Juan miró su viejo reloj: eran las ocho de la tarde.
Descorrió la cortina del salón y se alegró al comprobar que aún llovía. Llevaba muchos días esperando que lo hiciera a aquella hora, la única del día en la que Eleonor le dejaba solo en casa.
Se puso una cazadora por encima de su mejor pijama, el que su mujer le tenía reservado para las noches de hospital, se calzó las viejas zapatillas de felpa, y salió de casa dando un portazo y tosiendo exageradamente. La policía no tardaría en interrogar a sus vecinos, así que tenía que facilitarles la tarea.
Se cercioró de haber cogido la carta, y se revolvió el escaso flequillo con las yemas de los dedos.
Bajó al portal y se sentó en el primer escalón, exhausto y nervioso.
No tuvo que esperar demasiado. Cuando la señora Ortiz, que regresaba de oír misa, logró cerrar el paraguas y se disponía a introducir la llave en la cerradura, él abrió la puerta y salió a la calle con aire decidido, pero dándole el tiempo suficiente a que reparara en su atuendo. Por suerte, aquella vecina era, con el permiso de su octogenaria madre, la persona más chismosa que había conocido en su vida. Y eso era mucho decir.
En efecto. Llueve y voy en pijama, señora Ortiz. Ahora puede usted gritar a los cuatro vientos que el Alzheimer ha desquiciado a este viejo por completo.
Caminó un buen rato bajo la lluvia, deteniéndose cada cinco o diez minutos para tomar aliento y para rascarse. Tal y como había previsto, nadie se interesó lo más mínimo por él. La lluvia producía ese efecto. Cada cual trataba de llegar a su destino lo antes posible sin molestarse en mirar más allá de sus propios pasos. La lluvia y los corazones apagados, pensó.
Cogió la carta que llevaba en el bolsillo interior de la cazadora, la besó y la depositó en un buzón de correos. Poco le importaba que descubriesen que había estado allí. La carta llegaría un día después que la policía, tiempo más que suficiente para que Eleonor no tuviera que fingir su desaparición y asimilara los hechos con entereza.
Llegó al final de la calle y se detuvo frente a una sucursal bancaria. Había más de una cámara de seguridad, y se cercioró de que captasen su mirada perdida y su cuerpo desencajado. Llevaba muchos meses fingiendo ser un enfermo de Alzheimer, así que su interpretación fue intachable. Acto seguido dobló la esquina y aceleró el paso.
Llegó al orfanato de la calle Liébana quince minutos después. Estaba empapado, al límite de sus fuerzas, y cada hueso de su trasnochado cuerpo enviaba una señal de socorro. Pero Juan sabía que no había tiempo para eso. El picor era ya insoportable.
Observó el viejo edificio desdibujado por la lluvia y rompió a llorar. Los recuerdos de su niñez se agolparon en su mente como un torrente de energía oscura: el hambre, la soledad y las palizas. Ahora todo aquello iba a empezar de nuevo, como un maldito bucle del que nunca lograría escapar.
Se quitó la ropa y la tiró a un contenedor de basura cercano. Su cuerpo desnudo y febril ni siquiera notaba la lluvia, y el dolor dejó paso a un sueño indomable y profundo. Acurrucado bajo unos arbustos cercanos, se embadurnó con barro para aliviar el picor y dedicó sus últimos pensamientos a su amor, a su último y verdadero amor.
Querida Eleonor
Supongo que te habrá sorprendido recibir esta carta. No te preocupes. Pronto lo entenderás todo. Sólo te pido una cosa: no me busques. Cuando leas éstas líneas yo ya estaré muerto… a mi manera.
Me preguntaste hace tiempo por qué me hice médico. No pude decirte la verdad entonces, y espero que me perdones por ello y por los acontecimientos de los últimos días. Prepárate una copa, toma asiento y, sobre todo, no me odies. Comprobarás que mi vida, mejor dicho mi existencia, no ha sido sencilla.
Nací en 1557, y soy inmortal desde 1566 según mis cálculos. Viajaba con mis padres con destino a Cuba a bordo de un buque español, el “Insignia”. Mi padre fue enviado por los reyes de España como un adelantado de la corte, pero nuestro barco fue asaltado por corsarios franceses. Sobreviví lanzándome al mar, con mayor fortuna que el resto de los tripulantes. Allí permanecí varios días, confinado a un providencial tablón de madera, hasta que las corrientes me llevaron a una playa. Fui rescatado por los Taínas, una tribu de aborígenes que se ocupó de mi como de un hijo. Pero por desgracia, durante los días que estuve en el mar, algo me atacó, una criatura cuyo veneno me convirtió en lo que soy. He tardado siete vidas en descubrir a la criatura pero todavía no he logrado averiguar cómo pudo afectarme tanto. Por eso me hice médico, para descubrir porqué la Turritopsis Nutrícula, que así se llama la autora, un pequeño animal de la familia de las medusas, logró trasmitirme la transdiferenciación celular. A ella le permite volver a un estado de pólipo en condiciones adversas: a mí, rejuvenecer hasta los nueve años cada vez que mi cuerpo llega a una edad comprometida. Por tanto, soy inmortal, aunque mi cuerpo envejece y reverdece cada setenta u ochenta años, dependiendo del grado de decrepitud.
A estas alturas tendrás dos sentimientos encontrados: por una parte pensarás que estoy loco y, por otra, te habrás dado cuenta de que nunca tuve Alzheimer. Con respecto a éste último punto, y si como es de suponer ayer fuiste interrogada por la policía, convendrás conmigo en que, de haber sabido la verdad, jamás hubieras podido engañarles. En tal caso, al descubrir mi secreto, me hubieran encerrado de inmediato y sometido a todo tipo de pruebas durante años. Imagínate lo que la gente estaría dispuesta a pagar por la inmortalidad.
En cuando a la locura, tendrás que esperar unos días antes de abrir una caja de seguridad que he dejado a tu nombre en una sucursal bancaria de las afueras. Tienes la llave y un papel con todos los detalles en el bolso que te regalé por tu último cumpleaños (sí, lo siento, eso también estaba planeado). En dicha caja encontrarás un diario donde te explico todos los pormenores de mi existencia, y dos fotos. La primera de ellas está tomada en París, en 1940, en la llamada batalla de Francia, que culminó con la ocupación de la ciudad a manos de los nazis. Siempre he tratado de estar vinculado con las guerras. Me permiten desaparecer sin levantar sospechas, y me dan por muerto al cabo de pocos años. Además, nadie investiga la desaparición de un anciano sin descendencia, y puedo asegurarte que en ninguna de mis vidas anteriores la tuve. Por alguna misteriosa razón, se me negó tal dicha.
Si comparas la fotografía con otra reciente, te darás cuenta de que somos la misma persona: la cicatriz en la ceja izquierda te ayudará más si cabe. Por fortuna, todas las heridas que mi piel tuviera antes del ataque de la medusa se reproducen fielmente una y otra vez.
En marzo de 1866, en el puerto chileno de Valparaiso, aproveché igualmente la guerra para que me dieran por muerto. En éste caso fue a manos de la armada española. La segunda fotografía que encontrarás en la caja está tomada escasos días antes del bombardeo, y lo cierto es que me costó una fortuna. Por razones obvias, he tratado de esmerarme en su conservación. Del resto de vidas, evidentemente, no tengo pruebas gráficas. Sin embargo, todos los detalles están relatados en el diario con gran profusión de detalles. He estado escribiéndolo estos últimos meses: te merecías una explicación minuciosa. Asegúrate de quemarlo una vez lo hayas leído. Es muy importante que lo hagas. Y no tires el sobre en el que te envié ésta carta. El sello lo compré en Nueva York en 1918. Es un “Jenny invertido”, una rareza del correo aéreo americano que está valorado en medio millón de euros. Podrás vivir holgadamente el resto de tus días.
Sólo me queda una cosa por explicar antes de emprender el nuevo viaje, pero es vital para que entiendas mi decisión de desaparecer: con cada renacer, cuando despierto en el cuerpo de un niño de nueve años, suelo recordarlo casi todo. Mis vidas anteriores, las fechas más importantes, las personas que he conocido, todo permanece ordenado en mi cabeza. Pero por desgracia no ocurre lo mismo con los sentimientos. El amor, el odio, incluso el cariño o la empatía hacia otro ser humano se quedan en el camino, como si ocuparan demasiado espacio en el cerebro y hubiera que establecer prioridades de archivo. Es mi maldición, amar con la seguridad de que dejaré de hacerlo, entregar mi corazón a alguien sabiendo que me encargaré de destrozarlo. Por ello, la sola idea de despertar junto a ti sin amarte es más de lo que puedo soportar. Y creo que en esto coincidirás conmigo.
Por tanto, quédate con mi amor incondicional, y trata de vivir el resto de tus días con felicidad plena. La vida es un gran misterio, y si el destino ha querido que la muerte no llame a mi puerta, algún día seré yo el que reúna el valor suficiente y vaya a buscarla. Supongo que ese día nos encontraremos en alguna parte.
Tuyo para siempre
Juan
La hermana María se despertó sobresaltada. Alguien llamaba a la puerta. Miró la hora con el rabillo del ojo y suspiró. ¡Eran las seis de la mañana!
Se puso la bata y bajó las escaleras del orfanato lo más rápido que pudo. Si la madre superiora se despertaba el lío estaba asegurado.
– Si has vuelto a escaparte, David, vas a estar castigado mucho tiempo –susurró mientras abría la puerta.
Pero no era David. En su lugar había un niño completamente desnudo, empapado y con la piel escamada, como si se hubiera estado rascando compulsivamente. Se quitó la bata y se la puso para que entrara en calor. El niño no se inmutó. Entró en el orfanato y contempló su cuerpo en el espejo de la entrada. Se palpó una pequeña cicatriz que lucía en su ceja izquierda y sonrió.
– ¿Podré tener un cuaderno? –dijo al fin-. Me gustaría escribir un diario…
Escrito por: Txaber Saenz Dañobeitia
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