Una noche de verano me llevó de regreso a casa alrededor de las dos de la madrugada. Me encontraba exhausto, agotado y confuso tras la dura jornada laboral. Cuando quise darme cuenta era presa de un irrefrenable impulso que impidió a mis ganas de dormir acostarse en la cama como haría cualquier ser mortal en mi misma situación. Quizá existiera —reflexioné— una remota posibilidad de no haber sido nunca un ser humano cualquiera. Al llegar a casa decidí tomar una ducha caliente antes de salir a conquistar la misteriosa calle, con la esperanza de hallar nuevas y apresuradas aventuras que llenasen el inmenso hueco de amor y cariño que me asfixiaba; que se incrustaba sin compasión en el fondo de mis sueños de carne y pasión. La calle principal de mi barrio estaba infestada de miradas perdidas; rostros desconocidos sin esperanza, conductas mimetizadas y alegrías maquilladas por el alcohol, las drogas y alguna que otra vaca loca vilipendiada. Mis apresurados pasos se debatieron entre dejarse llevar por mi voraz apetito sexual o no. En el último minuto decidí tomar el primer autobús nocturno:
– ¿Qué piensa usted de las vacas de Lorca? —intenté entablar una conversación con el conductor de serio semblante—.
– ¡La madre que me parió! —respondió pensando que estaba chalado— Que ¿qué pienso de las vacas de quién? Oiga, ¡deje de tomarme el pelo o freno ahora mismo y le hago bajar del autobús!
– ¡Muuuuuuuuu! —al llegar a mi destino me despedí del ignorante empleado con una sonora onomatopeya—.
La plaza de La Mata estaba desierta a altas horas de la madrugada. El bullicio desapareció; los bares, restaurantes y cafeterías dormían. Entré en una especie de bar de copas, en cuyo interior babeaban doce desconocidos de miradas sombrías. Sigiloso —como los sentimientos de mi deseo carnal— caminé hasta la estrecha barra del angosto local. Los ojos tímidos se cruzaron con mis ojos tímidos. El camarero me sirvió un ron barato que pareciera evocar tiempos mejores más allá de la crisis económica del país. Tras un trago me dirigí al baño. De regreso, mi bebida y yo nos acomodamos a solas en el desierto que se me antojaba un rincón de ensueño. Intentamos evitar cualquier roce con el resto de los clientes de aquel antro. De hecho, me asustó la idea de no poseer el coraje necesario para enfrentarme a una conversación absurda capaz de perturbar la flacidez de mi sexo. Mis labios buscaron los labios de alcohol de algunas acompañantes cuando, de repente, una bella señorita llamó mi atención. En principio pensé que su sonrisa iba dirigida a otra persona. Melena morena de ojos café; piel tatuada de versos perversos. Se presentó y me presenté. Ninguno de los dos evitamos contagiarnos del ambiente de concupiscencia que nos rodeaba entre aquellas cuatro paredes. Superado el cuestionario inicial: nombres, profesión, lugar de nacimiento y frecuencia de visita al puticlub, me regresé al aseo. Me propuse huir de cualquier atadura con los sentimientos puros. Recordé las impresionantes vacas de Lorca y caí en la cuenta de que ni vivo ni muerto quería formar parte de aquel ganado. Si acaso me la tiraría sin más dilación, siempre y cuando se dejase, y me marcharía.
Unos pasos antes de entrar en el cuarto de baño, me percaté que al final de un oscuro pasillo estaba encendida una pantalla de dimensiones gigantescas. Proyectaba una película pornográfica con la que se deleitaban sin control algunos cerdos depravados. Uno de ellos me señaló su miembro con zafiedad. Otro se insinuó a la mujer de melena morena de ojos café y piel tatuada de versos perversos que creí esperaría a que terminase de mear. Asqueado por su falta de respeto, me abrí camino a través del bosque negro y no me detuve ni aún cuando una vaca logró besarme los labios pecadores de ron. Ni aun cuando hubo logrado tocar mi excitada virilidad. Salí de aquel tugurio para terminar alcanzando la maldita parada de autobús por la que no pasaba el tiempo. Permanecí inmóvil, durante diez largos minutos, con la única compañía del sonido del mar que lamía de manera constante las arenas de su playa. ¿Quién podría aliviar con su lengua mi desasosegada búsqueda de paz interior? La aparición de una princesa de la aurora, de cuyo nombre no quiero acordarme, alejó mi desesperada soledad. Me encontré tan cerca de sus labios que, al cruzarse nuestras sonrisas, conseguí hacerla mía sin apenas mover la ceja. Me observó a contraluz cuando me dispuse a realizar un primer movimiento de aproximación:
– ¿Te gusta la música de Lupita Ferrer? —me preguntó—
– ¿Qué piensa usted de las vacas de Lorca? —disfracé mis deseos con cultura—
– Cada día comemos peor. Ahora son las vacas, mañana serán los corderos…
– Se refiere usted a los perros mordidos…
– Insisto ¿te gusta la música de Lupita Ferrer?
– Federico García Lorca es cultura. Lupita es cultura… —contesté sumiso—
– Esta noche he visto su espectacular actuación pero no he podido pedirle que me dedicase su último disco porque se perdió en medio de la multitud; de los aplausos y las rosas —su imaginación voló como buena ave nocturna—.
– Todos tenemos un camino que seguir —respiré hondo—. Vivir también es cultura.
– ¿Te quieres casar conmigo o con la cultura? —preguntó directa al grano—.
– La amo con desenfreno. Desde el primer momento supe que era suyo…
– Son las palabras más bellas que jamás he escuchado de un desconocido —me confesó—.
– El arte y la cultura van cogidos de la misma mano —filosofé con ternura—.
– Son la misma cosa… Ferrer y Lorca… —Las palabras se abrazaban unas con otras— ¿Te apetece tomar un café en mi casa? —se animó a seducirme— Está amaneciendo y la fresca brisa del mar refresca un poco… Por fortuna, la leche de mi frigorífico no ha pertenecido a ninguna vaca loca y puedo ofrecerte un café caliente…
De este modo llegó la escusa perfecta para seguir intercambiando frases y pensamientos en el resguardo de sus brazos que, sin duda, me parecieron mucho más acogedores que aquel lugar de mala muerte. Acepté con miedos semejantes a los de las vacas borrachas de amor de Lorca. Mi corazón comenzó a palpitar como una patata frita. Incluso amenazó con escapar de la triste soledad en la que otrora estaba sumido. De este modo me transformé en el príncipe azul que se alejó de la arena lamida por el mar. Sus olas se retiraron ante la majestuosidad de nuestros besos en su orilla. Descubrí que me encantaban sus bonitos ojos verdes:
– ¡Usted es bellísima! —declaré mi amor ante tanta hermosura— ¡Alta o baja! ¡delgada o gruesa! ¡Usted es bellísima! ¡Siempre lo ha sido en mis sueños; en mis sueños despiertos y en mis sueños dormidos!
– Mí querida vaca andante de Lorca …
– ¡Muuuuuuuuu! —mugí deseando penetrar sus entrañas—.
Al llegar a su dulce hogar sucedió lo inevitable entre un hombre y una mujer más calientes que los cafés prometidos. Hubo un instante en el que compartimos la sensación de conocernos de toda la vida. Fornicamos como locos. Practicamos vicio con condón pero sin control; como cerdos ambiciosos de dinero. La claridad del día nos envolvió desnudando nuestras almas y dedicándonos nuestra propia melodía. Espíritus blancos de blanca luz. Corazones rojos de rojo amor. Tranquilidad incorpórea que otorga la fe en las personas. Nos habíamos ayudado a encontrar la esperanza en nosotros mismos:
– Quítame el beso de anoche, loco samurái de playa. Déjame sola en mi esquina y olvídate de mi nombre por los siglos de los siglos. Y olvídate de mi nombre, amén —bromeó tal vez sorprendida por nuestro flechazo—.
La entrega unió nuestras almas heridas. Ambas habían convivido con una sociedad empeñada en valorar lo fútil; implacable a la hora de menospreciar lo importante en nuestro paso por este prado de vacas; por este pasto de animales efímeros nacidos en el pensamiento del poeta. Los soldados del amor quedaron acoplados de por vida desde aquel primer roce. Confesamos nuestra idéntica percepción de la vida, del sentido del sentimiento puro, de la creencia en un Ser Supremo:
– No existen las casualidades —me aseguró— Vivimos en un mundo de causalidades…
– Cada vez que conozco un nuevo caso de violencia o de falta de respeto me doy cuenta de por qué siempre me he entregado a la sinrazón de las vacas de Lorca —me repito frente a un viejo espejo situado a la entrada de su dormitorio— ¿Existe algo más despreciable que un ser humano loco de avaricia y maldad? Yo prefiero a mis vacas colgadas, al poder de la palabra y el entendimiento… Quien la hace la paga y Dios nunca se queda con lo que no es suyo.
– Me llamo Judith, cariño —sus palabras me dejaron obnubilado— Antes de operarme me llamaba Gustavo. Espero no haberte dañado el esfínter al penetrarte, mi rey.
Una noche de verano me llevó de regreso a casa alrededor de las dos de la madrugada. Me encontraba exhausto, agotado y confuso tras la dura jornada laboral. Cuando quise darme cuenta me sentí presa de un irrefrenable impulso que impidió a mis ganas de dormir acostarse en la cama como haría cualquier ser mortal en mi misma situación. Quizá existiera —reflexioné— una remota posibilidad de no haber sido nunca un ser humano cualquiera. De nuevo recapacité solo frente al eterno espejo. Tomé una ducha caliente y me acosté junto a su cuerpo. Una lágrima se escapó de la mejilla al recordar nuestro primer beso. Ni heterosexual ni homosexual ni lesbiana ni transexual… Somos seres humanos:
Quiero llorar porque me da la gana,
como lloran los niños del último banco,
porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro lado.
Escrito por: Juan Carlos Herranz
www.juancarlosherranzoficial.com
Como siempre, te invitamos a que nos dejes tus opiniones y comentarios sobre este relato en el formulario que aparece más abajo.
Además, si te ha gustado, por favor, compártelo en redes sociales. Gracias.
¿Cómo buscar?. ¿Dónde?. En otro lugar, en otro tiempo, dispuse quizá de más y mejores recursos.
¿ Quedarme parado, quieto?. ¿Es así cómo actúa?. ¿Vendrá, entonces ella a buscarme?.
No me es permitido mantenerme por largo inerte; iré a su encuentro:
Allí, en la vaguada del mundo, donde caen los “animales” por accidente, y donde permanecen sol tras sol heridos, mugiendo pegados para mantenerse calientes ante la llegada casual, en su noche programada, de su amada tranquilidad de espíritu.
Programa la alerta a nuestros sentidos Juan Carlos Herranz con este directo y duro relato para despertar nuestras conciencias a lo que realmente es meritorio.