Justino Pardal Alonso nació con la capacidad innata de volar, aunque no tuvo oportunidad de comprobarlo hasta que cumplió los sesenta y seis.
Vino al mundo en un pueblo sin nombre, rodeado de campo, pan duro y guerra civil. A la matrona, que no era sino la esposa del alcalde, una mujer con más intención que sapiencia en cuestiones de alumbramientos, la criatura de seis kilos se le escurrió de las manos y cayó de cabeza contra el duro piso.
– ¡Dios mío! ¡No sé cómo ha podido suceder! ¡Es como si hubiera querido volar! –exclamó mientras se volvía hacia la madre para mostrarle aquél prodigio de la naturaleza.
Pero la madre ya no escuchaba. No llegó a conocer a su primogénito. Seis kilos eran demasiados para alguien enfermo de tristeza.
La matrona miró en derredor y, al saberse sola en la habitación, decidió mantener el pequeño incidente en secreto.
Bernardo, pastor de ovejas y padre del infante, asumió la noticia con inusitada entereza. Había combatido con valentía en la guerra civil, logrando la victoria contra los enemigos de España: el resto no eran sino piedras en el camino que había que sortear para alcanzar la gloria de Dios. Cogió a su hijo en brazos y, sin mirarle siquiera, se lo llevó consigo.
A la temprana edad de ocho años, Justino ya tenía su propio rebaño, y pasaba sus días en la soledad de los pastos y alejado de la escuela donde, según su padre, los niños se volvían holgazanes y maleantes: su bagaje académico fue, por ésta razón, tan escaso como lo eran sus amistades.
Era tan grande como un niño de doce años, y fuerte como uno de catorce, y aunque su cabeza no funcionaba tan ligera como le hubiera gustado, ya sabía que su futuro no estaba en los libros, así que poco le importaba.
Vivió así, en su montaña, solitario pero feliz, hasta que probó la vara de Bernardo, que así se la conocía en todo el pueblo, la misma que hostigaba al ganado y la misma que, según las malas lenguas, había maltrecho la carne de su esposa muerta: sucedió una mañana de otoño, junto a los acantilados que se alzaban al oeste del pueblo, el único lugar al que su padre le prohibía ir con el rebaño. Era sábado y, su prima Mercedes quiso pasar la mañana en lo alto del farallón. Justino era incapaz de negarle nada a su prima. Estaba enamorado de ella desde los cinco, y su sola presencia llenaba de alegría su monótona y solitaria vida.
–No pasará nada, ya verás –aseguró Merceditas mientras ascendían por el camino empedrado–. Así podremos comprobar mi teoría.
–¿Tu … teoría? –inquirió Justino–. ¿Qué teoría?
Mercedes se volvió hacia él y, mirándole a los ojos, le tomó las manos.
–Mi teoría de que eres un ángel, so idiota. Ya hemos hablado de eso antes.
Dejaron a las ovejas en un prado cercano y se acercaron al borde del acantilado.
–Pero yo no soy ningún ángel –protestó Justino mientras observaba el furioso golpeteo de las olas contra las rocas –. Ni siquiera soy una buena persona. Mi padre dice que mi madre murió por mi culpa, porque soy demasiado grande y estúpido. ¿Cómo voy a ser un ángel?
–¿Ah sí? Pues mi abuelo dice que tu padre es un amargado y un maltratador, y que creía que después de la guerra iba a ser el jefe del mundo o algo así. Y por si no lo recuerdas, también Dios arrasó la tierra con un diluvio. Y todo el mundo le considera bueno, ¿no?
–¡Pues tiene más de doscientas ovejas! –protestó Justino ofendido por el comentario acerca de su padre–. ¡Tan mal no le irá!
Mercedes no quiso hablar más del tema. Odiaba a Bernardo con todo su ser, pero había veces que odiaba con mayor ímpetu la estupidez de su hijo.
–Si mi teoría es cierta –dijo calmándose y levantando los brazos de su amigo hasta dejarlos perpendiculares al suelo –, no tienes más que batir los brazos todo lo rápido que puedas. Las cálidas corrientes del acantilado harán el resto…
Justino así lo hizo, y escasos segundos después tuvo la impresión de que su cuerpo era más liviano, como si en efecto estuviera despegándose del suelo.
Por desgracia, justo en ese instante, Antonio, el niño más descarriado del pueblo, junto con tres amigos más, apareció de la nada.
–Vaya, vaya –dijo Antonio mientras cogía uno de los corderos de las patas traseras– ¡Qué tenemos aquí! Justito, el tonto del pueblo, que ahora se cree una gaviota, y Mercedes, la que quiere ser mi novia y darme un beso y no sabe cómo decírmelo.
–¡Déjanos en paz, Antonio! –exclamó Mercedes–. ¡Antes besaría a un muerto que a ti!
Los tres amigos rieron el comentario de la muchacha, y Antonio les miró con gesto de desaprobación.
–¡Pues besa esto! –sentenció acercándose al precipicio y dejando caer el recental.
Acto seguido los cuatro desparecieron por donde habían venido, y Justino rompió a llorar. Era como un mal sueño del que no lograba despertar.
–¿Qué voy a decirle a mi padre? – inquirió entre lágrimas.
–Dile la verdad –respondió Mercedes mientras le ayudaba a levantarse –. No ha sido culpa tuya.
Pero la verdad no siempre es suficiente, y la vara de Bernardo arremetió contra su hijo por primera vez. Por desgracia no fue la última. Cualquier excusa parecía buena, y pocos años después bastaba una respuesta equivocada para recibir una paliza de muerte.
Al cumplir los catorce, Justino apenas si bajaba de la montaña. Su rebaño contaba con más de quinientas cabezas y, por desgracia, no tenía un solo amigo en el pueblo. Ni siquiera Mercedes, que se había convertido en una bella jovencita más preocupada en flirtear con los muchachos que en su amigo de la niñez.
Medía más de dos metros y pesaba ciento veinte kilos. Sus manos eran grandes como palas y sus brazos eran largos y poderosos. A pesar de ello, bajar de la montaña implicaba probar la vara, así que sus visitas al pueblo eran escasas.
Todos los días, al amanecer, después de ordeñar a sus ovejas, se acercaba al borde del acantilado y practicaba ejercicios de vuelo, tal y como Merceditas le había enseñado. Cada día que pasaba se sentía más ligero, como un polluelo de águila a punto de abandonar el nido volando. Y por suerte para él, había aprendido a abandonar su cuerpo durante las palizas. Se tapaba la cabeza con los brazos y, cerrando los ojos, su mente alzaba el vuelo, sobrevolando el pueblo, el acantilado, su cabaña en lo alto de la montaña, para desparecer al fin por el horizonte.
Tuvieron que pasar dos años más antes de que los acontecimientos tomaran un giro natural. Mercedes se marchaba del pueblo. Había conocido a un joven de la capital, adinerado y alérgico al mundo rural, y se iban a casar. Justino, al recibir la noticia, cayó como abatido por un rayo. Hacía muchos meses que no la veía, pero no había dejado de amarla ni un solo instante, y lo peor de todo fue que recibió la noticia de boca de su propio padre, que al verle llorar como un niño cogió la vara dispuesto a darle una nueva ración de palos.
Pero esta vez Justino no se tapó la cabeza con los brazos. Ya nada tenía que proteger: su mundo acababa de romperse y la muerte había perdido su característico olor a azufre y a huevos podridos. Sin embargo, la vara, casualidad o no, golpeó en el centro del cráneo, exactamente en el mismo lugar donde se golpeara contra el suelo cuando se escurrió por entre los dedos de la matrona. Aquella parte de su cabeza se había soldado con fuerza y era más dura de lo normal. La vara se partió en dos como una espiga de trigo pateada por el ganado.
El muchacho, confuso al ver la mitad de la fusta junto a sus pies, se palpó la cabeza, y acto seguido se miró las manos, consciente del poder de su hercúlea complexión. Estrechó sus manos sobre el cuello de su padre, y apenas si tuvo que esforzarse para romperle varias vértebras. Todas las palizas recibidas, todas la humillaciones, se ahogaron con el fatal abrazo.
Cuando Mercedes entró en la casa instantes después, la escena le sobrecogió, pero trató de recomponerse lo mejor que pudo. Había venido a contarle a su amigo que se marchaba del pueblo, pero eso poco importaba ya. Si no actuaba pronto, aquel pobre gigante pasaría el resto de su vida en la cárcel.
–¿Aún crees que soy un ángel? –preguntó Justino mirándole a los ojos–. Un ángel no mata a sus padres, de eso estoy seguro.
Pero Mercedes no escuchaba. Su cabeza, gracias a la ley de la compensación universal, trabajaba rápido en encontrar una salida a aquel entuerto.
–Súbelo al carro y cúbrelo con heno. Vas a hacer exactamente lo que yo te diga ¿de acuerdo?
Justino asintió, y siguió sus indicaciones al dedillo, como siempre había hecho.
Al amanecer, una vieja carreta ascendió por el escarpado sendero que conducía a su cabaña. Justino fustigó al pequeño asno hasta que abandonaron el pueblo, mientras pensaba en lo que había hecho y en que, con toda probabilidad, aquella fue la última noche que vería a su prima.
Castigo de Dios, pensó para sí.
Una vez en su cabaña, cogió el cadáver y lo cargó sobre su espalda hasta llegar al acantilado. Lo arrojó al precipicio y contempló con lágrimas en los ojos cómo chocaba contra las frías rocas. Por muy malvado que aquel hombre hubiera podido ser, era su padre, su único vínculo con el mundo de los humanos.
Regresó a su cabaña, encendió el fuego, y se quedó profundamente dormido.
Así pasaron cincuenta largos años, entre ovejas, soledad, y el recuerdo de Merceditas.
Cada mañana, después de ordeñar a sus ovejas, acudía puntualmente al acantilado para practicar el vuelo, pero nunca tuvo la tentación de probar sus habilidades. Fuese o no cierta la teoría de su prima, sus ovejas se quedarían solas y encontrarían una muerte segura. El bienestar de su rebaño era lo que más le preocupaba.
Bajaba al pueblo una o dos veces al año, y cada vez que lo hacía se juraba que sería la última, pues no recibía otra cosa que las burlas de los niños y las miradas de desaprobación del resto.
–Ha comprado otro vestido –susurraba a los cuatro vientos la dueña de la mercería –. Dicen que en las noches de luna llena se viste de mujer y baila hasta el amanecer. ¿Os imagináis? ¿Con ese cuerpo?
Y era cierto que Justino tenía guardados más de cincuenta vestidos en el único armario de su cabaña. Pero no eran para él.
–Algún día ella volverá, ya verás –le decía a su perro–. Volverá y me agradecerá haberle comprado todos estos vestidos.
Pero Mercedes nunca volvió. Se casó tres veces y tuvo una vida llena de lujos, de alcohol y de fiesta perpetua, hasta el mismo día en que su cuerpo dejó de resplandecer: la reina había abdicado, y pasó sus últimos años en un hospital psiquiátrico de la capital. Murió sola, entre delirios de grandeza y gritos ahogados.
Justino no se enteró de la triste noticia hasta varios años después: el tiempo para él era un concepto distinto que para el resto de los humanos. Sucedió una fría mañana de invierno, mientras trasladaba al rebaño hacía los pastos del sur. Ascendiendo por la escarpada pendiente, vio a una pareja que trataba de abrirse paso entre la nieve. Se acercó a ellos y les ofreció leche recién ordeñada y galletas de centeno. Era una pareja de avanzada edad, y estaban al límite de sus fuerzas.
–No me has reconocido ¿verdad? –dijo el desconocido cuando hubo recobrado las fuerzas–. Soy Antonio, el que de niño…
–Te recuerdo –aseguró Justino acercándose a él–. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. No te guardo rencor.
Antonio rompió a llorar, y la que se presentó como su esposa lo hizo también. Le contaron que la policía les perseguía por un crimen que habían cometido muchos años atrás. La montaña era su último refugio. Y le contaron que Mercedes había muerto dos años atrás, aunque por razones obvias omitieron los detalles más tristes.
Justino no derramó ni una sola lágrima. Tenía que hacer algo, y pronto.
El destino quiso que, por primera vez en la vida, la cabeza de Justito funcionara de manera resuelta.
–Podéis quedaron en mi cabaña si os parece. Me vendría bien un poco de ayuda con las ovejas. No es mucho, pero es todo lo que puedo hacer por vosotros. Es una buena cabaña, cálida y confortable, y tengo ropa para ambos. He de ausentarme un par de semanas y no tengo a nadie que se ocupe del rebaño mientras tanto.
–¡Mi marido fue pastor hace muchos años! –se apresuró a decir ella.
–¡Claro! ¡Y fueron los más felices de mi vida! –dijo él abrazándola.
–Pues no se hable más –resolvió Justino –. Os nombro mis sustitutos.
Esa misma noche, después de cenar copiosamente, Antonio y su esposa se quedaron dormidos. Estaban exhaustos.
Justino terminó de recoger la mesa y ató al perro para que no le siguiera.
Se fue quitando la ropa a medida que se acercaba al acantilado, pero a pesar de la nieve que caía copiosamente, no notó frío alguno. Estaba demasiado excitado como para hacerlo.
Abrió sus brazos en cruz, agitó sus brazos como tantas otras veces había ensayado y saltó al vacío. Las fuertes corrientes de aire le zarandearon de un lado para otro mientras caía vertiginosamente.
Después sonrió. Todo iba a salir bien.
Escrito por: Txaber Saenz Dañobeitia
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Un relato excelente. Te felicito.