UN PENSAMIENTO HONESTO PUEDE CONSTRUIR UN MUNDO MEJOR
Esta historia está basada en fantasías reales. Cualquier parecido con los personajes es culpa vuestra.
La historia se desarrolla en España y en la ciudad de Dubái.
I — UN COMIENZO A PEDAZOS
Las grandes historias no siempre tienen un gran final. Aunque puede que el personaje más sencillo, aquel que camina entre nosotros, sea quien se enfrente a la adversidad, se supere a sí mismo, y transforme un final mediocre, de una historia cualquiera, en uno digno de ser recordado.
*
Dubái, horas atrás…
Las sábanas de color turquesa, arrugadas y sudadas, ocultaban los zapatos de Antonio Remos. En los bolsillos de su ropa, perfectamente ordenada en el armario, había escondido varios juguetes y detalles que pretendía repartir a sus hijos cuando regresase a casa. Pensaba ir sacándolos uno tras otro, conforme estuviera deshaciendo la maleta, y de ese modo parecería que las sorpresas no tenían fin y los niños se lo pasarían en grande.
El espejo del techo, enmarcado con madera noble rosada, era el indiscutible testigo de lo que había sucedido, pero que jamás hablaría de ello. El sofá rojo, hecho con telas de seda y decorado con piedras preciosas, ahora estaba manchado de sangre. Y las preciosas paredes con sus cuadros blancos desvelaban la atrocidad del crimen cometido. Salpicaduras carmesíes por todas partes.
El cadáver del empresario yacía descuartizado sobre la alfombra persa que iba a juego con las sábanas. El asesino le había sacado los ojos, cortado la lengua y cercenado el pulgar de la mano derecha.
Cuando la empleada de la limpieza entró para arreglar la habitación presintió que algo iba mal. Primero se asqueó del extraño olor, inusual en el hotel. Luego le molestó el desagradable calor. Cuando comprobó que el aire acondicionado no funcionaba no comprendió por qué el cliente no había avisado a recepción y, cuando finalmente pisó el charco de sangre del muerto, su grito alertó a la totalidad de personas que se encontraban en la trigésimo cuarta planta del hotel Burj Al Arab.
II — DE GANDUL A DETECTIVE
Toledo… en la actualidad…
—¡Ay! ¿Qué voy a hacer contigo, hijo mío?
La mujer de cuarenta años batía los huevos con tanta fuerza y nerviosismo que no se daba cuenta de las gotas de yema que le salpicaban.
—No estudias, no trabajas, no me ayudas, y eso que eres inteligente. Porque si fueras tonto lo comprendería, pero eres más vago que los caramelos de Papá Noel, y eso es lo que más me duele. Ay, qué lástima de veintidós años. Menos mal que tu padre no está aquí para verte. ¡Menos mal!
Con gran maestría retiraba las patatas fritas de la sartén y las mezclaba con los huevos, echaba una pizca de sal y un chorrito de leche, y seguía dándole vueltas.
—No es bueno que estés el día entero enganchado en el ordenador. Se te van a poner los ojos como pelotas y te saldrán almorranas de la gandulería. Ni siquiera me dejas que pase un trapo por ese sillón al que tú llamas trono. ¿Trono de qué?
Un fuerte golpe de muñeca y la tortilla planeó suavemente en el aire hasta que aterrizó de nuevo en la sartén, lista para terminar de hacerse por el otro lado.
—¿Por qué no te sacas el carné y te vas con tu tío en el camión? Se gana un buen dinero y se pasa todo el día sentado. Como a ti te gusta. Y te puedes llevar el portátil, tus pinchos y tus cables para jugar cuando no tengas que conducir.
Con la maestría de las madres castellanas, volcó la tortilla en un plato, partió un tomate en cinco partes y adornó el plato con cuatro rodajas de salchicha.
—Yo sólo quiero lo mejor para ti, hijo mío.
Francisco Valiente Polillas sonrió y se llevó un trozo de tortilla a la boca.
—¡Hhhmmmm! Esto está de muerte, mamá.
La mujer se acercó y le dio un beso en la frente.
—¿Cuándo vas a hacer algo de provecho?
—Ya estoy en ello, mamá —contestó masticando.
—No quiero que me cuentes historias —saltó enfadada— como aquella vez que me dijiste que trabajabas en el diseño de una ciudad para una empresa llamada Simcity y resultó que esa empresa no era más que un videojuego, o cuando me convenciste que ibas a trabajar en el bar de Jorge como pinche, y lo que hacías era pinchar croquetas mientras te bebías las cañas.
—De verdad, mamá, estoy en algo muy gordo.
—¿Gordo? Gordo es tu cerebro, que nada más que se inventa milongas, y gorda es tu abuela que no puede ni con su alma.
—Que me han contratado en una empresa de detectives privados.
—¡Ahora toca jugar a policías y ladrones! —se alteró—. Mira que te doy un guantazo y te echo de casa.
—Te lo digo en serio, mamá. No voy a jugar a los policías, sólo tengo que seguir a cornudos y sacar fotos, después el dueño de la empresa se encargará de todo lo monetario y de los trámites legales —dijo con voz melosa y cogiéndola de la mano.
—¿De verdad, cielo mío?
—De verdad, mamá —aseguró mirándola a los ojos.
—Ay, qué orgullosa estoy de ti. Por fin vas a poder salir adelante. Que yo no voy a estar aquí para siempre…
Antes de terminar la frase, Francisco ya se había marchado. La mujer resopló y se dispuso a recoger la mesa.
—¿Qué es lo que debo hacer? —se preguntó mirando hacia el techo.
Con los platos en las manos, se sentó y se quedó con la vista perdida, buscando algo de ánimo en sus recuerdos.
—Espero que el nuevo trabajo le vaya bien y que le dure —se dijo a sí misma.
En el sótano de la casa, donde antes el padre de Francisco guardaba las herramientas y el vino, el joven había montado lo que él llamaba «su base de operaciones». Dos potentes ordenadores, conectados a cuatro pantallas, dos teclados, dos ratones, cuatro joysticks, eran sus armas de destrucción masiva, mientras una webcam de última generación adornaba la parte superior de su mesa para que las «chatis» pudieran deleitarse con su hermosura. Delgado como un palo de escoba aunque esbelto y con algo de fuerza, Francisco se pasaba las horas muertas entre videojuegos, lectura digital, chats, la Wikipedia y lo que más le gustaba… el cine.
Por desgracia su mundo de fantasía se estaba encontrando con la realidad y no podía permitirse el lujo de quedarse estancado en una perpetua adolescencia. Su madre no era la única que le incitaba a salir de su burbuja y a buscarse la vida, él también aspiraba a conocer algunos de los lugares que contemplaba en los pósteres y en los salvapantallas: Nueva York, Shanghái, Casablanca, París, Londres, Moscú, e incluso destinos más cercanos como Madrid, Sevilla, Barcelona o Valencia.
—¡Se acabó! —exclamó solo—. Voy a reaccionar.
Se encorvó sobre el teclado del ordenador y empezó a abrir ventanas, rellenar formularios, mandar solicitudes, a descargarse imágenes y a acaparar espacios en las redes sociales.
—Ya está —se dijo a sí mismo.
Gracias al milagro de la tecnología había creado una página web en la que se anunciaba como el mejor detective privado del mundo. De ese modo nada de lo que le acababa de contar a su madre resultaría mentira.
—Cornudos del mundo, preparaos —voceó—, el mejor detective del mundo ya está aquí.
En realidad todo lo que escribió en el apartado de «experiencia y logros» eran escenas vistas en películas, premios conseguidos en videojuegos y otros productos de su imaginación. Sin embargo, puede que esas mentiras resultaran suficientes para que un pobre desgraciado acudiera a él en busca de un servicio dudoso con objeto de realizar un trabajo mediocre y conseguir unos resultados detestables.
—Ahora que tengo la oficina montada me merezco un descanso.
Estiró los brazos, bostezó, se levantó con premura, se puso su chaqueta y salió todo contento de camino al bar para contarles a sus amigos lo de su nueva profesión.
*
No era fácil introducir la llave en la cerradura. Dos litros de cerveza y cuatro plim ploms, que eran cubatas bebidos de un único trago, habían hecho de su cabeza una caja repleta de tontunas, despropósitos e ideas propias de un niño de tres años. Movía la cabeza hacia todas partes mientras su cuerpo aguantaba estoicamente de pie y sin zigzaguear demasiado.
—Estoy orgulloso de ti —dijo señalando la puerta—, así me gusta, aquí no puede entrar cualquiera.
Continuó con el trajín de las llaves hasta que se le cayeron al suelo.
—¡Cállate! —exclamó.
Se agachó a recogerlas y, como era de esperar, se desplomó como un saco de cemento volcado sobre un montón de tierra.
—Mi madre me va a matar cuando vea la ropa —balbuceó.
Movió las manos como un títere roto y más por suerte que por destreza encontró las llaves.
Se enganchó de mala manera a la pared y del pomo de la puerta, y se puso en pie.
—¡Biennnnnn! —se felicitó—. De nuevo en el ruedo.
Blandió las llaves, equilibró los hombros, tensó los muslos y, por fin, introdujo la correcta en la cerradura.
La entrada a la casa, que pretendía ser sigilosa, se asemejaba más a un rebaño de bueyes pastando en medio del salón que a cualquier otra cosa. Aun así, Francisco ni siquiera llegó a percatarse de la presencia de su madre que, indignada y sin ganas de dirigirle la palabra, le miraba y retorcía la boca.
—Soy un crack. Soy más silencioso que el aire, más cuidadoso que los linces y más delicado que el algodón —dijo bizqueando.
Bajó a su sala de operaciones, encendió el ordenador para revisar su correo y, antes de que pudiera leer la primera línea de un curioso mensaje, se quedó dormido encima de la mesa.
«PROPUESTA DE CONTRATACIÓN».
Encabezaba el mensaje…
III — EL TRABAJO
Cuando Francisco abrió los ojos no sabía si estaba viendo mariposas o si sencillamente se trataba del monitor del ordenador y su extravagante salvapantallas. La cabeza le pesaba tanto que decidió no moverla de su sitio hasta que no se creyera dueño y señor de sus movimientos. Difícil. Sin apenas moverse, empujó el ratón con la punta del dedo corazón y las mariposas desaparecieron, dejando en su lugar una borrosa visión del Outlook.
—¿Pero qué narices pone ahí?
Con cara de ganso y ojos de besugo, se acercó para ver mejor. Cliqueó encima del mensaje y se sorprendió.
Mr. Valiente:
Estamos impresionados por sus trabajos realizados y deseamos contratar sus servicios. Se trata de un asunto de extrema delicadeza. Si está usted interesado, díganoslo y le llegará un correo con más detalles.
Atentamente.
Ahmed Al Fasala
—Qué bien, un trabajo —dijo sin saber exactamente lo que acababa de leer—, pues claro que acepto.
Y sin pensárselo dos veces contestó cortésmente y aceptó recibir el correo con los detalles.
—¡Mamá! —voceó—, ¿me pones un colacao?
—No si antes no te duchas. No pienso bajar ahí con la peste que echas —gritó ella desde arriba.
—Vale, vale. Ahora mismo me ducho, pero después me preparas el colacao y me dejas tranquilo que tengo mucho trabajo que hacer.
Se arrastró por las escaleras, agarrándose bien a la barandilla de madera, se quitó la ropa, la tiró en un cesto que ponía «pa lavar» y se metió en la ducha retorciéndose de placer.
—Estoy seguro de que el Ahmed ése es un cornudo de cuidado. Bueno, a lo mejor le han quitado una cabra o le han robado el cuscús, vete tú a saber —se dijo a sí mismo—. Sea lo que fuere, no pienso hacer nada si no me da un adelanto. Digamos que de unos… hmmmm… veinte euros. Sí, eso es. Si no me adelanta veinte euros no pienso moverme de casa, o puede que esa cantidad sea muy poca. ¿Sabes qué, macho? No te mereces menos de veinticinco.
Convencido y contento, terminó de ducharse, se secó y se afeitó.
Hoy va a ser un día redondo. Como el del anuncio, pensó.
Canturreando, se sentó en la mesa de la cocina y esperó a que su madre le sirviera el colacao.
—Mamáaaaaaa —voceó—. Que ya me he duchado.
—¿Y qué quieres, un premio?
—No estaría mal —contestó abriendo los ojos con asombro—, pero por ahora me conformo con un colacao.
—Póntelo tú, que estoy ocupada.
—Mamáaaaaaa… que tengo que ir a trabajar.
Su madre asomó la cabeza por la puerta de la cocina con un semblante que rebosaba orgullo.
—¿De verdad? Ahora mismo te lo preparo y te saco una madalena.
Francisco mojó la deliciosa repostería en su colacao con una satisfacción que nunca antes había experimentado, y eso que todavía no había hecho nada. Degustaba cada sorbo de leche, cada mordisco de madalena y toda idea pajarera que se le pasaba por la cabeza. Ya tenía montada una cadena de agencias de detectives por todo el país y, por qué no, incluso en las ciudades más importantes del extranjero. Su imaginación galopaba, su barbilla se manchaba y su madre le miraba orgullosa, creyendo que su hijo por fin daría el callo.
«Din don».
El sonido del timbre rompió la magia y tanto Francisco como su madre se sobresaltaron.
—¿Quién será? —preguntó ella.
—Sólo hay una manera de averiguarlo, madre, preguntando.
—Anda, que menudo detective estás hecho —se quejó—. Voy a abrir la puerta porque creo que tú no tienes ni la menor intención de hacerlo.
Se levantó, moviendo la cabeza a modo de protesta, y abrió.
—¿En qué puedo ayudarle?
Un hombre grande, con gafas de sol oscuras, gabardina verde, zapatos lustrados a juego y traje de apariencia caro, saludó cortésmente:
—Buenos días, señora. Pregunto por el señor Francisco Valiente Polillas. ¿Vive aquí?
—Sí, sí, pero, ¿por qué busca a mi hijo?
—Le traigo un paquete.
El hombre levantó la bolsa que llevaba y le enseñó su contenido.
—¡Mamáaaaaaa! —gritó Francisco desde la cocina—. ¿Quién es?
—Te han traído un paquete —voceó ella.
—¿Qué paquete?
—¿Y yo qué sé?
El hombre se quitó las gafas de sol y miró a la mujer, extrañado.
—Señora…
—Un momento —le interrumpió—. ¿No será alguna otra chorrada de las que compras por internet? —preguntó en voz alta y con retintín.
—¡Yo no he pedido nada! Creo… —susurró al final.
—Señora —repitió el hombre—, yo sólo tengo que entregarles el paquete, nada más.
—De acuerdo, ¿cuánto tengo que pagarle? —preguntó, sulfurada, rebuscando en el bolso su cartera.
—Nada.
—¿Y por qué no lo ha dicho desde el principio?
—Lo intenté, pero…
—No se preocupe, buen hombre. Muchas gracias y lamento la escenita —terminó y cerró la puerta.
Regresó a la cocina y soltó la bolsa con el paquete sobre la mesa.
—¿No lo vas a abrir? —preguntó Francisco.
—¿También quieres que lo abra?
—¿No ves que todavía estoy desayunando? Además, ¿no quieres saber lo que hay dentro?
—¡Ay! No sé qué es peor, tu vagancia o que yo siempre te permito que salgas con la tuya.
—Será que eres un poco cotilla y quieres saber lo que me han traído —añadió él y carcajeó como un paleto.
Su madre le miró de reojo, sacó el paquete y lo examinó. No había sellos ni remitente. Lo único que se veía con bastante claridad era el destinatario que estaba escrito a mano y con letras grandes en la parte superior. Con cuidado despegó la cinta adhesiva de las orillas del envoltorio y descubrió una caja de cartón blanca. Sin marcas, sin señas y sin nada escrito. Y así, sin meditarlo demasiado, abrió la caja.
—¡Dios santo! —exclamó ella.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Francisco, un tanto preocupado.
—¿En qué te has metido ahora?
Cuando su madre sacó dos fardos de billetes de cien euros, nuevecitos y etiquetaditos, Francisco se quedó anonadado. Se bebió lo que le quedaba en la taza de un trago y se acercó la caja. Abrió un sobre cerrado de color negro y de su interior extrajo un billete de avión y una carta.
Mr. Valiente:
Me alegro de que haya aceptado el encargo. Su reputación le precede y para mí era importante poder contar con usted. Ahora le explicaré brevemente la situación, aunque espero que disculpe la escasa información que le proporciono en esta carta, puesto que no deseo que quede constancia escrita.
Se ha cometido un asesinato y mi padre, un hombre de negocios muy respetado, desea encontrar al asesino utilizando todos los medios a su alcance. La víctima, que se trataba de un proveedor de nuestras empresas, era de nacionalidad española, y por ello he considerado oportuno contratar a alguien de su mismo país de origen.
Como adelanto he incluido diez mil euros. Cuando termine el trabajo le pagaré cinco veces más esa cantidad. Me he tomado la libertad de reservarle un vuelo para esta noche. Esperaré ansioso su llegada mañana.
Atentamente.
Ahmed Al Fasala
—¿Qué pone en la carta? —preguntó su madre.
—Es del trabajo.
—Ya te han despedido. ¿Pero cómo es posible que te despidan sin haber empezado?
—No mamá, no es eso.
—¿Entonces?
—Me tengo que ir de viaje.
—De viaje, ¿a dónde?
—A Dubái —contestó Francisco mirándola con una mezcla de emoción y seriedad.
IV — DUBÁI
Los edificios se alzaban como espejismos provocados por el intenso calor. Francisco no daba crédito a lo que veían sus ojos: una autopista —de dimensiones descomunales— que serpenteaba entre los imponentes edificios y el camuflado desierto, unos parques verdes repletos de árboles y fuentes de agua cristalina, incontables clases de flores que decoraban las aceras y los locales más bajos, obras de arte que coronaban altares, esquinas y puntos clave de la ciudad. Un verdadero oasis, digno de formar parte de los cuentos de 1001 noches, había nacido en el lugar en el que antes las dunas de arena dominaban el paisaje y donde el sol no perdonaba a los más débiles.
—¿Cuándo conoceré al señor Fasala? —preguntó Francisco.
El conductor de la limusina no contestó, se limitó a levantar la mano señalando sus orejas, como si no pudiera escucharle o entenderle.
—¿Al menos me puedes decir a dónde vamos?
Tampoco recibió respuesta y se dio por vencido. Se giró de nuevo hacia la ventanilla y observó el paisaje. Estiró el cuello y divisó el mar.
—¡Uuuaaaooo! — exclamó.
Un azul claro y profundo brillaba con tonalidades de oro fundido sobre lechos de un verde esmeralda. Las gaviotas aparecían y desaparecían entre el cielo y la tierra, haciéndose pasar por pasajeros de dos mundos paralelos, místicos e inalcanzables, pertenecientes a paraísos perdidos. Y de pronto surgió la imponente estructura del hotel más ostentoso del mundo. El hotel Burj Al Arab se asemejaba a una gigantesca vela blanca, lista para surcar los plateados mares del mundo sin que nada, humano o sobrenatural, pudiera detenerla.
La limusina se detuvo frente a la entrada principal y el conductor se apresuró a abrir la puerta a Francisco. Él se inclinó un par de veces y se besó las manos otras tantas, imitando el tradicional saludo árabe, aunque no le salía demasiado bien. Intentó mantener la compostura cuando un botones se dispuso a recoger el equipaje, pero no se pudo resistir y salió corriendo para acercarse a la orilla de la artificial isla sobre la que el hotel estaba construido. La suave brisa del mar le acarició las fosas nasales y su piel se erizó.
—¡Virgen Santa! ¡Qué chulo es este sitio! —susurró—. ¡Qué ganas tengo de comerme unos calamares a la romana!
Regresó a la alfombra roja con bordados dorados, se estiró la camisa, sonrió al botones y se dispuso a entrar en el hotel.
—¿El señor Valiente? —preguntó una hermosa joven que iba vestida igual que una azafata de avión.
Sus largas piernas, que se escondían bajo una cortísima minifalda, le parecieron interminables. Los ojos de un verde profundo, el pelo con tonos dorados, las manos de porcelana y su belleza se acentuaba por el misticismo que causaba un velo plateado, casi trasparente, que le cubría la cara de mejillas para abajo.
—El mismo.
—Sígame, por favor, le están esperando.
La joven chasqueó los dedos y el botones les siguió con la maleta. El único que no sonreía era el chófer que aún se distinguía a lo lejos con cara de amargado.
El recibidor era espectacular. Una indescriptible sensación recorrió el cuerpo de Francisco y le nubló la mente.
—La madre que me parió —susurró.
Una alfombra de media luna, más grande que su casa y decorada con motivos árabes, ocupaba gran parte del suelo de la recepción. Todo le provocaba asombro: los mostradores, envueltos por hemiciclos dorados, que imitaban el interior de las conchas del pacífico; las paredes azuladas, los espejos aderezados con tonalidades de perlas oscuras, como si los hubieran tintado al fundirlos, el mobiliario de lujo y los detalles impresionantes.
—Espere aquí, por favor —indicó la joven.
Francisco se acercó a una cristalera que daba al exterior y se miró de arriba abajo.
—¿Qué hago yo aquí con esta pinta? —se preguntó.
Con los vaqueros desgastados, una camisa negra con rayas blancas, arrugada, y unas deportivas, que a estas alturas no se las podía considerar como prendas de vestir, su aspecto se asemejaba más al de un gamberro que al de un detective privado.
Enseguida se darán cuenta de que mis referencias son inventadas y me echarán a patadas de aquí, pensó.
Pasados cinco minutos, la joven regresó acompañada. Dos hombres, de gran estatura y vestidos con la indumentaria árabe tradicional, se dirigían hacia él.
—Aunque les quede bien, no comprendo cómo pueden ponerse fundas de almohada en la cabeza —susurró, sonriendo.
Después, se dijo a sí mismo, despavorido:
—¡Al final, lo comprenderé!
Los dos hombres lo saludaron cortésmente y, haciendo una reverencia, dejaron paso para que un niño de doce años se acercara.
—Bienvenido a mi país, señor Valiente. Mi nombre es Ahmed Al Fasala, el contratante y su anfitrión.
Francisco apretó los labios y permaneció pensativo. Lo cierto era que aquel niño inspiraba seriedad y tranquilidad, pero le resultaba difícil de creer que de algún modo se había encargado de resolver un asesinato. Su aguileña nariz le hacía parecer más formal, sus ojos azules destacaban su inocencia y su tostada piel le otorgaba el aspecto de un practicante de surf de metro y medio.
—Se trata de una prueba, ¿verdad?
—¿Cómo dice? —preguntó Ahmed.
Enseguida se dio cuenta de que el niño era quien le había contratado y se puso la mano en la boca.
—Nada, nada. Es que no me esperaba…
—¿Ha venido hasta aquí sin antes investigar sobre quién le ha contratado? —dijo entornando los ojos.
—No, qué va. Sabía que se trataba de alguien muy joven, pero es que creía que era más alto.
—¿Más alto?
—Sí, más alto, más fuerte… ya sabe, con más pelotas y todo eso.
El pequeño no dijo ni una palabra y los dos hombres que le acompañaban se mostraron hostiles.
¿Por qué no mantendré la boca cerrada?, pensó Francisco.
Ahmed se situó a un paso de él y le miró de reojo.
—Ya entiendo —dijo moviendo la cabeza—, se trata del famoso humor ibérico, ¿no?
—Sí, sí. ¡Ajajá, de pata negra! Sabía que lo comprendería enseguida —contestó Francisco, resoplando.
—Me gustan los chistes, pero comprenderá que en mi país no estamos acostumbrados a este tipo de presentaciones.
—Perfectamente —afirmó dirigiendo la vista al suelo—. Espero que sepa perdonar mi falta de tacto. Verá, suelo pecar de ser demasiado honesto.
—Eso es una virtud y no un pecado.
—Y, por favor, señor Fasala, tráteme de tú. No me gustan los formalismos, ya sabe. En España preferimos la sencillez y la cercanía.
—Muy bien, en tal caso yo también deseo que me tutees.
Ahmed se dio la vuelta y se dirigió hacia el interior.
—¿A dónde vamos ahora? —se interesó Francisco.
—Te acompañaré a tu habitación.
—¿Dormiré aquí? —preguntó, anonadado.
—Pensé que te sería más fácil trabajar cerca del lugar del crimen.
—Una idea genial, sin lugar a dudas —comentó ojeando el lujo que lo rodeaba—, cuanto más cerca mejor.
—Me alegro de oír eso, no estaba muy seguro si te molestaría que al lado de tu habitación se hubiera cometido un asesinato cruento.
—¿Al lado, dices? —tragó saliva—. No, no, ¿por qué me iba a importar? Yo no creo en fantasmas —dijo tocándose la entrepierna.
Y disimulando se santiguó tres veces, escupió al suelo renegando de Satanás y cruzó los dedos.
V — LA ESCENA DEL CRIMEN
Atravesaron un pequeño túnel, que parecía estar rodeado por halos dorados, y pasaron al hall principal. Francisco, careciendo de voluntad propia, miró hacia arriba incapaz de evitar bizquear la mirada. El techo daba la sensación de que se alzaba hasta lo infinito, incontables balcones se sobreponían uno al otro formando una escultura marina de dimensiones gigantescas, mientras un espectáculo de luces emulaba a un arco iris que reverberaba por doquier. Los juegos del agua, que nacían en la enorme fuente central, embaucaban hasta aquellos visitantes que los habían presenciado varias veces, y la inmensa pecera que albergaba incluso a tiburones provocaba una sensación de paz y tranquilidad que difícilmente se hallaba en otra parte del mundo.
A Francisco se le caía la baba. No sabía muy bien si estaba despierto o dormido, aunque ni siquiera Morfeo sería capaz de arroparle con un sueño tan placentero. Las piernas le temblaban, los nervios se le tensaban y los pelos se le ponían de punta.
Me he equivocado. En cuanto se enteren de que soy un defraudador no me echarán, sino que me darán una soberana paliza, pensó.
Tras cruzar pasillos dignos de los mejores palacios del mundo y fijarse en las vistas más espectaculares que uno podría imaginarse, llegaron a su habitación.
—Me imagino que querrás descansar —dijo Ahmed.
—La verdad es que prefiero echarle un vistazo a la escena del crimen. No vaya a ser que los malos espíritus dejen todo patas arriba o que me impidan dormir por la noche.
Ahmed le miró guiñando el ojo y retorciendo la boca.
—Otra vez con las bromas, ¿verdad?
—Sí, sí. Ah, vaya. Estoy bromeando. Ya las vas pillando —contestó forzando una risa.
*
Nada más abrir la puerta el olor a ácido y a bronce requemado asqueó a Francisco.
—¿Qué porquería es ésta? —preguntó.
Contuvo la respiración y siguió de cerca a Ahmed, al que probablemente también le molestaba el olor, pero conseguía disimular con efectividad sus emociones y sus debilidades.
Entraron en la habitación en la que se había cometido el crimen y la mirada de Francisco se nubló. No era capaz de distinguir nada más que las rojas manchas de sangre que estaban por todas partes. Su mente se paralizó y su imaginación comenzó a galopar hacia las fronteras del infierno, que sin duda era donde se encontraba en aquel momento. Con una mezcla de repugnancia y miedo, caminó lentamente alrededor de la cama en un estado casi de sonámbulo, deteniéndose al lado derecho del cabezal.
—Éstas son unas copias de las fotografías que tomó la policía —dijo Ahmed enseñándoselas.
Francisco se acercó, esforzándose por no desmayarse, y ojeó las fotos balanceándose. De vez en cuando apretaba la boca y se le ponían los ojos en blanco mientras intentaba contener las arcadas.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Ahmed.
—Perfectamente —mintió Francisco.
No conseguía ver bien las fotos. Su mente deambulaba por sí sola, descontrolada, y se fijaba en los detalles que le daba la gana sin seguir ningún orden aparente: un dedo cortado al lado de una pata de la cama, el líquido de los aplastados ojos, las manchas en las sábanas, la posición del cuerpo, el brillo de la piel de la víctima.
De pronto, Francisco se mareó tanto que tuvo que apoyarse en la pared cerca de la puerta del cuarto de baño.
—¡Aguanta macho… aguanta! —se dijo a sí mismo.
Acarició el marco de la puerta y percibió los bajorrelieves que lo adornaban.
Seguro que han pintado cuadros hasta en el papel higiénico, pensó, intentando olvidar la escena del crimen y el nauseabundo olor.
Se agachó para calmar los angustiosos rugidos de su estómago y se fijó en algo que había debajo del mueble bar de la esquina.
—¿Qué es esto? —preguntó señalando lo que acababa de ver.
Ahmed se acercó.
—Parece que no lo han recogido todo.
—¿Qué quieres decir?
—Que se han dejado unos trozos de carne.
La comida del avión se revolvió con fuerza en busca de la salida de emergencia que, en este caso, se trataba de su boca. Francisco se puso en pie y se tapó el cuello con la mano para que no se le notaran las arcadas. Cerró los ojos, se pellizcó con fuerza un pezón para que el dolor le obligase a reaccionar y, pasados unos segundos, levantó el dedo.
—Tengo una idea —dijo con convicción y salió de la habitación.
*
El aire limpio le calmó, le oxigenó los pulmones y le aclaró los pensamientos. No tenía ni la más remota idea de qué hacer.
—¿Me la vas a contar? —preguntó Ahmed.
—¿El qué?
—Tu idea.
—¡Ah! Eso, claro que sí. Verás, estoy casi seguro de que el asesino es uno de los empleados del hotel.
—¡Eso mismo es lo que comentaron los otros detectives! —mencionó Ahmed, entusiasmado—. ¿Y qué te hace pensar tal cosa?
Francisco se quedó pensativo.
—Como comprenderás, se trata de un proceso deductivo muy complicado y tampoco es que lo sepa con seguridad.
—Entiendo, entiendo.
—Si empezamos con el hecho de que no se ha forzado puerta alguna y que el asesino se ha tomado su tiempo, concluimos que ha sido alguien cercano y a la vez con acceso a esta habitación. Por otro lado, si no me equivoco, la seguridad del edificio debe de ser tan eficaz que sólo alguien de dentro pasearía con cierta seguridad y aplomo.
—Eso es cierto. La combinación de seguridad e intimidad es uno de los grandes atractivos de este hotel.
—Me lo imaginaba. También debemos meditar sobre la naturaleza de este brutal crimen que, a primera vista, denota venganza o pasión. Es posible que la víctima se hubiera liado con una empleada, prometiéndole el oro y el moro…
—¿El oro y el moro? —interrumpió Ahmed.
— …sí, sí. Prometiéndole cosas que luego no podría cumplir —aclaró Francisco.
Ahmed asintió.
—Y más tarde —continuó—, cuando la empleada descubrió la sarta de mentiras que le había soltado para conseguir acostarse con ella, se cegó por la ira y la despedazó.
—Eso tendría mucho sentido. Aquí no se permite ningún acercamiento del personal con los clientes. Saben muy bien que si intiman demasiado corren el peligro de ser despedidos inmediatamente. Sin mencionar que la ley también prohíbe que nuestras mujeres se relacionen con extranjeros.
—¿En serio?
—Claro que sí. Son demasiado buenas para vosotros —añadió Ahmed, con el semblante serio.
Francisco agachó la cabeza y no pronunció ni una palabra.
—No pretendía ofenderte.
—No me preocupa eso, Ahmed. Antes mencionaste que los demás detectives también comentaron que podría tratarse de un empleado del hotel. ¿A qué te referías?
—A que los otros detectives dedujeron lo mismo.
—¿Qué otros detectives?
—Te lo explicaré. En mi casa somos cinco hermanos. Y mi padre nos ha pedido que de manera individual, aunque colaborando, utilicemos todos los medios a nuestro alcance para lograr descubrir la identidad del asesino.
—¿Quieres decir que hay otros cuatro profesionales que trabajan en este mismo caso?
—Exacto. Cinco hermanos, cinco detectives, un solo crimen. El éxito está asegurado y la justicia prevalecerá, aunque espero que seamos nosotros los vencedores.
—¿Es una competición?
—No, no —contestó Ahmed—, no es una competición, pero ya se sabe que entre los hermanos siempre se lucha por ser el mejor.
Ahmed le miró aseverando lo que acababa de decir.
—Yo soy hijo único —le dijo Francisco—, así que no sé qué decirte.
—No importa, tú asegúrate de encontrar al asesino y yo te recompensaré generosamente.
Francisco asintió con la cabeza y levantó el dedo gordo en señal de acuerdo. En realidad la situación se le complicaba por momentos. Puede que hasta cierto punto consiguiera despistar a un niño de doce años mientras probaba suerte en descubrir a un asesino, pero al haber profesionales de verdad trabajando en la investigación poco podría hacer.
Me hubiera conformado con el caso del cuscús robado, pensó.
—Lo mejor será que ahora descanses. El viaje habrá sido agotador y esta noche tenemos que asistir a una cena que organiza mi padre. Allí no sólo tendrás la ocasión de conocerlo, sino que también podrás presentarte a tus colegas y charlar con ellos.
—Estupendo —comentó, sonriendo con ironía.
—¡Ah! Y no te olvides de ir bien vestido.
VI — DE GALA
El taxista se detuvo frente a la mansión de los Fasala y se quedó mirando a Francisco durante un largo rato.
—¿Le puedo ayudar? —le preguntó Francisco, extrañado.
No hubo respuesta. El taxista se limitó a señalar el taxímetro y a alargar la mano para recibir el pago de la carrera.
—Aquí tiene, y guárdese el cambio.
El conductor sonrió y se despidió.
—Eso sí que lo has entendido a la perfección, ¿no? —dijo Francisco mientras el taxi se alejaba—. ¿Será posible lo que mueve el interés?
Se arregló el pelo y se dirigió a la entrada. La cola de los invitados se alargaba bastante y varios periodistas sacaban fotos hasta donde se lo permitían los dos porteros que controlaban las invitaciones. De apariencia gorilesca, con gruesos labios, ojos redondos y brazos que imponían respeto, los dos hombres no dudaron ni un instante en detener a Francisco cuando se disponía a entrar.
—Private party —dijo uno.
—Lo sé —asintió Francisco—, traigo la invitación.
Sacó el maravilloso papel de papiro, envuelto en seda, y se lo enseñó. Manteniendo la compostura, aunque bastante incrédulo, el portero lo miró de arriba abajo y le permitió entrar. Su inquisitiva mirada no se despegó de las espaldas del joven e inusual invitado, como si una garrapata se hubiera pegado a la piel del desconocido, hasta que desapareció al entrar en la casa.
Pasado un recibidor de columnas persas y estatuas mesopotámicas, una gran puerta con forma de luna menguante conducía al jardín en el que se celebraba la fiesta. Los camareros, vestidos con frac negro y pajarita blanca, portaban bandejas con todo tipo de canapés y bebidas: langosta al champán, foie con mermelada de dátiles caramelizados, quesos de Egipto y Turquía, tortas de sésamo y cualquier manjar imaginable.
Curiosamente, Francisco alargaba la mano para hacerse con alguno de esos bocados, pero enseguida los camareros se alejaban de él.
—¿Qué mosca les habrá picado? —susurró.
—¿No te mencioné que debías venir bien vestido?
Francisco se dio la vuelta y vio a Ahmed con los brazos abiertos.
—Así es.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—¿Cómo dices, acaso no reconoces la moda cuando la ves?
—Unos vaqueros con lentejuelas brillantes, una camisa de cuello largo y unas botas vaqueras no tienen nada que ver ni con la moda ni con la elegancia. Hasta un niño de doce años podría afirmarlo.
—Tú tienes doce años.
—Es lo que te acabo de decir —aseveró Ahmed.
El padre de Ahmed, el conocido empresario Mohamed Al Fasala, se acercó para hablar con su hijo.
—¿Quién es tu amigo?
—Es el detective privado Francisco Valiente, de España —contestó Ahmed.
—¿Un detective español, pero quién te ha dicho que contrataras a un detective?
—Tú, padre.
—¿Yo?
—Sí, padre. Dijiste a mis hermanos que cada uno debía ayudar en la búsqueda del asesino.
—Eso es cierto, pero tú no debías…
El empresario se tapó la boca con la mano y sonrió.
—Ya entiendo, te enteraste de mis instrucciones y tú también quisiste ayudar.
—Por supuesto, padre, haría lo que fuera para que te sintieras orgulloso de mí.
Mohamed acarició la cabeza de su hijo pequeño y miró a Francisco.
Espero que el juguete de mi hijo no sea demasiado caro, pensó.
—Un placer conocerte —aseguró dirigiéndose a Francisco.
—El placer es todo mío, señoría —dijo Francisco con una reverencia.
—¿Señoría? —preguntó Mohamed, riéndose—. ¿En serio eres un detective privado?
—Y de los buenos —intercedió Ahmed—, hice bien mis deberes antes de contratarlo.
El empresario, calculando el valor del gesto más que el coste monetario, besó a su hijo en la mejilla.
—Estoy muy orgulloso de ti. Y espero que tengáis suerte capturando al asesino.
—No es cuestión de suerte, señoría, sino de un paulatino descarte —comentó Francisco.
—Por supuesto, en tal caso, buena cacería.
—Muchas gracias, su señoría —terminó Francisco e inclinó la cabeza.
El poderoso hombre de negocios continuó saludando a sus invitados hasta que se sentó a hablar con sus otros cuatro hijos.
—Ésos de allí son mis hermanos mayores. Les acompañan los detectives que han contratado.
—¡Qué bien! —dijo Francisco con ironía.
—Cuando se vaya mi padre nos acercaremos y te los presentaré.
—No es necesario, yo creo…
—Ya se marcha, vamos.
Le agarró de la mano y le arrastró hasta la mesa.
—Te presento a mis hermanos: Omar, Nahir, Kaled y Ben.
—Encantado —dijo Francisco mirándolos fijamente.
—Y con ellos están los detectives que han contratado: Charles Goodspeed, exoficial de Scotland Yard.
—Un verdadero placer —comentó éste.
—Brandon Keitus, exagente de la CIA.
El americano saludó con dos dedos.
—La inspectora Hao Jen, de la policía de Hong Kong.
—¿Ella no es una ex? —bromeó Francisco.
—Es una forma muy interesante de pasar las vacaciones —comentó ella.
—Y lucrativa —añadió Francisco.
—Por último, el detective Khalil, gran profesional y viejo amigo de la familia.
—Nunca había conocido a un detective privado tan joven —aseguró Khalil—, ¿qué eres, un genio o un defraudador?
Francisco estiró el labio hacia la derecha y le miró con cara de malas pulgas.
—Ajajá. Puede que sea ambas cosas —contestó.
Menuda gilipollez acabo de decir, pensó.
—¿No os importará que inmortalice este momento?
Ninguno pareció comprender la intención de Francisco, aunque tampoco les importó demasiado. Sacó su smartphone e hizo un par de fotos.
—Sonreír un poquito que no os han robado las bragas —dijo—. Todos se quedaron patidifusos y esbozaron algo parecido a unas sonrisas.
—Perfecto. Muchas gracias.
Se dirigió hacia la salida, acompañado por Ahmed, y le estrechó la mano.
—¿Ya te marchas? —preguntó el pequeño.
—Es tarde para mí —dijo como excusa—. Prefiero irme a descansar.
—Me parece una buena idea. Mañana iré al hotel a primera hora. Así podré acompañarte en la investigación.
—Hasta mañana, pues —se despidió Francisco.
*
Media hora más tarde… En la habitación del hotel…
—No mamá… no se te oye bien. Haz el favor y enciende el ordenador para conectarnos por skype. No mamá… las llamadas desde el hotel no son gratis. No mamá… no las pago yo, pero eso no significa que debamos abusar. Además, no se te oye bien y tengo ganas de verte. No mamá… no es como la televisión. Sólo te veré yo. Sí mamá… tú también me verás. ¡Haz el favor y enciende el ordenador!
Francisco colgó el teléfono y cliqueó sobre «video-llamada».
«Tut tu rut turut tut».
—¿Estoy saliendo por la tele? —preguntó la madre.
—Te repito que no es la tele, mamá.
—Bueno, lo que sea. Ahora dime, ¿qué tal en el nuevo trabajo?
—No sé qué decir.
—¿El jefe es muy cabrón?
—No mamá. En realidad es un jefe excelente.
—Entonces son los compañeros. Se meten contigo porque eres nuevo.
Francisco permaneció unos segundos pensativo.
—Ves —continuó ella—, sabía que se trataba de los compañeros.
—Tampoco es eso, mamá. Es cierto que hay algunos que no me toman en serio, pero tampoco es que les falten razones.
—¡Escúchame! Tú, ni caso. Haz tus investigaciones detectivescas lo mejor que sepas y ya verás cómo triunfas en la vida. Y si el jefe es bueno, tú céntrate en mantenerle contento. Que por algo es quien paga.
—Eso es verdad —dijo Francisco moviendo la cabeza.
—Lo que no comprendo es por qué no puedes venir a casa para cenar.
—Porque estoy en Dubái, mamá.
—¿Y qué más da?
—Mamá —dijo con tono serio—, son más de nueve horas de avión.
—¿Avión? Tú no me has dicho nada de que ibas a coger un avión.
—Pues bien, he tenido que coger un avión.
—Virgen del amor hermoso.
—Mamá… no pasa naaaaaaada.
—¿Comes bien?
—Pero si he llegado hoy.
—No te he preguntado eso.
—Sí, mamá. Como bien.
—No te olvides de abrigarte para no resfriarte.
—Aquí hace más de cuarenta grados de calor.
—Entonces bebe mucha agua y camina por la sombra.
—De acuerdo, mamá. Ahora voy a echarme que mañana me espera un día duro.
—Un beso.
—Adiós, mamá.
Cuando colgó se sintió melancólico. Cerró la tapa del portátil, lo acarició y resopló.
—Lo peor de todo es que aquí no tendrán colacao.
VII — INTERROGATORIOS, BARES Y HOSTIAS
El nerviosismo no le había permitido descansar a pesar de que el colchón de la cama era uno de los mejores del mundo. La preocupación por hacer algo bien, las imágenes de la escena del crimen, el saber que en la habitación de al lado aún quedaban trocitos de un muerto escondidos por los rincones y la evidencia de que tarde o temprano haría el ridículo, le robaron el sueño. Contó seiscientas ochenta y cinco ovejitas y no consiguió dormirse, probó con el truco de abrazar a la almohada y nada, hizo el remolino un par de veces hasta que se enredó con las sábanas y tampoco se le cerraban los ojos.
—¡Mierda! —exclamó y se levantó de la cama.
Después de ducharse, afeitarse, acicalarse y peinarse, aún parecía un energúmeno con las legañas pegadas bajo las pestañas. Deambulaba por los pasillos como un pato mareado, saludando a diestro y siniestro con un «qué tal» o un «buenas», cosa que no estaba fuera de lugar en los sitios que él solía frecuentar, pero no en un hotel en el que los clientes se vestían con ropa de cinco mil euros para ir a desayunar.
Perdido y atolondrado, deambulaba de aquí para allá en busca del mejor lugar para desayunar. Juntando el dedo índice con el pulgar, y acercándoselos a la boca repetidas veces, consiguió dar a entender que quería tomar un café y los empleados más amables le indicaron cómo llegar a uno de los muchos bares que tenía a su disposición.
Las olas del mar, plasmadas sobre el techo con colores de amaneceres, atardeceres, playas verdes y rincones soleados, le llamaron rápidamente la atención. La moqueta de peces exóticos, que no eran más que las copias de los que nadaban en la enorme pecera que rodeaba las mesas y la barra central, le recordó la película de Disney Buscando a Nemo.
—Seguro que en el váter tienen el papel con estrellitas de mar y la tapa está hecha con arena de playa —susurró.
Se sentó en un taburete, cerca de una camarera muy atractiva, levantó la mano y deletreó lo que quería tomar:
—C o l a C a o.
La camarera lo miró con asombro y Francisco no necesitó más para comprender que acababa de acertar con su predicción de anoche.
No saben lo que es el colacao, se quejó para sus adentros.
—¿Café con leche?
La camarera asintió y le preparó el café. Segundos más tarde le acercó una bandeja con tostadas, cruasanes, repostería variada y dulces de la zona por si le apetecían.
—¿Pan con Nocilla?
Ella le miró arrugando la frente.
—¿Nutella?
—Yes, yes —contestó.
No se privó y se untó una rebanada de pan con medio bote de Nutella.
—Buenos días.
—Buenos días, Ahmed, ¿qué tal la fiesta de anoche?
—No sé qué decirte. Yo me marché un poco después que tú.
Francisco le dio un bocado al pan y tomó un sorbo de café.
—¿Cuál es el plan de hoy? —preguntó Ahmed.
—Interrogatorios —contestó con la boca llena—. Empezaremos por quien descubrió el cadáver.
—¿La señora de la limpieza?
—Exacto, pero antes permíteme terminar mi desayuno.
—Por supuesto —afirmó el pequeño.
*
Acompañados por un miembro del personal de seguridad, Francisco y Ahmed se dirigieron a una de las zonas restringidas del hotel. La zona de los empleados. De apariencia impecable, como todo lo demás, aunque aderezado con fuertes olores a lejía, perfumes y jabones aromatizados, el área carecía de los adornos y lujos que disfrutaban los huéspedes. Las habitaciones de descanso, los comedores, los aseos y las duchas, las taquillas y las zonas de trabajo, estaban más concurridas. Claro que el limitado espacio de abajo, ni de lejos se podía comparar con los amplios pasillos y salones de arriba.
—La mujer que buscamos se está preparando para iniciar su turno —dijo Ahmed— y no debemos entretenerla demasiado. Aquí son muy estrictos con los horarios.
—Dile al guardia que hablaremos con ella todo lo que haga falta. Por el amor de Dios, se trata de un asesinato.
Ahmed tradujo las palabras exactas de Francisco, aunque no necesitó traducir la respuesta. El guardia, de dos metros, con cara angelical pero con muslos de buey, sencillamente contoneó la cabeza negándose.
—Vale, vale. Dile que nos daremos prisa, pero no comprendo su actitud.
—Dice que la policía vino en su momento y ahora está llevando a cabo la investigación pertinente. Si nos permiten entrar e inmiscuirnos en este asunto, es por las influencias de mi padre y por la amistad que le une con el dueño del hotel.
—Es comprensible —asintió Francisco y levantó los hombros.
La empleada, que recogía productos de limpieza y escogía el cambio de ropa que le correspondía a cada habitación de la que estaba encargada, contestaba a las preguntas que Ahmed le traducía, sin parar de trabajar.
—¿Conocía a la víctima? —preguntaba Francisco y Ahmed le explicaba.
—No. Siempre procuramos no coincidir con ningún cliente. Una de nuestras labores más importantes es la de parecer invisibles.
La mujer, de cincuenta y tantos años con apariencia de ser madre de al menos siete niños y aun así fresca como una rosa, no titubeaba.
—¿Sabe si la víctima llegó a «liarse» con alguien del hotel, sea lo que fuere, huésped o empleado?
—No. Como ya le he dicho no podemos ni cruzarnos con los clientes. Ni siquiera sé cómo era.
—Claro, claro. ¿Al menos me puede decir dónde solía pasar la mayor parte de su tiempo?
—Le repito, señor, que no he tenido contacto alguno con ese hombre.
El guardia se dio cuenta de que el interrogatorio no llevaba a parte alguna y les indicó que debían dejarla que siguiera con su trabajo.
—Sólo una pregunta más —suplicó Francisco con cara de bonachón.
Con una expresión de indiferencia y molesto, el guardia apretó la mandíbula y asintió.
—¿Había algo raro en la habitación cuando entraste?
—¿Aparte del cadáver despedazado?
—Obviamente.
—Lo lamento. Estaba tan asustada que no me fijé en nada.
—Bueno, muchas gracias por tu tiempo —contestó, decepcionado.
—Un segundo —interrumpió la mujer—, ahora que lo pienso, las sábanas estaban tiradas por el lado izquierdo de la cama. Justo al lado opuesto de donde se encontraba la víctima. O al menos la mayor parte de ella —terminó, tapándose la boca para ocultar su repugnancia.
Francisco se detuvo y se le perdió la mirada en la nada.
—Muchas gracias por todo—dijo, despidiéndose con una sonrisa—. Has sido de mucha ayuda.
Se dieron la mano y la mujer se limitó a seguir trabajando, aunque era bastante obvio que en su mirada se había marcado la huella de lo inhumano. Salieron de la habitación y siguieron al guardia como un par de cabras descerebradas. Esquivando carritos de limpieza, camareros, botones, cubos y montoncitos de toallas sucias, Francisco encajaba la poca información conseguida en su cacao mental… callado.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Ahmed en el ascensor de regreso a las plantas superiores.
—Todavía no lo sé.
Entonces, la radio del guardia emitió un pitido y él, apretando un auricular que apenas era perceptible, se comunicó por el micro que estaba escondido en la manga de su chaqueta.
Ni que fuera James Bond, pensó Francisco.
—Les esperan en recepción —dijo el guardia y les tendió amablemente el brazo.
*
Ninguno de los dos sabía quién les estaba esperando en recepción, y por mucho que el guardia preguntara no recibía una respuesta concreta.
—¡Omar! —exclamó Ahmed, ¿eres tú quien nos busca?
—Sí, querido hermano.
Los hermanos se abrazaron.
—¿Qué quieres de mí?
—He venido a invitarte a ti y a tu amigo a que os toméis un té conmigo y con el resto de tus hermanos. Pensamos que ayer no actuamos bien y queremos que os integréis en el grupo con el fin de compartir las pistas recabadas para así atrapar al asesino lo antes posible.
—Claro que sí —contestó el pequeño, entusiasmado—. ¿No te parece genial?
—Una idea estupenda —dijo Francisco—, aunque yo en vez de té me tomaré un güisqui cola.
Omar le cogió del hombro y le dijo:
—En nuestro país está prohibido beber alcohol. Sólo en los grandes hoteles como éste se permite su venta y su consumo. Y se trata de una excepción con la que muchos estudiosos del Corán no están de acuerdo con ella.
—Entonces me tomaré una cerveza.
Los hermanos le miraron extrañados.
—Sin alcohol, por supuesto —añadió Francisco.
—Te tomarás un té —se impuso amablemente Omar— como los demás.
El primer impulso de Francisco era el de quejarse como un crío pequeño, pero recordó que no estaba en su casa y se frenó. Esbozó una sonrisa falsa, inclinó la cabeza como solía hacerlo Ahmed y contestó:
—Por supuesto.
*
El local situado en el centro de la ciudad imitaba a un pub inglés, pero sin los correspondientes grifos de barril. En su lugar, unos serpentines dorados recorrían un tubo de cristal congelado y con tan sólo presionar un botón rellenabas tu vaso con zumo de naranja, limonada, gaseosa, tónica o un refresco de cola. En la parte trasera de la barra, donde se suelen exhibir las botellas con las bebidas alcohólicas, las estanterías estaban repletas de una inimaginable cantidad de licores sin alcohol.
—Vaya tela. No sabía que existía tanta variedad de fruta en el mundo —se dijo Francisco a sí mismo.
Al fondo a la derecha, entre la barra y un billar, los hermanos de Ahmed charlaban con los detectives y apuntaban cosas en un papel que no paraba de rotar entre ellos.
—¡Bienvenidos! —exclamó Charles Goodspeed—. Nos encontrábamos en un punto muerto y nos preguntábamos si vosotros teníais una solución al problema que se nos plantea.
Los demás se rieron disimuladamente, aunque no pudieron evitar que se les escapase un par de carcajadas.
—Por favor, señores… y señora —dijo Omar—, esto es serio y no quiero que nadie se ofenda.
El pequeño Ahmed se sentó con ellos, orgulloso de colaborar con los mayores y obviando el hecho de que les estaban tomando el pelo.
—No sabía que se necesitaban tantos profesionales para no saber qué hacer —dijo Francisco, desafiante.
—Mira, joven —le dijo el detective Khalil—, puede que todo esto te parezca un juego, y sinceramente no sé cómo has llegado a parar hasta aquí. Pero te aconsejo que no metas las narices donde no debas y que te vayas a jugar a otra parte.
—¿Quién habla de jugar? —se molestó Ahmed.
—Perdón si te molestan mis palabras, aunque sean verdaderas. Lo que está en juego es la justicia, el buen nombre de nuestra ciudad y la reputación de tu padre. Recuerda que la víctima era un invitado y un colaborador suyo.
—No lo olvido —replicó el pequeño—, por eso quiero ayudar.
—Sin duda tus intenciones son nobles…
—¡Basta! —se impuso Omar—. Mi padre ha dado su aprobación y no hay nada más que decir.
Francisco se sirvió un poco de té en un vaso plateado y se lo tomó de un trago.
Ah, no le he puesto azúcar, pensó.
—¿Sabéis qué? No tengo por qué escuchar a ninguno de vosotros, puesto que yo sé por dónde seguir y vosotros parecéis estancados.
El pequeño, decepcionado, se levantó de la mesa.
—¿Entonces nos habéis invitado para reíros de nosotros? —preguntó Ahmed.
—¡Habíamos acordado que esto no pasaría! —exclamó Omar, enfadado.
—No importa, hermano. No os necesitamos.
—En serio —interrumpió Kaled—, ¿de verdad te crees que con ese tipo averiguarás algo?
—Eh, eh… sin faltar —dijo Francisco levantando el dedo—, que no me vacile nadie. Soy cinturón negro en tekken, estrella de plata en shooter y he ganado varios premios en otras disciplinas.
Kaled le miró extrañado.
—¿Estás hablando de videojuegos?
—He dicho que sin faltar.
—Muy bien —dijo Kaled, levantándose—, te propongo un trato. Si eres tan bueno como dices, seguro que eres capaz de tumbar a los dos tipos de la barra con los ojos cerrados.
—Hombre, con los ojos cerrados…
—Escucha, si consigues darles un solo puñetazo, reconoceré que estaba equivocado y me disculparé tal y como es debido.
—Muy bien, ahora verás.
Francisco se dirigió hacia los dos tipos de la barra moviendo el cuello para relajar los músculos, agitando los brazos para tonificarlos y dando saltitos para calentarse.
—¿Cómo se te ocurre mandarle a pegar a nuestros guardaespaldas? —le reprochó Omar.
—Él se lo ha buscado.
—Puede ser, pero no como para que se enfrente a dos militares bien entrenados.
Tranquilo macho… tranquilo. Antes de que se den cuenta, y como no saben a qué voy, al que me pille más cerca le soltaré una hostia y me iré corriendo, pensaba Francisco.
Los dos hombres lo miraban con recelo, sin comprender qué era exactamente lo que pretendía el tipo que se les acercaba bailando o haciendo el ridículo. Alzaron la cabeza en busca de instrucciones por parte de sus jefes, pero no recibieron indicación alguna. Entonces Francisco, situado frente a ellos, resoplaba igual que Bruce Lee cuando se disponía a entrar en combate en sus películas. Cerraba y abría los puños, para endurecer los nudillos supuestamente, giraba la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, que lo único que conseguía era marearse y de pronto soltó un grito de guerra. Listo para golpear.
«¡Aaaaaaaaaaaaaaaa!».
—Lo va a conseguir —susurró Omar.
—No me lo puedo creer —comentó la inspectora Hao.
—Dale fuerte —animó Ahmed.
Y mientras tanto, Kaled alzó la mano indicándoles a los guardaespaldas que le dieran una paliza.
Francisco blandió la mano con fuerza, acercándose al de la derecha, pero éste se retiró.
Ya la he cagado, pensó.
El guardaespaldas respondió agarrándole del cuello y dándole un par de collejas. De pronto, el otro empezó a darle tortas con la palma abierta, de frente, del derecho y del revés.
—¡Ay, ay…, basta! —gritaba Francisco.
De un empujón lo tiraron al suelo y empezaron a darle patadas por todas partes. En los brazos, la barriga, los muslos y, por último, en la entrepierna.
—¡Basta ya! —ordenó Omar, enfadado.
Ahmed vio cómo el resto se reía cruelmente y fue corriendo a socorrer a su amigo.
—No os reiréis tanto cuando se lo cuente a nuestro padre —amenazó y se callaron al instante—. ¿Te puedes levantar?
—Creo que sí —contestó con la voz apagada.
—Yo te ayudo.
El pequeño sacó fuerzas de su noble e inocente corazón y consiguió levantarlo.
—Gracias —musitó Francisco.
Mientras los dos se marchaban del pub, los demás apretaban los labios sabiendo que lo que acababan de hacer estaba fuera de lugar.
—Espero que os sintáis orgullosos —remató Omar.
VIII — EL DOLOR AGUDIZA LA MENTE
El tono manzanilla del vaso se diluía con los cubitos de hielo con forma de estrellas. El alcohol generaba diminutas ondas al derretir el agua sólida y los pensamientos se perdían en el fondo del güisqui.
—Siento lo que te han hecho los guardaespaldas de mis hermanos.
—Conque eran sus guardaespaldas. Y supongo que estarán bien entrenados.
—Son exmilitares de las fuerzas especiales.
—Entonces he tenido suerte —bromeó Francisco— porque si ellos hubieran querido me habrían roto el cuello con un chasquido de dedos.
—Seguramente.
Francisco se bebió un buen trago del licor y permaneció cabizbajo.
—Supongo que me lo tengo merecido.
—¡Para nada! —exclamó el pequeño—. ¡Mi hermano ha demostrado ser cruel y mezquino! No es que me sorprenda, pero creía que el tiempo le había hecho madurar.
—Hablas como si tuvieras cuarenta años.
—La inteligencia de uno y los principios con los que comulga no están sujetos a los que están impresos en un carné de identidad, lo que se intuye por la estatura o si se luce barba. Uno puede tener cuarenta años, como tú dices, y ser malo, egoísta, ignorante y maleducado.
—Brindo por eso —dijo Francisco y terminó de beberse lo que le quedaba en la copa.
El camarero enseguida se acercó y le sirvió otra.
—Por cierto, gracias por traerme de vuelta al hotel.
—De nada. Me imaginé que te apetecía tomarte algo. Sé que en España beber no es sólo un hábito, sino un modo de vida. Forma parte de vuestra cultura.
—Puede que demasiado.
—También pensé que desearías vengarte de lo ocurrido, y qué mejor forma de hacerlo que descubriendo al asesino y demostrándoles lo equivocados que están.
—¿No me vas a despedir?
—¿Por qué he de hacerlo? Puede que tu forma de trabajar sea inusual, pero por el momento has mostrado más interés que esos engreídos que han contratado mis hermanos.
—Eso es cierto —dijo Francisco, sonriendo.
—Ahora termínate lo que te queda en la copa, olvídate del dolor y sigamos con la investigación.
Ahmed le dio un par de golpes amistosos en la espalda y se giró hacia el camarero.
—Por favor, una leche con cacao.
—Qué lástima que no tengan Cola Cao.
—¿Qué es eso?
—Un cacao que sólo se encuentra en España. Si lo pruebas, ya no quieres tomar otro.
—Interesante.
El camarero le trajo la leche y Ahmed, con semblante serio, le dijo:
—Apunta Cola Cao en la lista de peticiones que mañana quiero tomar.
El camarero apuntó la petición y se limitó a contestar:
—Sin ningún problema.
Cuando se disponía a volver a sus quehaceres, Francisco le detuvo.
—Un momento por favor, no te vayas.
—¡Sí, míster!
—¿Qué me puedes decir del hombre que asesinaron en el hotel?
Sorprendido y preocupado, el camarero bajó la mirada, cogió un vaso y empezó a limpiarlo con un paño.
—Que sin duda ha sido una desgracia —contestó.
Francisco, que había elevado el arte de mentir a un meticuloso estudio del comportamiento humano, enseguida se percató de la sospechosa conducta del camarero.
—Sabes muy bien que lo que yo busco es información —le dijo— y estoy seguro de que tienes algo que contar.
—Yo… no tengo permiso para hablar con los clientes y en este caso fuimos avisados de que no debíamos decir nada sin estar acompañados por alguien de seguridad.
—¿Por qué? —preguntó Ahmed, extrañado.
—Para proteger a nuestros clientes. Debemos mantener la reputación del hotel a toda costa. No en vano se considera el único hotel de siete estrellas en el mundo.
—Me bastaría con una señal, con un detalle o un lugar a donde ir —comentó Francisco.
El camarero se agachó disimuladamente e hizo como si estuviera ordenando las diferentes botellas. Sin levantar la voz y con mucho cuidado, les dijo:
—Un día, el asesinado vino a tomarse un gin-tonic y sin querer le escuché mientras hablaba por teléfono. Había quedado con alguien en el motel Media Luna, en la ciudad cercana de Ajman.
—No veo nada extraño en ello.
—Es un motel de encuentros —añadió el camarero.
—Vaya, vaya. Eso tiene más sentido.
—Pero les recomiendo que el joven señor no se acerque.
Ahmed endureció la mirada y preguntó:
—¿Por qué no?
—Es un motel para encuentros de homosexuales.
—No veo nada malo en ello —comentó Francisco—. No me va ese rollo, pero tampoco me importa.
—Lo malo es que en este país esos encuentros son ilegales. Ser homosexual o tratar con ellos se considera un crimen —terminó Ahmed ante la pasmosa mirada de Francisco.
*
La incomodidad se respiraba en el asiento trasero del taxi. Francisco no terminaba de asimilar la noticia de que la orientación sexual de una persona era un asunto a tratar en los tribunales. Él se sabía muchos chistes sobre homosexuales y tampoco tenía mucho trato con los gais, no porque tuviera algo en contra de la homosexualidad, simplemente por las circunstancias de la vida. Tampoco se juntaba con los que hablaban exclusivamente de sus hijos o de sus trabajos, porque le aburrían hasta la narcolepsia, y eso no significaba que le cayeran mal. No era necesario hablar de los neonazis, los drogatas o los ladronzuelos, que conocía un montón y tampoco se juntaba con ellos. Ésos sí que estaban perseguidos por la ley y, aun así, resultaba demasiado fácil toparse con ellos por la calle.
El mundo está loco —pensó Francisco.
El pequeño, que estaba sentado a su lado, no se sentía tan indignado. Desde muy pequeño le habían educado en lo que era correcto y en lo que no; por eso no comprendía del todo la reacción de su amigo.
—No tienes por qué enfadarte tanto.
—No estoy enfadado, sino frustrado —replicó Francisco—. Puede que decepcionado.
—Si un hombre va con otro no es natural, no pueden tener niños. La naturaleza dice que debemos procrear.
—En eso tienes razón. Sin embargo, ¿te parece un buen motivo para pegar y maltratar a la gente?
Ahmed agachó la cabeza y lo meditó.
—No —susurró—, no me parece bien.
—Además, si tus hermanos se fueran a un bar de mi pueblo, con las sábanas que visten y los ojos pintados, seguro que los tomarían por homosexuales, pero no les llevarían a la cárcel por ello.
—Pintarse el contorno de los ojos dándoles un poco de sombra es normal.
—Aquí sí, en España no. Bueno… no para los hombres, las mujeres sí que se pintan, y mucho. A veces parecen fantasmas con un arco iris estampado en la jeta.
—¿Jeta?
—Sí —rectificó Francisco—, caradura.
—¡Ah! Entiendo, aquí las mujeres no pueden mostrar su cara.
—¿No pueden? Por eso se tapan de arriba abajo.
—Exacto.
—Y yo que pensaba que se celebraba una especie de carnaval. Pero en el hotel…
—En los hoteles las normas son diferentes —interrumpió Ahmed— para que los turistas se sientan cómodos.
—¿Y eso no te parece raro e injusto?
—Ahora que lo dices, sí que me parece algo raro —contestó Ahmed y permaneció pensativo.
*
El motel Media Luna, con una fachada de color gris triste y un cartel que parecía que se iba a caer a pedazos, se parecía más a un garito de criminales que a cualquier otra cosa. El ambiente de los alrededores se intuía como oscuro y deprimente, y los pocos peatones que merodeaban por el lugar no dejaban de vigilar a los dos ocupantes del taxi.
—Tú te quedas aquí —ordenó Francisco con tono paternal.
—Yo soy quien paga —aseveró Ahmed, aunque su juvenil voz no matizó la importancia de sus palabras.
—No quiero que te ocurra nada y, como ya has comprobado, no soy lo suficientemente fuerte como para protegerte. Si pasa algo, con suerte echaré a correr y me escaparé. Pero si te vienes conmigo no sé muy bien cómo nos las apañaremos.
—Lo que tenga que pasar, pasará.
—No es bueno para la reputación de tu familia.
Ahmed, cabizbajo y con semblante serio, contestó:
—Lo que no sería bueno para la reputación de mi familia es rendirme.
Salieron del taxi y entraron en el motel. Un recepcionista, con la cara marcada con una mancha de nacimiento, les observó de manera sospechosa. Conforme caminaban hacia él, retorcía los labios mientras mascaba un mondadientes y golpeaba el libro de visitas con la mano.
Ahmed se presentó cortésmente y el recepcionista reaccionó abriendo los ojos como platos e inclinando levemente la cabeza mostrando su respeto.
—¿Viene por el asunto del asesinado? —preguntó el recepcionista.
—¿Cómo sabes a qué hemos venido? —preguntó Francisco, sorprendido.
—En este negocio y en esta vida que nos ha tocado vivir, no estamos muertos gracias a que nos preocupamos por las habladurías que se escuchan por las calles. Sin olvidar el hecho de que no hay demasiados niños de doce años, acompañados por un extranjero, en busca de un asesino.
—¿Entonces nos ayudarás? —preguntó Ahmed.
—Puede —contestó el recepcionista.
—¿Qué nos puedes decir sobre la víctima?
—Yo nada, pero mi compañero que trabaja en el bar seguro que puede contestar a algunas de sus preguntas. Siempre que el precio sea el correcto.
El pequeño movió la mano en círculos y de inmediato el recepcionista les guio hacia el interior del motel.
La oscuridad únicamente era raspada por las tenues caricias de unas velas que titilaban constantemente. Las paredes estaban repletas de cuadros y alfombras curiosas, pero no se veían con claridad. El olor a hachís y tabaco se confundía con el del incienso y el paladar de Francisco parecía aromarse con sabores de miel y azúcar glas.
Un pasillo alfombrado conducía hacia un salón, también oscuro, en el que sólo se distinguía a alguien que les observaba desde el otro lado. Con pasos pequeños y encogiendo los dedos de los pies, caminaban hacia esa persona que, en la distancia, les parecía áspero y hostil.
Un hombre barbudo, con gafas de sol y uñas largas, les sirvió un té verde y les invitó a acercarse. Ahmed agradeció el gesto y como indicaba la costumbre sorbió un poco de té, dejó la taza sobre la barra y mostró las palmas de las manos en señal de humildad.
—Eso es lo único que recibiréis aquí —dijo el barbudo, con voz bronca.
—Sólo buscamos información con el fin de honrar a la justicia —dijo Ahmed—. Un hombre que pasó por aquí fue asesinado en el hotel…
—Lo sé, joven Al Fasala.
—Si sabes quién soy, no comprendo por qué no quieres ayudarnos.
—A ti te conozco. Un jovencito con principios de anciano, aunque no estoy muy seguro de si sabes dónde te has metido. Pero lo que más me inquieta es la identidad de tu amigo.
Ahmed asintió con la cabeza y dijo:
—Es justo que quieras saber quién entra en tu casa. Te presento a un detective privado que he contratado desde España para ayudar a resolver este horrible crimen.
De la oscuridad aparecieron rostros endurecidos por las circunstancias. Hombres marcados por su pasado y sus preferencias sexuales, perseguidos por la ley y repudiados por sus familias. Los murmullos se extendieron como fuego por todo el salón y el ambiente comenzó a acalorarse.
—Sólo bus… buscamos información —tartamudeó Francisco.
Las palmas de las manos se le empaparon de sudor, las gotas recorrían su frente y se escondían en su camisa, el vientre se le aflojó y le embargó una precipitada necesidad de ir al baño.
—Si salimos de ésta, seguro que será con los calzoncillos manchados —susurró acojonado.
IX — CHAMPÁN, ROSAS Y MALAS PULGAS
Las luces se encendieron, los rostros se iluminaron y la música sonó.
—¡Viva España! —gritaron muchos.
Y acto seguido se levantaron de las mesas y empezaron a taconear, imitando a los bailaores flamencos, en una pista de baile que apareció de la nada. Los colores rosa y amarillo eran los que predominaban, mientras el azul y el verde sólo aparecían en los láseres que dibujaban corazones y estrellitas en el suelo, en las paredes y en el techo.
—Qué demonios pasa… —Francisco se quedó boquiabierto.
El pequeño jamás había presenciado algo parecido. Una sensación de incomodidad le recorrió el cuerpo cuando, de golpe y porrazo, la estricta educación recibida hasta el momento ocupó por completo sus pensamientos.
—Relájate, hombre —le dijo Francisco.
Un varón afeminado y corpulento, de casi dos metros de altura, barba hasta el ombligo y ojos verdes endulzados, se le acercó y le invitó a bailar.
—No, no —dijo seriamente Francisco echándose hacia atrás.
De pronto los presentes dejaron de bailar y se quedaron mirándole.
—Quería decir no sin antes tomar un trago.
El de la barra le sirvió un chupito de lo que sin duda era vodka casero, que sabía más a rayos alcoholizados que a otra cosa, y se lo tomó de golpe.
—¡¡¡Olé!!! —vocearon todos al unísono.
Y un cambio brusco de música obligó a Francisco a bailar un improvisado twist en medio de la pista de baile. Los pretendientes iban y venían, lo rodeaban y le aplaudían, le cantaban y se reían con él, de él y para él.
—Menuda maaaarcha… —canturreó Francisco.
Ahmed se quedó anonadado cuando comprobó que nada de lo que ocurría era feo o grosero, puede que le resultara extraño, pero para nada lo relacionaba con lo que le habían contado hasta el momento. Es más, hasta envidió la soltura con la que bailaban, la risas que se echaban, la gracia con la que se expresaban y el respeto que se tenían entre sí.
—¡Uuufff! —exclamó Francisco—, necesito tomar algo fresco.
—¿Te lo estás pasando bien? —preguntó el hombre tras la barra.
—De fábula. Ayer estuve en otra fiesta y no hay color, ésta es mucho mejor.
Una Coronita, bien fría y con una rodaja de limón, apareció delante de él.
—No es fácil conseguirlas —aseguró el barman—, pero te la has ganado. Por cierto, lamento mucho lo de tu compatriota.
—La verdad es que no lo conocía personalmente.
—Me lo imagino.
—Eso no significa que no quiera averiguar quién le asesinó.
—¿Sabes qué? Si de verdad pudiera darte información que pudiera servirte de ayuda, estaría encantado de proporcionártela, pero creo que nada de lo que yo sepa puede considerarse relevante.
—A veces muchos detalles conducen a una única conclusión.
—Muy bien —se apoyó sobre la barra con los brazos cruzados—, no te engañaré diciéndote que no llegué a fijarme en él, puesto que se trataba de un hombre muy atractivo…
El barman les contó todo lo que la víctima solía hacer. Qué tomaba, cómo se sentaba, cuáles parecían ser sus canciones favoritas. También les describió los gestos que más le llamaron la atención e incluso los guiños del ocasional coqueteo al que jugaban. Nada fuera de lo común.
—¿Nunca se marchó con nadie? —preguntó Francisco.
—No, era un rompecorazones solitario y se notaba a la legua que vivía una doble vida.
—¿Cómo es eso posible?
—Cariño —se acercó el barman—, aquí todos tenemos una doble vida y por ello nos es fácil reconocerla en una mirada, en palabras sueltas o en sencillos gestos. Éste es el país de las mentiras. Un oasis de lujo en medio de un pobre desierto.
Quienes llegaron a conocerle, aunque fuera de pasada, se le acercaron tímidamente y con una sonrisa en la boca dejaron una rosa sobre la barra. Deseaban agradecerles a los dos jóvenes el intento de ajusticiar a uno de los suyos, que en otras circunstancias su memoria se perdería en el olvido.
Ahmed se sorprendió por el gesto solidario y sintió vergüenza por lo que le habían enseñado. En un acto de rebeldía hacia lo preestablecido, y como ejercicio para sí mismo, se levantó del taburete que estaba sentado y abrazó uno tras otro a todos aquellos que se acercaron.
—¡Champán para todos! —exclamó Ahmed—. Basta ya de lágrimas y brindemos por los que no volverán a acompañarnos.
Un minuto de silencio y copas alzadas, eso sí, de color rosa y con lacitos en la base.
—¡Por los que no volverán a acompañarnos! —brindaron todos al unísono.
«Tring Tring».
Un timbre les llamó la atención y de inmediato los que brindaban regresaron a sus rincones.
Una alarma, pensó Francisco.
Apagaron las luces, bajaron la música, ocultaron sus rostros y permanecieron en silencio.
—Venid aquí —les susurraron.
Francisco y Ahmed hicieron caso y se sumaron a los camuflados por precaución.
—Madre mía, es el detective Khalil —musitó Ahmed.
—Será mejor que no nos vea —añadió Francisco.
El detective, con porte rígido, cabeza rapada y orejas voladoras, no conseguía distinguir nada más que al barman de barba larga que esperaba que se acercara; igual que antes.
—¿Qué desea tomar? —preguntó el barman.
—Ponme un poco de esa cosa a la que llamas vodka.
—Aquí no…
El detective le miró con cara de circunstancias macabras y le repitió lo que quería.
—Ponme un poco de ese vodka casero ilegal que vendes, por favor.
—Sí, señor —contestó el barman, titubeando.
—Ahora dime todo lo que sepas sobre el asesinato del español.
—No sé de qué me está hablando.
—¿De verdad es necesario seguir jugando al escondite?
El barman se mordió los labios.
—Sé que se acercó a este local. Lo que no sé es por qué.
— …
—¿No quieres hablar, eh? Probablemente no sepas quién soy.
—Sé muy bien quién eres —replicó dejándose de formalismos.
—¿De veras?
—Eres El carnicero de fin de semana.
Francisco y Ahmed se retorcieron en sus asientos al oír ese apodo. La oscuridad era un buen escondite mientras el detective se mantuviera alejado, pero si decidiera acercarse a las mesas para indagar, sin lugar a dudas les encontraría.
—Ya que hemos comprobado que eres un hombre bien informado —continuó Khalil—, cuéntame lo que sepas.
El barman le repitió la historia de antes, aunque con menos detalles y sin ganas. Lo único que deseaba era que ese detective, de mala fama, homófobo y de mal ver, se marchara de su motel.
—Si alguien más viene preguntando por él, quiero que me lo digas de inmediato —dijo Khalil y dejó una tarjeta de visita sobre la barra—. ¿Lo has entendido?
Sin ganas, el barman asintió con la cabeza y se esforzó en no dirigir su mirada hacia donde se encontraban los dos jóvenes. El detective se bebió el chupito de vodka, lanzó una amenazadora mirada para consolidar sus palabras y se marchó.
Pasados cinco minutos, las luces se encendieron y la música empezó a sonar de nuevo. Como si no hubiera pasado nada, los clientes reanudaron el baile y los coqueteos.
—Esto sí que es extraño —comentó Francisco.
—Pues no lo es. Recuerda que aquí somos perseguidos por la ley. Si perdiéramos el buen humor y nos aterrásemos cada vez que viene alguien a amenazarnos, insultarnos y chulearnos, viviríamos sumidos en una constante depresión —aseguró el barman.
—Lamentamos mucho las molestias y agradecemos la información —dijo Ahmed.
—Un momento. Quiero comentaros algo más, aunque no se trata de pruebas, sino de sensaciones mías. Las veces que el español vino aquí no ligó con nadie. Tonteó un poco, pero nada serio; y cuando se acercaban las doce de la noche recibía una llamada. Normalmente sonreía, contento de recibir el aviso de quien sin duda sería su amante, y por eso me extrañó la expresión de su cara la última noche que estuvo aquí. Cuando colgó el teléfono parecía triste y decepcionado, abatido y traicionado.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Francisco.
—Ah, podéis creerme, conozco muy bien los gestos y las miradas que acompañan a esos sentimientos.
—Entonces las probabilidades de que se trate de un crimen pasional aumentan mucho.
—¿Quién sería la persona al otro lado del teléfono? —se preguntó Ahmed.
—Sea quien fuere, es más que probable que se trate del asesino —aseveró Francisco.
—¿Y qué hacemos ahora?
—¿Sabes, Ahmed? Cuando el detective entró por esa puerta me sentí muy raro. Conocía el sitio, sabía que la víctima frecuentaba el lugar. No se interesó mucho por sus hábitos y sí se preocupó en prohibir que el camarero compartiera con alguien más la información. No sé lo que pasará por la cabeza de ese hombre, pero estoy seguro de que aquí hay gato encerrado.
X — A POR EL CARNICERO DE FIN DE SEMANA
La noche únicamente era desafiada por las luces de la ciudad de Dubái que, al igual que las estrellas dibujan formas en el cielo, los rascacielos, los edificios, los vehículos y los negocios bosquejaban un luminoso mar de colores que brillaba en el desierto.
Cobijados por la oscuridad y el tráfico, Francisco y Ahmed le indicaron al taxista que se detuviera delante de la casa del detective Khalil. El chalet, rodeado por una verja de hierro fundido y protegido por una cámara de seguridad, no parecía el hogar de un policía, sino más bien de un acaudalado hombre de negocios.
—Este hombre tiene el nido manchado —comentó Francisco.
—¿Y eso qué significa?
—Que no todo es trigo limpio.
—No te comprendo —comentó Ahmed mostrándose cada vez más confundido.
—Que el detective Khalil no es legal. Seguramente recibe sobornos, o extorsiona a los comerciantes, o peor aún, se dedica a quitar del medio a los estorbos.
—¿Un asesino a sueldo?
—¡Exacto! —exclamó Francisco.
El pequeño asintió ante lo evidente y le propinó una palmadita en la espalda.
—Bien hecho. Sabía que descubrirías al culpable antes que el resto de investigadores.
Francisco levantó el dedo y sacó un poco la lengua. La tontuna le machacó el cerebro durante un breve instante y le bloqueó los músculos faciales. Ni él se podía creer que se encontraban tan cerca de detener a un asesino. Cuando por fin reordenó sus ideas y reaccionó, dijo:
—Tenemos que conseguir pruebas.
—¿Quieres que entremos en su casa?
—Sí. Allí él se cree intocable y seguro. Si ha cometido un error y se ha quedado con un trofeo, seguro que lo guarda en la casa.
Ahmed echó un vistazo a su alrededor.
—¿Cómo piensas entrar?
—Por la puerta de atrás —contestó, levantando los hombros como si fuera evidente.
Ambos caminaron discretamente, o al menos eso era lo que creían, rodearon el chalet y se detuvieron cerca de la puerta trasera.
—¿Ves la cámara, Ahmed?
—Sí, ahí está, ¿cómo piensas inutilizarla?
—Con evitar que nos grabe, bastará. ¡Mira! Cogeré un poco de este barro y lo pegaré —como un parche— en la lente.
Francisco se agachó, ablandó con la mano la improvisada masilla y la estampó con precisión en la cámara.
—Ya está —dijo satisfecho.
—¡Francisco!
—¿Sí, Ahmed?
—Eso no es barro.
—¿No?
—No.
—¿Y qué es entonces?
—Me parece que es mierda de perro.
Francisco se olió la mano, repitió varias blasfemias, pateó una farola un par de veces, haciéndose daño, y se limpió la mano como pudo en unos setos.
—¿Ya? —preguntó Ahmed.
—No del todo, pero mejor me lavo las manos dentro.
—¿En la casa del carnicero de fin de semana?
—¡Tendrá agua! Digo yo…
—A veces pienso que estás loco.
—Bueno, lo importante ahora es entrar. Tú, espérame aquí.
—¿Qué dices, no pretenderás dejarme aquí solo? —susurró.
—Pues claro. No pienso permitir que arriesgues tu vida.
—De eso nada, yo entro contigo. Recuerda que soy quien paga.
Francisco cerró los ojos con fuerza, movió la cabeza con nerviosismo y apretó los puños.
—¡Ajajá! Está bien, pero no te alejes de mí.
—De acuerdo —contestó Ahmed, sonriendo.
Saltar la valla trasera resultó tarea fácil. Se acercaron a la puerta, con cuidado de no llamar la atención de los vecinos, y comprobaron que estaba cerrada.
—¿Ahora qué?
—Paciencia.
Francisco buscó en las macetas cercanas alguna llave escondida, pero nada. Luego sacó un clip metálico y lo introdujo en la hendidura de la cerradura. Lo giró con ahínco hacia ambas direcciones, lo empujó varias veces, casi se saca un ojo y finalmente se le cayó dentro de la casa sin conseguir nada. Entonces palpó la parte superior del marco en busca de un interruptor y tampoco hubo suerte.
—¿Dónde has aprendido a irrumpir en las casas ajenas? —susurró Ahmed.
—¿Es que no ves la tele?
—¿La tele? —refunfuñó Ahmed y se apartó.
Sin perder la concentración, Francisco sacó la tarjeta del videoclub, la empujó por la rendija que hay entre la puerta y el marco, y la movió de arriba abajo.
Esto debería funcionar, pensó.
No dejó de intentarlo hasta que la tarjeta se rompió y la mitad se quedó atascada.
—Maldita sea —susurró, cabreado.
Entonces agarró el pomo con fuerza y empezó a dar golpecitos con el hombro. La puerta no se abría. Enfadado y sin saber qué otra cosa hacer, cogió una de las macetas, la levantó por encima de su cabeza y se aprestó a lanzarlo contra ésta.
—¡Francisco!
Con voz susurrante aunque impetuosa, el pequeño le hizo un gesto con la mano para que soltara la maceta y se acercara a él.
—He encontrado una ventana abierta.
—Eso es mucho mejor —dijo Francisco, contento—. ¡Choca esos cinco!
Ahmed le miró la mano y negándose con la cabeza le comentó:
—Mejor cuando te laves las manos.
—¡Ah! Tienes razón.
Caminaron agachados hacia un lateral de la casa.
—¿Quién tiene un sofisticado sistema de seguridad para después dejarse una ventana abierta?
—En realidad es una pequeña ventana que da al sótano —matizó Ahmed—. Es posible que la deje abierta para que entre un gato o un perro.
Se acercaron a la ventana, que casi no superaba la altura de sus tobillos, y se tiraron al suelo.
—Como no somos corpulentos —continuó susurrando Ahmed—, conseguiremos entrar sin problema.
Discutieron unos segundos sobre quién entraría primero y decidieron que Ahmed fuera el que encabezaría el allanamiento. Apretándose y retorciéndose, se arrastraron como culebras y se colaron en el sótano. Por suerte para ellos, una mesa hacía de escalón y no se hicieron daño al saltar. Palparon las paredes y los primeros muebles para evitar golpearse y, una vez que pisaron el suelo, permanecieron inmóviles durante unos segundos.
—¿Y si la mascota es un perro que muerde? —musitó Ahmed.
Francisco sintió un escalofrío, que sumado a la negrura que les rodeaba y el miedo que daba estar en la casa del carnicero de fin de semana, su instinto le incitó a darse la vuelta para regresar al exterior.
—¿Qué haces?
—Buscar el interruptor de la luz —disimuló Francisco.
—¿En la ventana por la que hemos entrado? No creo que esté por ahí.
Ahmed sacó su smartphone y lo utilizó como linterna.
—Buena idea.
No iluminaba muy bien, pero era mejor que nada. Francisco sacó también el suyo y empezó a escudriñar lo misterioso y lo oculto.
Estanterías repletas de tarros de cristal que guardaban objetos de todas clases: clavos, tornillos, arandelas, corchos, tapones de plástico, grasa, aceite usado, virutas de gomaespuma y unos líquidos de color rojo espeso.
Sangre, pensó Francisco.
Una viga de madera atravesaba el techo de izquierda a derecha, donde Khalil había colgado herramientas, trapos y objetos innombrables: una guadaña, dos machetes, una gruesa cadena con púas, una especie de mordaza, una sierra con manchas marrones, y cubos… muchos cubos. Los rincones de las paredes, adornados con telarañas que brillaban con la más mínima caricia de luz, estaban repletos de cuerdas, redes, cadenas y hasta se distinguían unos grilletes. En el suelo había serrín… mucho serrín.
—Seguro que es para no resbalar durante la matanza —se dijo Francisco a sí mismo.
Al fondo, en la parte más oscura del sótano, un ruido les llamó la atención. Era discreto y constante, como el de un frigorífico.
—¿Ves algo? —preguntó Ahmed.
—Parecen armarios.
Abrió una puerta y enseguida tuvo que sujetarse la barriga del retortijón que le dio.
—¡Virgen del amor hermoso! —exclamó Francisco.
De un movimiento cogió a Ahmed y le apretó entre sus brazos, intentando evitar que viera el contenido de los frigoríficos empotrados.
Trozos de carne en bolsas, tarros grandes llenos de sangre, bolas de vísceras, táperes con hígados, pulmones y riñones.
—¡Uuuyyy! ¡Uuuyyy!
Se esforzaba por no vomitar. De una patada cerró la puerta y se apoyó en la pared.
—¡Qué asco!
El pequeño alumbró con su smartphone y contó los frigoríficos.
—Aquí hay cuatro almacenes de muerte —dijo, tras haber perdido parte de la inocencia de su juventud.
*
En el exterior…
Un tremendo dolor de cabeza había puesto a Khalil de muy mal humor y, para mayor escarnio, el mando del garaje no funcionaba obligándole a bajar para abrir manualmente. Una vez dentro, su instinto de policía se activó y una duda le recorrió el cerebro.
—¿Qué raro? —susurró.
Abrió la puerta principal de la casa y tecleó la clave de la alarma.
Error 4587
—¿Qué es eso?
Introdujo el número para identificar el fallo y enseguida se percató que en el monitor de la cámara número cuatro, que era la que enfocaba la parte de atrás, no se veía nada.
Desenfundó su pistola y caminó con sigilo hacia el salón. Se asomó con mucho cuidado para comprobar que no había nadie y continuó hacia la cocina.
Con cuidado, pensó.
A pesar de los muchos años de experiencia, el miedo nunca desaparecía. Su cuerpo se atemperó mientras un sudor frío recorría su frente, su cuello y su espalda.
—¿Dónde estáis malditos cabrones? —se preguntaba.
La mesa de centro, al estilo americano, estaba llena de los cacharros de la noche anterior y Khalil se había olvidado que la asistenta estaba de vacaciones. Por culpa del nerviosismo y un pequeño despiste, el detective empujó una cacerolilla con el codo y ésta cayó al suelo.
¡¡¡Bbbrrriiiiaaaannnkkkk!!!
El ruido resonó por toda la casa como si un rayo hubiera atravesado cada una de las habitaciones. Khalil se pegó a una pared por miedo a que los intrusos detectaran su presencia y su posición, y aguantó la respiración.
¡¡¡Brrrraaaaammm!!!
Un fuerte golpe proveniente del sótano le hizo reaccionar.
—Mantequillas, ¿eres tú? —gritó.
*
En el sótano…
—Seguro que ha oído el golpe —dijo Ahmed—, mira que tropezar con una caja de herramientas.
—¿Qué culpa tengo yo? Aquí no se ve nada.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Yo qué sé —susurró Francisco, nervioso.
Khalil abrió la puerta del sótano y encendió la luz.
—Quien quiera que esté ahí abajo queda avisado que soy policía y voy armado.
Los dos jóvenes se paralizaron a causa del miedo. El carnicero de fin de semana les tenía acorralados y no tenían escapatoria. Con la luz encendida el lugar parecía aún más siniestro y los macabros instrumentos se veían más horripilantes que antes. Ahora las resecas manchas de sangre se apreciaban con más claridad, las neveras de la muerte parecían más grandes y los dos jóvenes empezaron a imaginarse cuerpos colgados boca abajo de las vigas que se desangraban.
Los pasos de Khalil, bajando la escalera, sonaban como tambores de muerte que penetran los pálpitos del corazón y se trasforman en terror e impotencia.
Una penumbra de demonios malditos se dibujó en las miradas de ambos. Si llegase a capturarlos, era imposible predecir qué les haría. Les cortaría en pequeños pedazos, como a la víctima del hotel; les abriría en canal y les destriparía, de la misma forma que sacrifican a los corderos; o sencillamente les torturaría disparándoles aleatoriamente hasta morir.
La voz del carnicero de fin de semana les despertó del ensimismamiento:
—No dudaré en disparar —avisó Khalil, acercándose.
La situación nubló la mente de Francisco y la intuición le obligó a reaccionar. Agarró con fuerza una pala, que estaba al alcance de su mano, y se pegó a la pared, muy cerca del final de las escaleras.
—No lo repetiré dos veces. ¡Salid con las manos en alto! —gritó Khalil, esta vez enfadado.
Y sin pensárselo dos veces, Francisco volteó con fuerza la pala golpeándole en toda la frente.
XI — LAS CARTAS SOBRE LA MESA
Con la cara manchada de sangre y atado de manos y piernas en una silla, Khalil abrió lentamente los ojos y se percató de que se encontraba en el salón de su casa. Poco a poco su visión se hizo menos borrosa y un agudo dolor de cabeza le hizo recuperar el sentido de la realidad.
—¡Estáis locos!—exclamó.
Francisco cogió uno de los paños de cocina y lo amordazó.
—Tú sí que estás loco de remate.
—Hmmmm… Bbbhhhmmmm…
—¡Cállate! Sabemos muy bien quién eres y a qué te dedicas en realidad. El carnicero de fin de semana. Un maldito asesino. ¿Qué daño te pudo hacer un hombre de negocios para descuartizarle en su habitación? ¿Tienes algo en contra de los españoles? ¡Contesta!
—Hmmmm… Hhhmmmm… Aghhhggaaa…
—No quieres hablar, ¿eh? —le advirtió Francisco y cogió un cuchillo de la cocina—. ¿Y si te clavo este cuchillo en la carne como hacías con tus víctimas? ¿Y si te pego mientras estás atado e indefenso? ¿Y si te corto para que te desangres hasta hacer de tu casa un bebedero de patos?
Se detuvo un segundo, meditó la última pregunta y arqueó el entrecejo.
—¿Patos bebiendo sangre? —se preguntó—. ¿Existirán los patos vampiros? ¿Puede que aparezcan en alguna película rara?
—Ghtmmmmm… Hmmm…
—No intentes distraerme y habla —le ordenó.
Ahmed se acercó tímidamente y le dio un toque a Francisco.
—Perdona que te interrumpa, pero creo que por mucho que insistas no te va a contestar.
—Espera que empiece con los golpes y verás.
—Yo creo que con quitarle la mordaza será suficiente.
Francisco se rascó la cabeza, torció la boca y miró a Ahmed.
—Creo que tienes razón —afirmó.
Se colocó detrás de él y le susurró al oído:
—Si gritas, te amordazo de nuevo.
Y nada más quitarle el trapo de la boca, Khalil murmuró:
—Cuando llegué a pensar que no eres un idiota, descubrí que eres imbécil.
—¡Eh, eh! Sin faltar. Que el asesino eres tú, y si te has dejado pillar por un imbécil, dos veces imbécil eres tú.
—¿Cómo se os ha ocurrido pensar que yo soy el asesino?
Francisco cogió una silla, se sentó frente a él, miró de reojo a Ahmed, levantó el dedo y aseveró:
—Aquí las preguntas las hago yo.
—¡Si no me desatas ahora mismo! —gritó Khalil.
Cabreado por la reacción, Francisco se levantó y se preparó para amordazarlo otra vez.
—No, no, no… no volveré a gritar y contestaré a tus preguntas.
—Así me gusta. Ahora dime, ¿qué hacías en el motel Media Luna?
—Tras lo sucedido en el pub, comprendí que nos habíamos comportado como unos adolescentes y quise disculparme. Pregunté en el hotel por vosotros y me dijeron que estuvisteis en el bar; allí el camarero nos dijo dónde podía encontraros. Para serte sincero, no pude evitar preguntar el motivo de vuestro destino. Entonces, para mi sorpresa, el camarero me explicó el razonamiento que os guio hasta ese motel y me quedé boquiabierto. En dos días, un niño y un niñato —que aparenta ser un paleto de pueblo— consiguen más pistas que cuatro profesionales.
—No intentes soparme que no caigo en la trampa. Sabemos que eres el carnicero de fin de semana. Así que por mucho que me hagas la pelota no pienso soltarte, a no ser que estemos rodeados de policías. Y créeme, pronto llegarán muchos y tú iras a la cárcel.
Khalil cerró los ojos, agachó la cabeza y apretó la mandíbula.
—¡Pues claro que soy el carnicero de fin de semana!
—Por eso te puedes permitir el lujo de vivir en un chalet como éste —añadió Francisco.
—Eso es verdad, con mi sueldo de policía jamás sería capaz de comprarme una casa así. Por eso también trabajo en el negocio familiar.
—¿Los asesinatos?
—Las carnicerías. Mi padre, mis hermanos y yo somos dueños de catorce carnicerías. Siete en Dubái y otras siete en las ciudades cercanas.
—Es verdad —asintió Ahmed, se me había olvidado dejar claro ese detalle.
—Tengo el apodo de El carnicero de fin de semana porque eso es lo que hago los fines de semana. Y cuando no ayudo en alguno de nuestros locales, participo en eventos y fiestas donde se necesita a un matarife.
—¿Y la carne de los frigoríficos del sótano?
—Ternera.
—¿Y el serrín que hay en el suelo?
—Mi gato Mantequillas se cagó el otro día, dejándolo todo perdido, y el serrín sirve para quitar los malos olores.
—¿Y los grilletes?
—Para sujetar a los animales. Patalean mucho cuando son sacrificados.
—¿Y las manchas en las herramientas?
—Si las utilizas es inevitable que se manchen. La resina de los árboles es difícil de quitar y el óxido aparece enseguida.
Ahmed se sujetaba la cabeza con las manos e intentaba no echarse a llorar. Enseguida comprendió que habían cometido un grave error y no sabía cómo iban a salir de este lío.
—¿Y por qué nos apuntaste con una pistola? —preguntó Francisco, entornando los ojos.
—Porque habéis entrado en mi casa, de noche, estropeando una cámara de seguridad y porque pensé que erais unos ladrones.
Los dos se alejaron del detective, le dieron la espalda y hablaron en voz baja.
—¿Cómo es que no te acordabas que él y su familia son dueños de varias carnicerías?
—No puedo acordarme de todo —susurró Ahmed.
—Menuda faena. ¿Qué piensas de lo que dice?
—¿Qué quieres que piense? Todo lo que ha dicho tiene sentido. Los intrusos somos nosotros.
Francisco bizqueó los ojos y exclamó:
—¡Ya la he cagado!
Se acercó a Khalil, cogió un cuchillo y cortó las cuerdas con las que estaba atado.
—Puede detenerme, detective —dijo levantando las muñecas.
—No te voy a detener. Es posible que te pegue una patada en los huevos, pero no pienso ir por ahí diciendo que os busqué en un motel de ilegales, que entrasteis en mi casa y que me pegasteis con una pala en la cabeza. Sería el hazmerreír de todo el cuerpo de policía; sin contar con el hecho de que soy amigo de la familia Al Fasala desde que tengo memoria.
—Muchas gracias por tu comprensión —dijo Ahmed, agachando la cabeza.
—Y vosotros, si no queréis pasar unos días entre rejas, será mejor que no mencionéis este «incidente» a nadie… nunca. ¿Me habéis entendido?
—Sí, señor —contestaron ambos al unísono.
—Bien, ahora llamaré a un taxi para que os lleve de vuelta al hotel. Mañana, a la hora del almuerzo, nos reuniremos para compartir notas, intercambiar información y averiguar si de una vez por todas existen posibilidades de encontrar al asesino.
XII — ATRÁPAME SI PUEDES
Una madrugadora cefalea, causada por la falta de sueño y los quebraderos de cabeza, obligó a Francisco a tomarse tres aspirinas y a meterse de lleno en la ducha. Mientras el chorro de agua templada le relajaba los músculos faciales y vaciaba sus pulmones de las preocupaciones, no comprendía cómo las imágenes de lo vivido durante los últimos dos días aparecían ante sus ojos sin ningún motivo aparente: el rodapiés de la habitación manchado con sangre, señal inequívoca de que el asesino se limpió los pies antes de irse, el menú abierto en la página de los champanes, los cuidados rostros de los hermanos de Ahmed, los gestos de indiferencia de los otros detectives, la casi imperceptible lágrima que se le escapó al barman del motel Media Luna, y otros detalles que en un principio él ni se había dado cuenta.
—Mi cabeza trabaja sola —se dijo a sí mismo.
Cerró el grifo y salió de la ducha en busca de una toalla. Se afeitó, se lavó los dientes y se echó colonia de la marca Brummel que, según él, era la de los hombres.
—Me gustaría dejar de pensar —susurró—. Al menos hasta que se me pase el dolor de cabeza.
Se sentó en el borde de la cama y se masajeó en la nuca. Las piezas del rompecabezas se barajaban en su mente cada vez más deprisa, emborronando la mayoría de los entornos hasta que sólo podía distinguir detalles que, en apariencia, no tenían importancia. Un botellín de güisqui abierto en una mesilla de noche y dos de agua con gas en la otra, unas marcas, un anillo, un fular. Objetos que no se habría fijado en ellos ni siquiera si alguien se los estuviera enseñando.
«Rrrrrriiiiiiiiiiinnnnngggggggg».
Sonó el teléfono y le despertó de su embobamiento.
—¿Diga?
Ahmed ya le esperaba en el bar azul para desayunar.
—Bajo ahora mismo —contestó y colgó.
*
—Tenías razón, el colacao está buenísimo —dijo Ahmed.
Francisco sonrió y se sentó a su lado.
—¿Qué te ocurre? Creía que la noticia te animaría.
—Mi cabeza no me deja descansar —comentó Francisco—. Veo cosas y no sé explicar muy bien cómo es que se han grabado en mi memoria.
—¿No te estarás volviendo loco?
—No lo sé. Lo que sí sé es que estamos en un callejón sin salida y no tengo ni la más remota idea de cómo continuar.
—Cuando llegue el detective Khalil a lo mejor se nos ocurre algo.
—Eso espero.
La camarera le sirvió un colacao, en vaso grande, junto con un bollo de canela, azúcar glas y huevo de codorniz. Francisco removió la leche con la cucharilla sin parpadear, sumido en un mutismo muy impropio en él.
—¿Y si de verdad soy un inútil?
—¿Pero qué estás diciendo? Ayer mismo Khalil dijo que se sorprendió por el camino que le llevaron tus deducciones.
—Eso es verdad.
—Y te enfrentaste a él sin vacilar.
—Eso también es verdad.
—Y le tumbaste con una pala mientras él llevaba una pistola.
—¡Eso también es verdad! —dijo animado.
—Y nos equivocamos de lleno, pero eso no es lo importante.
Francisco torció la boca y asintió:
—Tienes razón, lo importante es que andamos por el buen camino. No se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos.
—Ése es el espíritu —dijo Ahmed, moviendo el puño efusivamente.
Mordió el bollo y tomó un buen sorbo de colacao.
—Esto sí que es un desayuno como Dios manda —comentó satisfecho.
*
Los rincones del bar del hotel, envueltos por lujosos objetos y coloridos acabados, ocultaban un par de ojos curiosos que se clavaban en las espaldas de los dos compañeros. La respiración del desconocido se aceleraba, su imaginación le excitaba y la emoción le hacía sentirse importante. Sujetándose a la cornisa de la entrada del bar, apenas se distinguían sus rasgos faciales ya que se escondía tras un jarrón de porcelana del siglo XII. Sus ojos brillaban y sus pelos se rizaban bajo la gorra roja que lucía el emblema de los Red Sox de Boston.
—¿Le puedo ayudar en algo, señor? —le preguntó un camarero.
Por puro azar, Francisco dirigió su mirada hacia ese individuo. Cuando éste se percató de que le habían visto, empujó al camarero que le acababa de delatar y echó a correr.
—¿¡Será posible!? —voceó Francisco—. Ese tío nos estaba espiando.
Dejó mal la taza del colacao, derramándolo por toda la barra, se lanzó del taburete, tirándolo al suelo, y salió corriendo tras él. Ahmed, algo más cuidadoso, saltó de su taburete y siguió a Francisco.
—Puede que sea el asesino —jadeó Francisco.
El sospechoso, que no parecía muy alto pero sí afeminado, recorrió un pasillo repleto de vasijas gigantes con rapidez y se detuvo delante de los ascensores. Entonces se dio la vuelta, mientras pulsaba el botón con ansia, y comprendió que no le daría tiempo a escapar. Reinició la carrera, saltó a lo karateca, golpeó una de las vasijas de tres metros de altura y la volcó, bloqueando el pasillo.
—¡Voy a saltar por encima! —gritó Francisco.
Él ya había hecho algo parecido con anterioridad. En el campo de fútbol de su pueblo, una de las paredes se había inclinado a causa de las lluvias primaverales; así que cuando querían entrar y la puerta estaba cerrada, sólo tenían que coger carrerilla e impulsarse con los pies sobre la superficie hasta pasar por encima y saltar al otro lado. Fácil.
Ligero de peso, ágil y veloz, saltó y pisó la superficie de la vasija. Con otro movimiento felino movió los pies con rapidez y, como si estuviera caminando sobre hielo, se enganchó con la yema de los dedos y se impulsó con el cuerpo hasta que finalmente consiguió alcanzar la cima del obstáculo.
—Dame la mano que te ayude a subir —le dijo a Ahmed.
«Ccccrrrrrr».
Antes de que se diera cuenta, la vasija se rompió y cayó en su interior.
—¡Aaaahhhh! —exclamó—, menuda castaña me he pegado.
—¿Cómo vas a salir de ahí? —preguntó Ahmed, y antes de que se diera cuenta Francisco salió destrozando el resto de la vasija a patadas.
Francisco se sacudió el pelo y la ropa mientras que, con la mirada, buscaba al sospechoso por el pasillo.
—Se ha escapado.
—Qué va… mira.
El sospechoso se asomaba por una esquina al final del pasillo. Su gorro rojo le acababa de delatar.
—¡A por él! —exclamó Francisco.
Ahmed atravesó los restos rotos y le siguió.
—Por las escaleras, rápido —jadeó.
Un túnel sin fin, colocado en posición vertical y envuelto por innumerables escalones, se extendía a lo alto.
Cuatro pisos y me muero, pensó Francisco.
Se agarró a la barandilla y continuó con la persecución.
—¡Aaa… aaallllttttoooo!… —gritó, falto de aire.
De pronto, y por suerte para todos, al alcanzar el octavo piso el sospechoso se cansó y regresó al área de clientes.
—Nooo lo pieeeerdaaas de viiistaaaa —dijo Ahmed, cansado.
Francisco, ligeramente más entrenado que Ahmed, continuó con la persecución. Al volver a la zona de lujo, en una planta que no había estado antes, volvió a sorprenderse con los detalles que le rodeaban. Sólo podía fijarse de pasada. Paredes de tonos sepia con reflejos plateados que creaban la ilusión de fluir en ellas; alfombras que daba la sensación que corría sobre césped, aromas diferentes cada veinte metros; y en un momento de total despiste giró la cabeza y se asombró con el juego de luces que vestían la parte interior de la sala central, donde los balcones que daban al interior terminaban en una gran cúpula de cristal.
¿A quién se le ocurrirán estas cosas?, pensó.
Aunque a causa del despiste no se percató de que el sospechoso se estaba metiendo en uno de los ascensores.
—¡Me cago en todo lo que se menea!
Aplatanado, cabreado, cansado y atolondrado, empezó a presionar los botones con ansia y sin dejar de maldecir.
Ahmed se apoyó en la pared, cansado por la carrera, y como pudo le preguntó:
—¿Qué ha… pasado?
—Se acaba de introducir en el ascensor —que sube— y tenemos que esperar.
—¿A qué?
—A que baje el ascensor.
—Mira que a veces pareces tonto —dijo recobrando el aliento—, cojamos el ascensor de al lado. Fíjate, parece que ese tipo se ha detenido en el piso del helipuerto. ¡Vamos!
Entraron en el ascensor, invitaron bruscamente a los que iban dentro a salir, impidieron a otros subirse alegando que se trataba de un asunto policial, y se pusieron en marcha.
Un dulce sonido de piano, proveniente de los altavoces, calmaba los ánimos y sosegaba el alma. Se apoyaron en los gruesos espejos, que hacían de paredes, y contonearon sus cabezas al ritmo de las suaves notas, los agudos cambios de instrumento y los sutiles susurros de un violín que se escuchaba como lejano.
Relajados, exentos de preocupaciones durante ese breve instante, se exaltaron al escuchar el característico «bing» que suena cuando se abren las puertas de un ascensor.
—¡Alto!
El grito de Francisco paralizó al extraño que oteaba el vacío arrimado al borde del helipuerto. Un fuerte viento tambaleaba sus cuerpos, el sol les cegaba y el calor les desconcertaba. Puede que el sospechoso fuese el asesino. ¿Por qué si no arriesgaría su vida de esa manera para escapar? Ahora cada paso importaba, cada decisión marcaría la diferencia, incluso se podía decir que la situación era de vida o muerte.
A lo mejor el asesino era el amante de la víctima y los remordimientos le empujaban a suicidarse. O puede que se tratase de una astuta maniobra para cuando Francisco se acercara lo suficiente lo agarrase de la ropa y lo lanzase al vacío.
El mar se divisaba inmenso y lejano desde esas alturas. La ciudad de Dubái se postraba a sus pies, ajena a todo lo que ocurría en aquel lugar apartado de lo cotidiano del día a día. Las pocas nubes que proporcionaban algo de sombra a los rostros de los tres parecía que se alejaban, tras percatarse de la intensidad del momento, y las corrientes de vientos lejanos, les rodeaban y les reclamaban.
—¡No des ni un paso más!
De repente apareció un helicóptero con la intención de aterrizar. Cuando el piloto vio que la cubierta estaba ocupada por tres individuos, inmediatamente avisó por radio informando sobre la situación:
—Estoy viendo a dos tipos acercándose a un tercero que parece que se quiere suicidar —informó el piloto.
—Avisaré de inmediato a las autoridades —aseguró el controlador de la plataforma del hotel.
—Un momento. Parece que dos de ellos son críos. No estoy muy seguro —continuó mientras daba vueltas con el helicóptero—. Puede que los tres sean unos críos.
—Entendido.
Se dieron por enterados.
El aparato que volaba sobre sus cabezas les desconcertó. El individuo dio media vuelta y, escondiéndose bajo la visera de la gorra, miró a Francisco y a Ahmed con la cabeza agachada.
—¡No hagas ninguna tontería! —gritó Francisco.
Decidió acercarse lentamente para no asustarle.
—¡Suicidarte no es la solución!
El helicóptero daba vueltas, el viento soplaba con fuerza, el calor molestaba y el sospechoso estaba asustado.
—Dame la mano —le dijo Francisco, situado a un metro de él.
Sin decir ni una palabra, alargó la mano temblando y agachó la cabeza aún más.
—¡Dame la mano! —insistió.
De repente, una fuerte ráfaga de viento hizo que Ahmed se sujetara a la pared, obligó a Francisco a agacharse, desestabilizó el vuelo del helicóptero y empujó al sospechoso al vacío.
—No, no, no… —gritó Francisco.
Saltando como una liebre que huye de un cazador, se lanzó al borde de la plataforma y consiguió agarrar al sospechoso en el último instante.
—Sujétate bien —le conminó.
El temblor, causado por el miedo, se apoderaba del cuerpo del individuo que se sacudía de forma espástica, presa del pánico.
—Po favo… no me suertes…
El individuo miró hacia Francisco.
—Po favo… yo no he hecho naaa…
Otra fuerte ráfaga de viento se llevó la gorra y descubrió su rostro.
—¿Pero qué? —se asombró Francisco.
La boca abierta del muchacho dejaba a la vista sus dientes de caballo: algunos torcidos, otros ennegrecidos y unos pocos que le habían extraído porque se cruzaban entre sí. Sin embargo, se podía demostrar que la mirada del sospechoso era sólo la de un joven, pero más vacía que un tetrabrik sin leche. Con un ojo mirando a oriente y otro a poniente, Francisco se preguntaba cómo demonios habían llegado hasta ese punto.
—No te sueltes. Voy a subirte.
—No me suerto… no me suerto… —afirmó moviendo la cabeza rápidamente como si fuera un pájaro loco.
Ahmed reaccionó y se arrojó a los pies de Francisco para ayudar a tirar de él. Mientras el helicóptero daba vueltas y vueltas, el piloto describía lo que veía y unos guardias de seguridad acudían al rescate, el pobre muchacho, que presentía que iba a morir, se meó en los pantalones.
Finalmente, entre todos consiguieron subirlo y ponerlo a salvo.
—¿Estáis locos? —preguntó furioso uno de seguridad.
Abrazó al joven y se dirigió hacia el interior del hotel. Su compañero, también cabreado, los miró fijamente y negando con la cabeza les dijo:
—Menudo lío habéis armado. Mira que atacar al hijo «especial» del dueño del hotel.
—¿Especial? —se alarmó Francisco.
—Digamos que su coeficiente intelectual está muy por debajo del vuestro, aunque visto lo visto, me parece que vosotros dos no es que seáis «especiales», sino más bien retrasados mentales.
Ambos cerraron los ojos, arrepentidos, y notando el helor de la derrota y la humillación. En aquel momento sólo les quedaba seguir al guardia para recibir su reprimenda… y puede que algo más.
XIII — BRONCA, LÁGRIMAS Y CONFESIONES
Ni siquiera en los funerales se respiraba un ambiente parecido. El padre de Ahmed, avergonzado, pedía disculpas al padre del chico que por poco acaban lanzándolo al vacío, y también se hizo cargo de los gastos de todo el estropicio que su hijo y su chapucero amigo habían causado. No era cuestión de dinero, sino de principios. Johnny, como le gustaba hacerse llamar, aún temblaba, y con los pantalones meados no soltaba la mano de su padre mientras lloraba desconsolado. Khalil observaba impotente y decepcionado, pero también confuso. El cisma entre la genialidad de Francisco y la estupidez era gigantesco, aunque sin lugar a dudas era poseedor de ambas cualidades.
—La culpa es mía, padre —admitió Ahmed.
El hombre alzó los brazos y cerró los ojos:
—No hijo mío, la culpa reside en mi debilidad por no saber negarte nada.
Francisco observaba en silencio, conocedor de que si llegara a abrir la boca no soltaría más que estupideces.
—No quiero que regreséis a este hotel o que os metáis en más líos.
—Yo sólo quiero ayudar —continuó el pequeño.
—¡Basta! —gritó su padre.
Bajó los brazos y agarró a su hijo de los hombros con suavidad.
—Me recuerdas a tu madre. Ella era noble y considerada, siempre dispuesta a ayudar. No me importa el dinero que me puedan costar tus «travesuras». Lo que no me puedo permitir es manchar el buen nombre de la familia. Sé que eres lo suficientemente inteligente como para entenderlo.
—Sí, padre.
—Lo dicho. No os acerquéis al hotel ni causéis más problemas. Tu amigo es tu invitado y se quedará con nosotros el tiempo que decidas, pero nada de investigaciones.
El pequeño asintió y besó la mano de su padre por ser tan cariñoso y benevolente. A Francisco le llamó mucho la atención aquel gesto. Recordó los malos tragos que le hacía pasar a su madre y las trifulcas que se montaban en su casa por ningún motivo en particular.
Esta noche la llamo para decirle que la quiero, pensó.
—Marchaos ahora y sed buenos —ordenó el padre de Ahmed.
Ambos agacharon la cabeza, se disculparon, se despidieron de Johnny con mucho respeto y se fueron del hotel.
*
El centro comercial les hacía sentirse como un Jonás tremendamente rico. Desde el exterior se parecía a una ballena de cristal y, dentro, el diseño evocaba el interior del gigantesco mamífero, pero con la apariencia de haber sido adornado con metales preciosos. La boca era la entrada. Envuelta con marfil y brillantes, y con una fuente que nacía en el centro, que rodeaba los bordes como el vaivén del mar, los nuevos visitantes se quedaban boquiabiertos y los más antiguos se enorgullecían cuando se percataban de la reacción de los primeros. Pasada la entrada, una red de tubos de cristal guiaban a los visitantes a comercios, cafeterías y galerías, como si de impolutos intestinos se tratasen. Los diferentes minerales y adornos, que aparentaban haber sido ubicados al azar, en realidad los habían colocado de manera estratégica para que los rayos del sol se reflectaran en ellos y así crear un espectáculo de luz natural.
Es como pasear por el interior de un diamante, pensó Francisco.
Cada sorbo de café le parecía un regalo divino, cada mirada por parte de Ahmed una puñalada a su dignidad. El pequeño había confiado en él, le había apoyado, le había seguido y le había pagado. Él le había mentido, le había mareado, le había dejado en ridículo y le había puesto en peligro. No podía permitírselo. Tomó otro sorbo del magnífico café y le dijo avergonzado:
—Siento mucho lo sucedido.
El pequeño no contestó. Se limitó a comerse una patata frita y a tomarse un trago de naranjada.
—No puedo devolverte todo el dinero porque me he gastado un poco. Eso sí, comprenderé que quieras echarme a patadas y perderme de vista.
Ahmed le miró entornando los ojos y le preguntó:
—¿Por qué dices eso? Para empezar yo te he contratado para buscar a un asesino, y eso es precisamente lo que has hecho. Está claro que no lo has conseguido, pero soy testigo de que lo has intentado con todas tus fuerzas. No sólo no me tienes que devolver el dinero, sino que te pagaré todo lo acordado. Y después de cuanto hemos pasado, ¿no entiendo por qué piensas que quiero perderte de vista?
—Te he mentido —vaciló Francisco.
—¿En tu currículo?
—Sí.
—Eso ya me lo imaginé.
—Y no te molesta.
—La verdad es que al principio sí, pero conforme avanzabas en el caso, me importaba más tu predisposición y los resultados que conseguías que lo que te inventaste y pusiste en internet. Estoy convencido de que si seguimos investigando, puede que demos con el asesino y nos redimamos ante los ojos de mi padre.
—¿En serio?
—Lo mejor será que nos demos un paseo para despejar nuestras ideas, descansemos luego y mañana abordamos a Khalil para que nos ayude. Lo malo de todo el asunto es que no nos será tan fácil actuar a espaldas de mi padre.
—No creo que tu padre quiera colocarnos un par de espías para que nos vigilen —dijo Francisco con un tono irónico.
—No es que lo esté pensando. ¿Reconoces a los dos tipos que están apoyados en aquella barandilla?
—Son los que me pegaron en el pub.
—De nuevo me sorprende comprobar lo prodigiosa que es tu memoria. Intentemos ignorarlos y despistarlos.
—¿Qué tienes en mente?
—Vayamos de compras. Malgastar tiempo y dinero suele distraer bastante —afirmó Ahmed, sonriendo.
Cuando no era un pantalón era una camisa, cuando no era una lámpara de techo era una de pie, y cuando no era una tontería era otra. Los dos se dedicaron a recorrer el centro comercial y todos los establecimientos que uno es capaz de imaginarse: tiendas de objetos recreativos, de ropa, electrónica, perfumerías, joyerías, más ropa, jugueterías, más ropa, zapaterías, más ropa. Y entre medias picoteaban, tomaban refrescos y se empachaban a dulces. Ellos se lo pasaban a lo grande mientras no hacían más que marear a los guardaespaldas.
—Se lo merecen —afirmaba Ahmed cuando Francisco decía que le daban lástima.
Donde antes reverberaban los rayos del sol ahora incontables luces led iluminaron el lugar. La noche llegó como una postal soñada y se colgó en el techo del magnífico edificio creando otro ambiente. Francisco tuvo la sensación de no haber visto nada del centro comercial que ahora se le antojaba más exótico y romántico.
—Qué pena que las pocas chicas que se ven estén escondidas bajo esas mantas —suspiró Francisco.
—No son mantas.
—Lo que sea —dijo, encogiendo los hombros—. El tema es que no vemos nada. Ni ombliguitos, ni ojazos, ni tirachinas.
—¿Tirachinas?
—Sí, es cuando una chica lleva un pantalón muy ajustado y cuando se agacha se le ve…
—¿Qué se le ve? —preguntó Ahmed con un alto grado de curiosidad.
—Nada, nada… son cosas que algún día aprenderás. O eso espero.
—Bueno, si tú lo dices.
El pequeño, cansado del ajetreo del día, se sentó en un banco cerca de la fuente central y bostezó.
—Creo que ya hemos fastidiado bastante a nuestros vigilantes.
—Puede que tengas razón —afirmó Francisco—. Pediré un taxi y me iré a descansar. Mañana nos espera un día muy largo.
—Hasta mañana, pues.
*
El cuartucho del motel Media Luna no era comparable con las habitaciones del hotel Burj Al Arab. Lo único reconfortante era la sensación de sentirse entre amigos. Cuando Ahmed le ofreció quedarse en la habitación de invitados de su casa, un inexplicable pudor, combinado con sentimientos de culpa y vergüenza, acaparó sus pensamientos y le impulsó a negarse categóricamente.
Lo mejor será que me quede en el motel e investigue un poco más, se había excusado.
Apoyado en el marco de su ventana, oteó los edificios vecinos e inmediatamente comprobó que carecían del lujo y el glamour de los más conocidos de Dubái. El recuerdo le incitó a suspirar profundamente.
—Ahora que podía desayunar un colacao.
Una mueca de tristeza atravesó sus labios y sus ojos se clavaron en el callejón oscuro que se alargaba hasta un infinito imaginario bajo sus pies. Observó a dos sombras furtivas que se acercaron con timidez y que bajo una farola rota se abrazaron y se fundieron en un beso.
—La farola de los secretos —musitó Francisco.
—Aunque ahora que lo pienso, prefiero no centrarme en los asuntillos de los demás —se dijo a sí mismo, mientras se imaginaba a dos barbudos intercambiando saliva.
Se apartó de la ventana y decidió bajarse al bar para tomarse algo.
A ver si borro esa imagen de mi cabeza, pensó.
Una pareja de hombres que, a primera vista parecían matones del desierto, se acariciaban mientras subían las escaleras en dirección a una habitación.
—Buenaaaaas —sonrió Francisco.
Un delgaducho y un mofletudo se acariciaban y se morreaban en un rincón. El romanticismo y la pasión se fundían entre sus dedos que se entrelazaban buscando la complicidad de la ternura.
—¿Qué taaaaal? —canturreó Francisco, contento.
Y cuando entró en el bar, algunas de las parejas que bailaban una canción lenta le saludaron amablemente.
—No creo que sea el mejor lugar para no pensar en los barbudos —susurró.
—¿Te puedo invitar a algo? —le preguntó un joven muy apuesto.
Francisco tragó saliva y movió los ojos hacia arriba, aparentando algo atontado y sin saber qué contestar.
—Es un invitado de la casa, pero no comulga con nosotros —dijo el camarero, resolviendo la incómoda situación.
El joven apuesto sonrió, le miró de reojo con pinceladas de lujuria y repuso:
—Lástima.
El camarero cogió una tetera y le sirvió un poco de «algo» en una taza de té.
—¡Esto no es una infusión! —dijo Francisco con afonía.
—Pero a que sienta de maravilla.
—La verdad es que lo necesitaba —contestó y se tomó otro sorbo del brebaje sin identificar.
—Supongo que la investigación no va por buen camino.
—Estoy más estancado que los patos de un pantano. Siempre que creo que he conseguido una pista, me lanzo y meto la gamba.
—No entiendo muy bien lo que quieres decir —dijo el camarero, guiñando un ojo—, pero supongo que eso significa que no.
—Soy un defraudador… eso es lo que pasa.
—Tú no sabes lo que es un defraudador. Que hayas contado un par de mentirijillas que ahora te pasan factura, no te convierten en un defraudador. He visto el empeño que pones en lo que haces y en cómo te preocupas por averiguar la verdad. Sin pasiones o prejuicios. Puede que seas alguien que busca su lugar en el mundo, pero te aseguro que no eres un defraudador.
Francisco terminó el contenido de la taza y se levantó.
—Gracias.
—No hay de qué.
Regresó al cuartucho y miró de nuevo por la ventana. La parejita aún se besuqueaba bajo la farola de los secretos y la imagen de los barbudos que seguían relamiéndose se le incrustó otra vez en la mente.
—Manda huevos. Ahora que me había olvidado de la escenita —se dijo a sí mismo—. Mejor llamo a mi madre a ver cómo está.
XIV — MAMÁ
—Hola, mamá. ¿Puedes conectarte por skype? No mamá… no me pasa nada.
Francisco apartó el móvil de su oreja y asintió molesto.
—Mamá, te digo que estoy bien. Sí, mamá, pero por favor conéctate por el ordenador que sale más barato.
Suspiró.
—No mamá, no me falta dinero, sólo es para ahorrar. Sí, mamá.
Miró el aparato enfadado.
—¡Deja el móvil y enciende el ordenador de una vez por todas! Tienes razón, mamá, me voy a tranquilizar, pero tú hazme caso.
Un minuto más tarde se oye desde el ordenador:
«Tut tu rut turut tut».
La pantalla se ennegreció.
—Tienes que encender la cámara, mamá.
—¿Qué cámara? —se escuchó a su madre por los altavoces.
—La del ordenador.
—Yo no veo cámara alguna.
—No la ves porque está incorporada a la pantalla. Tú mueve el ratón y dale al botón que aparece tachado con una línea roja.
—¿El de la cámara?
—Ese mismo —contestó Francisco echándose las manos a la cara.
—Ay, mi niño. Qué guapo sales por la tele.
—Esto no es la tele, mamá.
—Y tú qué sabrás —afirmó ella levantando la mano enérgicamente—. Ahora dime, ¿cómo llevas el trabajo?
—La verdad es que estoy estancado.
—Eso no suena muy bien. Lo mejor que puedes hacer es darte una vuelta, tomarte algo caliente, acostarte y mañana lo verás todo de otra manera.
—No es una mala idea, mamá, aunque es un poco más complicado que eso.
—Tonterías. Las cosas son lo que son, los complicados somos nosotros.
Francisco arqueó las cejas, sorprendido, y asintió.
—¿Quieres que te mande unas fotos que he hecho con el móvil?
—Sí, sí. Así veo en qué líos andas metido.
Conectó el móvil con el portátil y empezó a mandarle fotografías.
—El hotel es muy bonito, ¿es que está bajo el mar?
—No mamá, lo que ocurre es que han construido muchas peceras.
—Vaya, como en el Oceanográfico de Valencia. Seguro que los que trabajan ahí son muy listos.
—Eso no tiene nada que ver.
—El Oceanográfico es parte de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia y ahí la gente va a aprender.
—Aquí la gente viene a descansar.
—Anda, anda. ¿Cómo van a construir todo eso sólo para descansar? Seguro que también estudian.
—Seguro que sí, mamá —contestó Francisco, resoplando.
—Mira qué ciudad más bonita —dijo al recibir otras fotos—. Me recuerda la ciudad de Benidorm. ¿Sabes que casi la visito? A ver cuándo te ganas la vida y me llevas a verla.
—Te prometo que nada más volver te llevaré a verla.
—¿En serio?
—Sí, mamá.
—Y voy y me lo creo —replicó con enfado.
—Te juro que no te miento.
—Bueno, bueno… ya veremos.
Le envió más fotos.
—Pero qué majos son tus amigos y qué mono es el niño que te acompaña.
—Es mi jefe.
—¿El niñito?
—Sí, mamá.
—¡¿Y cómo te va a pagar, con golosinas?!
—No es lo que parece, mamá. Tiene mucho dinero y ya me ha adelantado parte del pago.
—¡Ah, bueno! —dijo aliviada—. Los demás parecen mariquitas.
—¿Por qué dices eso?
—Tienen los ojos pintados.
—Aquí muchos lo hacen. De todas formas, no está bien llamarlos así.
—Pareces muy sensible con el asunto.
—Es que no está bien llamarlos mariquitas.
—¡Perdón! —exclamó a la defensiva—. Sabes que no pretendía ofender a tus amigos. Te parece mejor que les llame moterosexuales.
—Se dice homosexuales.
—Lo que quieras, hijo. Tampoco hay que darle demasiada importancia. Tú eres paterosexual, ellos madejosexuales… ¿qué más da? Lo importante es ser feliz.
—Yo no soy paterosexual, sino heterosexual.
Francisco se echó las manos a la cara.
—Mamá, me estás liando.
—A mí los chicos me parecen muy monos con los ojos pintados.
—Te repito que sólo es la moda de aquí.
—Lo que tú digas, cariño, pero me parece que se cuidan demasiado para ser hombres del desierto.
—Mamá, no seas cerrada de mollera; hasta podría asegurarte que, en muchos aspectos, aquí están más avanzados que nosotros.
—Pero se pintan los ojos.
—Síííííí, mamá.
—Pues no intentes convencerme de lo contrario.
—¿De qué hablas ahora, mamá? Me estás poniendo la cabeza como una tinaja.
La mujer se quedó mirándole, sin decir nada, y cambió de tema:
—¿Cuándo vas a volver?
—Pronto. No soy capaz de solucionar…
El mutismo invadió a Francisco y se quedó pensativo. Las palabras de su madre pululaban por su cabeza, chocando unas con otras, y creaban frases aparentemente inconexas. Las imágenes de los lugares que había investigado cobraban vida, los rostros de los implicados se agrupaban en un rincón oscuro y le observaban expectantes. La habitación del hotel, el personal, los restos de la víctima, Ahmed, sus hermanos, los invitados, la fiesta, el motel Media Luna. Toda la información golpeaba su cabeza.
Con la lengua colgando, babeando y con los ojos en blanco… Francisco recobró la compostura y se lanzó a la pantalla del ordenador.
—¡Gracias, mamá! —exclamó besándola—. No lo habría resuelto sin ti.
—¿De qué hablas, cariño?
—Creo que sé quién es el asesino. Sólo tengo que comprobar un detalle.
XIV — OPERACIÓN TORITO BRAVO
A la mañana siguiente, Francisco decidió no esperar a que Ahmed fuese a buscarlo. En vez de eso, tomó un taxi y esperó en la puerta de su casa a que él saliera. La impaciencia era una de sus debilidades, aunque por primera vez en su vida estaba justificada.
—¿Qué haces aquí tan temprano? Ahora mismo me dirigía al motel.
Francisco no pudo ocultar la sonrisa que dibujaba la comisura de sus labios. Miró fijamente a Ahmed y asintió con la cabeza.
—¡No es posible! —exclamó Ahmed—. ¿Sabes quién es el asesino?
—Sólo necesito revisar un detalle para asegurarme del todo.
—Dime, ¿cuál es? —preguntó ansioso.
—Todavía no. Quiero asegurarme del todo y evitar meter la pata otra vez.
—Entonces dime a dónde tenemos que ir.
—De vuelta al hotel Burj Al Arab. Tengo que examinar la habitación.
El pequeño agachó la cabeza y se cruzó de brazos.
—No creo que pueda convencer a mi padre.
—Sea como fuere, debemos hallar el modo.
Ambos desmadejaron cualquier plan que les permitiría entrar en el hotel para así conseguir la certeza absoluta. Calcularon: entrada más guardias es igual a imposible. Entrada más escondrijos es igual a cámaras de seguridad. Recepción más gente es igual a problema. Guardias más cabreo es igual a paliza. Nada les cuadraba.
—Ya lo tengo —afirmó Francisco—. ¿Tienes crédito en la juguetería del centro comercial que visitamos ayer?
—Sabes que el dinero no es problema.
—Muy bien. Entonces prepárate para la operación «Torito Bravo».
*
El dependiente de la tienda se quedó abrumado cuando recibió el pedido. En menos de veinticuatro horas debía entregar lo solicitado y a cambio recibiría el triple del valor de la mercancía. En una ciudad en la que el dinero manda, los excéntricos pagan y los pequeños empresarios se enriquecen, todo era posible. Cuatro helicópteros de carga despegaron de inmediato con instrucciones específicas y no se les permitiría regresar sin el pedido.
La primera parte del plan… estaba en marcha.
*
La principal llamada que realizó Ahmed a uno de sus amigos resultó muy, pero que muy desconcertante. Media hora de explicaciones más tarde, y gracias a la promesa de una comilona de varios días de duración, el astuto joven había encendido la mecha de lo que se convertiría en la concentración más rara que jamás llegó a organizarse en Dubái.
Después de esta llamada, todo fue como la seda. En términos de jugador, la segunda fase del plan estaba basada en «el efecto dominó», que paso a paso y causando un crecimiento exponencial, una llamada se multiplicaría en decenas en cuestión de pocos minutos.
—Ya sólo falta el trasporte —comentó Francisco.
—Eso tampoco es problema —aseguró Ahmed.
*
Aireando su tarjeta de crédito, Ahmed se sentía más que satisfecho.
—El problema de trasporte ya está solucionado.
—Eres un tío increíble —dijo Francisco.
—¿Acaso dudabas de mí?
Los dos se sentaron en el bordillo de una fuente del centro comercial y contemplaron su alrededor. El vaivén de la gente les resultaba sencillo, trivial. Lo cotidiano lo percibían como aburrido y no dejaban de risotear pensando en el día de mañana.
—¿Ahmed?
—Dime, Francisco.
—¿No hubiera sido más barato pedirle como favor a alguno de tus hermanos que nos acompañara?
—Infinitamente.
—¿Y no crees que tu padre se enfadará cuando se entere de la que vamos a montar?
—Muchísimo.
—¡Ah! —contestó moviendo la cabeza de un lado a otro.
—¿Por qué preguntas?
—Sólo quería cerciorarme de que eras consciente de la mierda que se nos va a venir encima.
—Pero eso ocurrirá si estás equivocado.
—Cierto, cierto.
—Porque estás completamente seguro de lo que hacemos, ¿verdad?
—Claro, claro.
—Entiendo.
—Me alegro de que lo entiendas.
—Voy a disfrutar de esta tarde de libertad. Puede que pronto me castiguen de por vida —añadió Ahmed.
Francisco miró a su amigo, se mordió los labios y se limitó a contar las baldosas del suelo, sintiendo cómo la impaciencia le embargaba.
*
Al día siguiente…
Sus piernas temblaban, pero su fuerza interior le mantenía en pie. Su corazón palpitaba demasiado deprisa, pero sus pulmones oxigenaban su sangre afianzando su cordura. Sus labios tartamudeaban, pero su mente conocía de sobra las palabras que debía pronunciar.
Frente a la entrada del hotel Burj Al Arab, Francisco no perdió de vista a Ahmed mientras los guardias de la entrada se les acercaban con lentitud y constancia. No tardaron en reconocer a los dos repudiados que, tras el incidente con el hijo «especial» del jefe, no había ni un solo empleado que no conociera los rostros de los sinvergüenzas que no dudaron en arriesgar la vida de un joven indefenso por el simple hecho de seguir una corazonada.
—¡Aquí no podéis entrar! —gritaron los guardias.
Francisco, vestido con los típicos ropajes blancos de la región, igual que Ahmed, agitó las manos como si estuviera invocando algún dios pagano y las alzó hacia el cielo.
—¡TORITOOOOO, TORITOOOOOO… TORITO BRAAAAAVO! —gritó.
Cuatro autobuses se cruzaron a sus espaldas, levantando algo de polvo que se mezclaba con los gases de los tubos de escape, y puede que algún que otro gracioso hubiera añadido una máquina de hacer humo seco para darle más emoción a la escena. Las puertas laterales se abrieron y cuando sonaron los cláxones, Francisco y Ahmed enfundaron sus cabezas en unas máscaras de toro. Los cuernos parecían de verdad; las orejas, agujereadas en supuestas peleas, se movían de izquierda a derecha como si las hubieran moldeado con material orgánico; la superficie entera estaba cubierta por fino pelo sintético y en la punta del morro, justo en la nariz, una anilla de metal daba el último toque al decorado de la máscara.
—¿Qué demonios están haciendo? —se preguntaron los guardias.
—¡TORITOOOOO, TORITOOOOOO… TORITO BRAAAAAVO! —gritó de nuevo Francisco.
Decenas de jóvenes, vestidos igual que ellos y llevando máscaras idénticas, bajaron de los autobuses y se apelotonaron a su alrededor.
—¡Rápido, avisad a seguridad! —exclamaron los guardias.
—¿Y qué decimos? —preguntó un recepcionista.
—Que los toros nos van a invadir.
Ante lo ridículo que había sonado tal afirmación, el recepcionista se limitó a llamar al jefe de seguridad informando sobre la congregación de una multitud con intenciones poco amistosas.
—¡TORITOOOOO, TORITOOOOOO… TORITO BRAAAAAVO!
«Mmmmmmufffffffmmmm».
Bufaron todos al unísono y se lanzaron. Los guardias se vieron superados en número, aunque consiguieron atrapar a dos y les quitaron las máscaras.
—El hijo de un diplomático francés y el de un empresario inglés —refunfuño el recepcionista que observaba atónito.
Los jóvenes les arrebataron las máscaras, se las pusieron y regresaron con el «rebaño».
—Veo que tienes amigos muy influyentes —comentó Francisco entre empujones.
—Te dije que no debías preocuparte por nada —dijo Ahmed y se separaron.
Toritos por los pasillos, sentados en la mesas tomando café, paseando cerca de los acuarios, bañándose en las fuentes, corriendo por los corredores, algunos sirviendo copas, otros sacándose fotos con los huéspedes, unos pocos bailando el cancán y otro, loco de remate, escalaba los balcones con gran destreza.
Están más tarados que los Lunnis borrachos, pensó Francisco.
Conforme los «toritos» se mezclaban con los clientes, los clientes se divertían con los «toritos», o al menos muchos de ellos. Unos pocos, los más estirados e infectados por el virus «snob», se limitaban a mirar de reojo mientras parecían escandalizarse con el comportamiento de los repetidamente denominados «salvajes». La esposa repipi de un rico industrial le suplicaba que se retiraran del lugar, pero su marido sencillamente le decía que estaba harto de las formalidades y que le apetecía algo de acción. Dos ancianos, supuestos genios de las finanzas, criticaban, desvirtuaban y despreciaban a los «toritos», aunque tampoco acababan de decidirse por marcharse. Y un grupo de jóvenes y guapas japonesas, que no dejaban de decir «vámonos de aquí», de vez en cuando pellizcaban algún culito de «torito» y gritaban ruborizadas.
—Menuda fiesta se ha montado —dijo Francisco.
Esquivando algunos empleados de seguridad y muchos sorprendidos turistas, por fin consiguió escabullirse del jaleo y meterse en un ascensor. Cuando las puertas se cerraron, la musiquilla que provenía de los altavoces le aisló del resto del mundo y dispuso de un instante para meditar las consecuencias de su descubrimiento.
—Puede que sea mejor no contárselo a nadie —se dijo a sí mismo—, aunque por otro lado la verdad no debería ocultarse y la víctima se merece descansar en paz.
La campanita de llegada centró a Francisco que, disfrazado de toro, hecho un toro y cantando «torito torito», había decidido revelar la verdad, pero no sin antes tomar precauciones.
—¡Mierda! No tengo la llave—exclamó.
Por suerte, una de las empleadas de la planta gritó despavorida al verle y se desmayó.
—Gracias por la llave maestra —le dijo después de rebuscar en sus bolsillos y la recostó de mejor forma para que no se hiciera daño en el cuello.
Abrió la puerta de la habitación, se acercó a la puerta del baño, palpó con la yema de los dedos los relieves que detectó la primera vez que estuvo allí, sacó un trozo de plastilina que había comprado en la tienda de juguetes y la apretó sobre el marco.
—Ya lo tengo.
Guardó la plastilina con cuidado, salió de la habitación y devolvió la llave a la empleada que aún no había recobrado el conocimiento.
—Es la primera vez en mi vida que lamento tener razón —se dijo a sí mismo cuando las puertas del ascensor se cerraban.
XV — LA HORA DE LA VERDAD
—Desearía anunciar una noticia por los altavoces.
Francisco, todavía disfrazado de toro, se había acercado a la recepción donde de pronto fue rodeado por cuatro empleados del hotel.
—Perdón —dijo, preocupado, y se quitó la máscara.
—¡Eres tú! —exclamó uno de los directivos—. ¿Te das cuenta de la que has armado? Me ocuparé de que te echen del hotel y que después te expulsen del país. No puedes…
—Ya sé quién es el asesino —le interrumpió bruscamente Francisco—. Y puedo demostrarlo.
Un mutismo invadió al directivo que, con el rostro pálido y blanquecino como un vaso de leche, cogió el micrófono de la recepción, le indicó a una empleada que lo accionase y se lo entregó a Francisco.
—Ahmed, acércate a la recepción —se escuchó por unos altavoces—. Ya tengo la prueba que buscaba. A quienes me ayudaron, les doy las gracias, y a quienes he molestado, les pido disculpas.
Devolvió el micrófono y le dijo al directivo:
—Cuando llegue Ahmed deberíamos reunirnos en el despacho del dueño del hotel. ¿Podrían hacer llamar a su padre, sus hermanos y a los demás detectives implicados en la investigación?
—Por supuesto —contestó amablemente el directivo.
*
No pasó mucho tiempo hasta que todos los convocados se encontraron en el despacho del dueño del hotel. Sus caras, expectantes y sorprendidas, disimulaban la tensión que soportaban con expresiones de póquer y muecas de desconcierto. Algunos miraban el suelo, otros se deleitaban con la suntuosa decoración y un par de ellos no dejaban de poner los ojos en Francisco.
El detective Khalil se rascaba la cabeza y no paraba de sonreír con picaresca.
—¿Lo habrá conseguido de verdad, o estaremos presenciando su mayor metedura de pata? —se preguntaba.
El reloj de su muñeca, que consultaba con demasiada frecuencia, le pesaba de una forma horrenda. Los segundos que marcaba la aguja se movían a cámara lenta y los minutos parecían haberse paralizado.
—¿Cuándo piensas revelarnos la identidad del asesino? —preguntó el detective.
Francisco les miró a todos, avergonzado, y sacó la plastilina de su bolsillo. La acarició durante un ratito, estiró el cuello y se dirigió a los presentes:
—No estoy muy seguro…
—¡¿Cómo que no estás muy seguro?! —interrumpió Khalil.
Ahmed palideció al instante.
—Por favor —replicó con calma—, déjame terminar. No estoy muy seguro de si he de nombrar al asesino ante la presencia de todos ustedes, o si debería hacerlo sólo delante de Ahmed y su padre.
Mohamed Al Fasala bajó la mirada y observó el trozo de plastilina.
—Que se queden todos —ordenó educadamente.
Francisco se mordió los labios y asintió con la cabeza, mientras el resto respiraba con una mezcla de tensión y alivio.
—Algunas veces nos olvidamos de nuestra condición de humanos y tendemos a complicar lo más obvio. Hemos buscado al asesino en diferentes lugares y en realidad ha estado entre nosotros desde el principio.
«¿Cómo es posible? Este chico está mal de la cabeza. Seguro que se equivoca. Nos habríamos dado cuenta».
Los susurros se convirtieron en conversaciones sin sentido.
—Por favor, dejadme terminar.
Y todos callaron.
—¿Cómo es posible que se cometa un asesinato tan cruel en un hotel de esta categoría? Ésa era la pregunta con la que deberíamos comenzar. Y la respuesta es obvia. Sin duda no se trató de un acto de maldad o de venganza, sino de una clara expresión de amor en su más horripilante extremo. Un crimen pasional.
A Francisco le entró un ataque de tos y Ahmed enseguida le ofreció un vaso de agua.
—Gracias —continuó—. Otro dato a tener en cuenta es la procedencia del asesino, que resulta más que probable que se trate de un hombre rico… muy rico. No era la primera vez que visitaba este hotel, ni sería la última. La manera con la que consiguió escaparse de las indiscretas miradas de los empleados, que parecen saberlo todo, y la seguridad que siente al moverse por cualquier parte del edificio, significa que se trataba de un cliente habitual. Alguien de la casa, como se suele decir en mi país.
Las miradas de los presentes se perdían escrutándose unos a otros.
—Fue muy fácil descubrir que la víctima era homosexual. No tomó demasiadas precauciones y se sintió bastante libre al no estar en España. Craso error. Se olvidó que aquí la sexualidad es controlada e incluso penada en algunos casos. Y ese descuido obligó a su amante tomar una decisión drástica. Puede que haya omitido detalles que desconozco, pero sin duda fue el detonante de la reacción.
—Insinúas que el asesino tuvo que escoger entre el amor y sus compromisos —añadió Khalil.
—Exacto. Una conversación trivial puede trasformarse en mortal cuando uno se siente presionado a abandonar toda una vida y, en el lado opuesto, el otro se ve traicionado. Cualquier objeto puede convertirse en arma, cualquier momento puede ser crítico y cualquier movimiento puede ser… mortal.
Francisco se detuvo para respirar y reorganizar sus ideas.
—Ayer, hablando con mi madre, me di cuenta de dos cosas. La primera fue la célebre frase que cita: «Es de sabios tener cerca a tus amigos, pero aún más cerca a tus enemigos». Y la segunda fue reconocer el amor de una madre. Un amor dulce y puro, sobreprotector, que difiere bastante del amor de un padre.
Terminó la frase con melancolía y acarició la plastilina. Se acercó a Mohamed Al Fasala y se la entregó.
—Cuando mi madre me dijo que vuestros hijos parecían homosexuales, al principio rechacé la idea, pero enseguida comprendí que aunque ellos no lo eran, usted sí que lo es. Ese amor que profesa hacia sus hijos, en especial hacia el más pequeño, al más vulnerable, es digno de un padre, y mucho más apreciable en una madre. También le gusta que vayan bien vestidos y arreglados, hasta en el más mínimo detalle; un rasgo que forma parte de algunos hombres, pero no hasta tal extremo.
Todos se ruborizaron.
—La mejor manera de parecer inocente es contratando a los mejores detectives del mundo para atrapar al asesino… de un buen amigo. Por desgracia para usted, los puñetazos de arrepentimiento que propinó al marco de la puerta, dejaron marcado el sello de su anillo. La prueba de su rabia.
—¡¿Cómo te atreves?! —gritó Ahmed, enfurecido.
El pequeño se lanzó a pegarle.
—No te sulfures —le dijo su padre deteniéndole—. Tu amigo tiene razón.
«¡¡¡Oooohhhhhh!!! ».
Exclamaron todos al unísono.
—Lo cierto es que, por fin, me siento liberado —continuó Mohamed Al Fasala—. Deseaba tanto terminar con esta farsa, pero no sabía cómo hacerlo. Por ello te doy las gracias.
—Yo, yo…
—No te disculpes. En cuanto reconocí la marca de la plastilina supe que conocías toda la verdad. Hasta me sorprendí cuando ofreciste la opción de revelar la identidad del asesino en privado. Comprendí que si tú estabas dispuesto a sacrificar la verdad por amistad, yo debía aceptarla por amor.
El detective Khalil se le acercó y le tocó el hombro educadamente.
—¿Estás seguro de que es esto lo que quieres?
—Es lo correcto —terminó Mohamed Al Fasala.
—Será mejor que vayamos a tu casa para que avises a tu abogado —le indicó el detective—. Debemos intentar que la situación no se nos escape de las manos.
—De acuerdo.
Mohamed Al Fasala se levantó y alargó la mano para estrechar la de Francisco.
—Quizás sea una buena oportunidad de iniciar una lucha por cambiar las costumbres en este país —dijo Francisco—. Algunos de los mayores cambios que influyeron en la Humanidad se hicieron detrás de unos barrotes.
—No me parece una mala idea —le sonrió él—. De nuevo te doy las gracias por liberarme.
Mientras se dirigían hacia la puerta del despacho, Francisco intentó comprender el significado de la situación. Acababa de recibir las gracias por haber liberado a alguien que pronto entraría en prisión.
Ahora entiendo el verdadero significado de la palabra honor, pensó.
Y cuando el detective Khalil estuvo a punto de cerrar la puerta, entonces voceó:
—¡Que no se te caiga el jabón en la ducha!
El detective abrió la puerta y todos se quedaron pasmados.
—Perdón, perdón. A veces digo las cosas sin pensarlas —se disculpó Francisco.
—Lástima de los países que echan a perder los cerebros de una juventud brillante —comentó el detective, y se marchó.
XVI — POR FIN EN BENIDORM
Pasados unos días…
La arena de la playa se le metía entre los dedos de los pies, en el bañador y en la entrepierna; y el cubo de hielo —repleto de Coronitas dulces y fresquitas— era el mejor complemento para amenizar la calurosa mañana. Su madre disfrutaba de las vistas. Entre el mar y los rascacielos, se sentía igual que una reina rodeada de colosos. Ella todavía no se podía creer la historia de su hijo, pero al estar disfrutando de unas vacaciones en un hotel de cinco estrellas con todo incluido, comenzaba a convencerse.
—No hubiera podido resolver el caso sin tu ayuda —le dijo Francisco.
—¿A qué te refieres?
—A la última charla que mantuvimos vía skype.
—Yo no recuerdo haberte dicho nada importante, sólo comentaba las fotografías que me enviaste.
—Da igual, mamá —sonrió—, yo sé de qué hablo.
Ella levantó los hombros y continuó disfrutando del paisaje.
—¿Sabes qué, mamá? Te nombro oficialmente mi ayudante.
—¿Ah, sí?
—Sí, ¿qué te parece?
—¡Que te dejes de historias, ya me tienes harta de limpiar, cocinar, poner lavadoras y recoger tus trastos! —dijo alterada—. Me tienes sólo para ayudanta. ¿Te parece bonito?
—Mamáaaaaaa…
—No me haces caso, no me ayudas…
—No me refería a eso, mamá.
—… no quieres estudiar, te inventas trabajos raros…
—Mamáaaaaa…
—… no me escuchas, siempre pago tus chorradas…
Francisco decidió dejarla despotricar mientras él se tomaba otra Coronita. Recordó el último día que pasó con Ahmed como invitado de honor en su casa. El pequeño había comprendido las buenas intenciones de su nuevo amigo. Ahora se dedicaría a estudiar derecho para así poder cambiar las leyes de su país y participar en la creación de un mundo mejor. Sus hermanos también le agradecieron su labor, aunque ahora tenían que luchar con uñas y dientes para que el imperio empresarial de su padre no se desmoronase. Recibieron instrucciones de proteger los puestos de trabajo de centenares de familias para que les defraudaran.
Por otra parte, y gracias a sus contactos, Mohamed Al Fasala no fue castigado con todas las de la Ley. Al no tratarse de un crimen premeditado, y obviando su condición sexual, el tribunal dictó una sentencia muy benevolente. Indemnizó a la viuda de la víctima, que al parecer sólo contactaba con su difunto marido por cuestiones económicas y de sociedad, y creó una fundación para ayudar a los más marginados y desfavorecidos.
Aunque lo peor de todo… fue el confinamiento…
*
Francisco se incorporó y permaneció durante un largo rato observando el horizonte. Entre las sombrillas, los niños que construían castillos de arena y los que paseaban por la orilla de la playa, consiguió distinguir a una pareja de hombres que no ocultaban su amor.
—Qué injusta es la vida —suspiró.
Recordó a las parejas que se escondían en los más apartados rincones de las ciudades cercanas a Dubái y pensó en lo injusta que era la vida.
—Los puntos de vista condicionan a las personas —reflexionó.
De repente se imaginó a los dos barbudos bajo la farola de los secretos, paseando con total libertad mientras las olas del mar les refrescaban los pies. Hasta fue capaz de distinguir sus figuras entre la multitud.
Dos hombres, enamorados, cogidos de la mano y mirándose furtivamente sin temor a nada. A pesar de la presencia de los demás bañistas, ellos se sentían libres, como si estuvieran solos, viviendo el uno para el otro. Sus barbas largas les llegaban hasta los bañadores, disimulando las depiladas ingles.
Esto ya me gusta menos, pensó Francisco en un intento por detener su imaginación.
Sin querer, empezó a vislumbrarlos que corrían por la playa en bola picada, que reían alegremente y con las pelotillas campaneando mientras las barbas se mecían con el aire.
—¡Eso sí que no! —gritó y se levantó alterado.
—¿Qué te pasa? —le preguntó su madre.
Las curiosas miradas de los bañistas cercanos se mantuvieron fijas en él.
—Nada, nada, mamá. Hace mucho calor y necesito refrescarme.
—Pues métete en el agua —comentó con naturalidad.
—Mejor me tomo otra Coronita.
Se abrió otra botella, se sentó para relajarse y decidió fijarse en las chicas que practicaban el top-less.
—Me tengo que tomar unas cuantas y hartarme a guapetonas para quitarme a los barbudos de la cabeza.
Tomó dos tragos largos, se tumbó y recordó de nuevo la farola de los secretos.
—Me cago en la mar salá —refunfuñó—. Esto me va a llevar más de un cubo de cervezas.
FIN
Escrito por: Alexander Copperwhite
Como siempre, te invitamos a que nos dejes tus opiniones y comentarios sobre este relato en el formulario que aparece más abajo. Además, si te ha gustado, por favor, compártelo en redes sociales. Gracias.
Sencillamente genial!. Con qué gracejo, con que picardía, con que talento, y con qué buena intención indaga el protagonista de esta historia, y por vía del mismo su autor Alexander Copperwhite, en ese mundo interior común al ser humano, que late, casi tan violentamente como el caso del crimen objeto de esta novela “corta y negra”, hasta eclosionar en perfecciones y bondades, desde su firme convicción y fortaleza de que no por más dificultosas que aparezcan resultan irrealizables o inalcanzables al deseo y a la acción.
Enhorabuena Alexander, tienes la habilidad de enganchar al lector despistándole y entreteníendole. Como bien dices “ No se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos”