le he arrancado desde que está en esa silla. Cada uno de ellos va agrietando más y más mi piel. Hasta que se quiebra del todo. Y así, sin envoltorio, me vacío por completo. Cuando has vivido siempre a oscuras, te acabas volviendo oscuro. No para de salir mierda. Control, esa es la clave del negocio. Es lo único que tengo. Lo que me da seguridad. Lo que me ha llevado a ser respetado. Ha acabado extendiéndose y ocupándolo todo. Llenando los huecos que me obligaban hacerme preguntas. He pasado de tener control a ser control. Ahora, lo que soy se desvanece entre mis dedos. Me los miro como si pudiera verlo escurrirse entre ellos. Están morados y torcidos. Cada cicatriz es una historia, mi currículum. He olvidado dónde estoy durante un par de segundos. Paso la mirada de mis manos a su cara hinchada y no sé quién está peor. Él soy yo y sé lo que necesitamos. Me dejo caer sobre las rodillas y le abrazo. Apoyo la cabeza en su pecho y sorbo los mocos que gotean nariz abajo. Su quejido desaparece automáticamente. Está aguantando la respiración y noto como sus músculos se tensan. “Tranquilo”, susurro. Hace tiempo que no me sentía en paz. No sé cuánto tiempo llevamos abrazados cuando se abre la puerta a mis espaldas. Cierro los ojos y disfruto el momento. Pasos acercándose, el martillo que se echa hacia atrás con un clic, algo metálico y frío en mi nuca. Sé lo que viene. He estado muchas veces al otro lado.
Escrito por: Iván Sabau
https://lassombrasquefuimos.wordpress.com/
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Me gusta y tanto, soy su padre
Pues enhorabuena Antonio, te ha salido muy bien el hijo! Un saludo