I – Viaje en submarino
¡Quién puede imaginarse un amor que nace del odio y que finalmente se transforma en pasión! ¡Quién sabe cómo reaccionará nuestra mente ante situaciones específicas en momentos inesperados! Si nuestras emociones traicionan nuestras creencias, quién nos puede asegurar que el curso de la historia no ha sido manipulado por el odio, sino por la avaricia.
*
El motor diésel funcionaba a ralentí. El agua congelada acariciaba el reforzado casco de la nave y la tripulación aguardaba en silencio.
—Quince grados a estribor —susurró el capitán.
La orden se transmitió en silencio y el submarino viró.
—Doce grados a babor.
El interior se asemejaba a una nevera, pero aun así los hombres sudaban.
—Todo recto y reduzcan velocidad —susurró de nuevo.
Navegando a profundidad de periscopio era fácil distinguir la punta de un iceberg, lo que más les preocupaba era lo que se escondía bajo la superficie. Enormes montañas de hielo entorpecían el paso del submarino y convertía la travesía en un viaje muy peligroso. Merecía la pena.
El capitán tenía experiencia en evitar problemas y en cuidar de su tripulación.
—Esta guerra es absurda —decía—. No comparto el deseo de recibir una cruz de hierro a título póstumo. Prefiero vivir y lamentar no haberla ganado. Jajaja.
Al empezar la guerra saboreó la agridulce victoria de hundir unos barcos de carga que eran blancos fáciles, pero cuando vio cómo sus tripulantes se ahogaban y se quemaban, al mismo tiempo que intentaban salvarse, se asqueó.
El trabajo de los carniceros se lo dejo a ellos, pensó.
Llamó a un amigo de la infancia que trabajaba para el partido nazi en Berlín y movió algunos hilos que le ayudaron a retirarle de El Estrecho de la Mancha. Tras hundir un par de cargueros más, y a modo de recompensa, se le llamó a la capital donde le entregaron una estrella a la dedicación y le destinaron a patrullar junto con su tripulación en el Mar del Norte y en la costa de Noruega. Un destino tranquilo.
—Ocho grados a babor —musitó el capitán.
La estructura de metal se quejó tras rozarse con la ingente masa de hielo.
¡¡¡Oooouuuuaaaaaaaeeeeee!!!
El sonido atravesó la nave desde la proa hasta la popa, paralizando los corazones de todos los que iban a bordo.
Silencio absoluto.
—Tres grados a estribor.
¡Perfecto! Todo marchaba bien.
—Nos alejamos de la zona donde se concentraban los icebergs —dijo el capitán—. Entrego el mando al segundo.
—El mando lo tiene el segundo —repitió el subteniente.
El capitán se retiró y se dirigió hacia el área de oficiales, que consistía en una esquina con tres bancos, una mesita fijada al suelo y una cortinilla que la separaba del pasillo por el que transitaba todo el mundo.
—El rincón de la intimidad imaginaria —lo llamaba.
—Lamento la demora, señores.
Un hombre alto, con el pelo blanco, las cejas pobladas y una mirada penetrante, estaba sentado en una esquina. Su uniforme no era de la marina. A la derecha de la pechera lucía unas alas de vuelo, en la parte izquierda las líneas de colores donde se cuelgan las medallas y en el hombro derecho un escudo del ejército americano.
—No importa —dijo el americano.
En el otro lado, el hombre delgado y fuerte, que ocupaba el asiento, era rubio y de ojos azules, aunque muy lejos de representar el estereotipo alemán. El colgante de plata con la estrella de David, que mantenía a salvo bajo su jersey, lo delataba sólo cuando se aseaba. Aunque a nadie en esa nave le importaba.
—Sigamos con el plan —dijo el judío.
El capitán, bajito, moreno y con los ojos saltones, muy sureño y sin aspiraciones de pertenecer a la raza aria, se sentó con sus dos invitados y sacó un mapa que tenía guardado en su chaqueta.
—Bueno —susurró el capitán—. Entonces estamos de acuerdo que tras nuestro descubrimiento, la isla de Jan Mayen es el lugar idóneo para llevar a cabo nuestros planes.
II – Presente
En la actualidad…
—¿No me dijiste que en verano el clima era más suave?
El más joven del equipo, Jurgen Biserten, golpeaba con fuerza sus manos, que aunque las tenía cubiertas con unos guantes impermeables, se le congelaban e intentaba calentarlas a toda costa.
—No te quejes, al menos hay luz. Durante el invierno la nieve lo cubre todo y el sol aparece en contadas ocasiones —replicó el profesor Olaf Fitsier, el jefe de la expedición—. Ahora es casi lo mismo, pero diferente.
—¿Cómo que diferente?
—Sí… ¿No ves que entre la nieve se distingue la tierra?
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —afirmó el profesor.
Jurgen no dejaba de preguntarse por qué su profesor le había pedido que lo acompañara. Él no era un estudiante brillante y sólo quería el titulo para conseguir un puesto de profesor de historia en una pequeña escuela para no tener que complicarse mucho la vida.
Puede que me haya traído hasta aquí para motivarme, o para castigarme, pensaba el joven.
La expedición formada por cuatro científicos, seis soldados, y el capitán de fragata Frederick Yohansen, de la Real Armada de Noruega, tenía como objetivo estudiar la escasa flora y fauna de la isla, e investigar los restos de un asentamiento antiguo que supuestamente era de origen vikingo y que descubrió por causalidad uno de los meteorólogos que trabajan en la estación ubicada al sur de la isla. Ése era su punto de partida.
—¿Cómo es que un meteorólogo sabe tanto sobre vikingos? —preguntó Erika Oriksen.
La joven y brillante arqueóloga, amante de las rosquillas glaseadas y de los chocolates suizos, no se podía creer que el profesor Olaf hubiera iniciado una expedición de forma tan precipitada y con tan pocas pruebas. Ella le seguiría hasta el fin del mundo aunque le resultó muy extraño que un hombre tan meticuloso y respetado en el panorama científico mundial arriesgara su reputación malgastando el tiempo en investigar los desvaríos de un aficionado. Las fotografías que recibió por correo electrónico no eran concluyentes y no mostraban ningún indicio de que pudiera tratarse de un asentamiento vikingo, más bien parecían restos de un improvisado puerto ballenero, abandonado desde hace más de ciento cincuenta años.
—A veces tenemos que seguir nuestro instinto y arriesgarnos —contestó el profesor.
—Pero eso no es lo que nos ha enseñado. Usted dijo que la certeza absoluta es la que conduce al éxito y la que forja una reputación —replicó Erika.
El profesor la miró de reojo, sonriente.
—Será que me estoy haciendo viejo.
Los militares ya habían descargado todo su equipamiento y los dos marineros de la barca que les había trasladado a la orilla se despedían blandiendo los brazos un par de veces. El crucero de batalla Salt Marsh tenía órdenes de dejarles en tierra y ofrecerles apoyo desde el mar, pero un destructor había sufrido un accidente en aguas de Groenlandia y tuvo que marcharse de manera precipitada, sin saber cuándo regresaría exactamente.
Mejor. Si no merodean por aquí no se meterán en mis asuntos, pensó el profesor.
El cuarto miembro del equipo, Hans Yuvin, aventurero y vividor ocasional, se encargaba de la seguridad de los miembros del equipo científico. Experto en supervivencia en lugares de clima extremo, resultó ser el candidato idóneo para el puesto, tanto por sus dotes físicas como por su capacidad de no hacer demasiadas preguntas.
Lo más sospechoso de todo fue cuando el capitán de fragata y sus hombres se sumaron a ellos. Los responsables de la estación meteorológica dejaron de emitir sus informes de manera repentina. Entonces el Gobierno noruego envió aviones de reconocimiento con el fin de averiguar lo que había sucedido, pero la visibilidad era muy mala y no sabían si se trataba de una avería en la antena transmisora, de un fallo en el aparato de radio, o de cualquier otra cosa. Era como si la isla estuviese vacía.
III – Recién llegados
La estación se encontraba a media hora de camino del lugar en el que desembarcaron. Situada en la parte sur de la isla, contaba con un aparatoso y sofisticado equipo para medir los cambios climáticos y registrar las alteraciones del mar y sus corrientes. En esta época del año la isla debería estar bastante más concurrida, pero debido a un cúmulo de pequeñas tormentas que poco a poco se convirtieron en una larga y duradera, las rutinarias operaciones científicas y militares se habían pospuesto hasta nueva orden. Por suerte para el profesor y su equipo, al interrumpirse las comunicaciones entre la isla y la central de Noruega, se improvisó una expedición de emergencia y gracias a los contactos del profesor, consiguieron plaza en el barco, aunque no fueron recibidos con los brazos abiertos.
Al profesor eso le daba igual.
La caminata era difícil, especialmente con el equipo a cuestas. El capitán de fragata no paraba de mirarles de reojo demostrando abiertamente su descontento. Los soldados, con caras de hombres duros, pero que apenas les había empezado a crecer la barba, vigilaban el perímetro como si se encontrasen en una zona hostil, y el atrevido Hans logró entablar conversación con Erika que, a pesar de la indiferencia que le mostraba el musculoso hombre, le parecía muy atractivo.
—Me recuerda cuando era pequeño y mi madre me mandaba a excursiones —dijo Jurgen irónicamente.
—Sabía que no me había equivocado al traerte —contestó el profesor, arqueando la ceja izquierda.
El frío de aquella mañana era tan denso, que una especie de neblina se levantaba bajo sus pies.
—Es como si estuviera caminado dentro de un congelador —dijo Jurgen.
Y levantó el pie izquierdo para ver lo que había pegado en la suela de su zapato.
—Deja de hacer el tonto y camina —refunfuñó el profesor.
A lo lejos, un zorro blanco observaba la marcha de los recién llegados. Él ya había estado en el lugar al que ellos se dirigían, pero por distintos motivos. El olor a restos atrajo la atención de los escasos y peludos habitantes de la isla, y el zorro aún se relamía la sangre con la que se había manchado el hocico.
IV – Problemas de radio
Hace cuatro semanas…
—Les llamamos de… (tssssss) la visibilidad es… (tssssss) no podemos… (tssssss).
—Por favor, repitan el mensaje. No se os entiende —contestó el operador de radio en la central noruega.
—Rep…. (tsssss) la… (tsssss) no es pos… (tsssss) neces… (tsssss) ayu… (tsssss).
—No entendemos el mensaje. ¡Repito! No entendemos el mensaje. Conectad el sistema de emergencia e intentad transmitir en morse. ¡Repito! Conectad el sistema de emergencia y transmitid en morse. No conseguimos entender lo que decís.
—¡Nooooooo! (tsssss) por f… (tsssss) N… (tssssss).
Tssssssssssssssssssssss…
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el oficial, alarmado, que se encontraba al lado del operador.
—¡Aquí la estación central!
Tssssssssssssssssssssss…
—¡Aquí la estación central! —repitió el operador de radio—. ¿Me oís? Corto.
Tssssssssssssssssssssss…
—No responden, señor.
—Algo malo ha ocurrido —dijo el oficial—. Será mejor que informe de lo ocurrido de inmediato. Tú sigue intentándolo y, si consigues contactar con ellos, me avisas de inmediato.
—Sí, señor.
El oficial se puso su gorra de plato con visera, miró al equipo de la sala de comunicaciones con cierta preocupación y se dirigió hacia la salida. Agarró el pomo y antes de girarlo para abrir la puerta se dirigió de nuevo a su equipo.
—No dejéis de intentarlo, pase lo que pase. Tengo la impresión de que algo grave ha sucedido.
Todo el personal se centró en conseguir imágenes por satélite, organizar vuelos con aviones espías no tripulados y emitir señales por radio en distintas frecuencias. Mientras tanto, el operador no paraba de repetir lo mismo.
—Aquí la estación central. Respondan.
Tssssssssssssssssssss…
—Aquí la estación central. Respondan, por favor.
Tssssssssssssssssssss…
—¡Carl! Por el amor de Dios, ¡responde!
Tsssssssssssssssssss…
—¿Hay alguien ahí?
Tsssssssssssssssss… tssssssssssssssss… tssssssssssssssssss…
V – En la estación meteorológica
El capitán de fragata enseguida se percató de la irregularidad de la situación. La antena de comunicaciones, de doce metros de altura, no se veía y sin embargo enseguida vislumbraron la estación meteorológica. La chimenea no desprendía humo, los cristales estaban completamente empañados y la puerta de la entrada la habían dejado medio abierta.
Me temo lo peor, pensó.
Levantó la mano y detuvo la marcha. Se acercó a los soldados y les dio instrucciones.
— …mientras tanto, vosotros esperad aquí hasta que os lo diga.
—¿Qué sucede, capitán? —preguntó el profesor.
—Eso es lo que estoy a punto de averiguar. Permaneced aquí y no estorbéis. ¿Entendido?
—Entendido —refunfuñó el profesor.
Preocupados, observaron cómo el capitán y los soldados se prepararon para efectuar un asalto en toda regla. Se dividieron en tres grupos y rodearon la estación, que ocuparía unos cien metros cuadrados de terreno, y se posicionaron en la entrada principal, en la entrada del garaje que se encontraba en la parte de atrás y en un lateral en el que había un gran ventanal. Intentaron mirar dentro, pero nada. El capitán se asomó por la puerta abierta, pistola en mano, y se retiró rápidamente. Indicó a los soldados que se posicionasen detrás de él para cubrirlo. Abrió la puerta del todo, y se deslizó rozando la espalda contra la pared.
Su corazón palpitaba y su respiración se aceleró.
—Adelante —susurró.
Los dos soldados entraron y se posicionaron al lado de un escritorio y junto a una silla volcada. El lugar parecía abandonado.
Con la mano les ordenó avanzar.
—Con precaución —susurró de nuevo.
Mientras tanto, los otros dos soldados entraron por la parte trasera y comenzaron a registrar los dormitorios.
—Dios bendito —exclamaron mientras avanzaban.
—¡Todo despejado! —anunció el capitán.
—Tienes que ver lo que hemos encontrado en los dormitorios —dijo uno de los soldados.
—No hace falta. Me imagino que será parecido a lo que hemos hallado en el laboratorio y en la sala de radio. Salid y decidles a todos que entren, pero avisadles que deben permanecer quietos y sin tocar nada. O al menos hasta que aclaremos lo que ha sucedido.
VI – Deseos de un padre fallecido
—Jamás pensé que podía llegar tan lejos —susurró el profesor.
La sangre de color rosáceo alterado por la nieve se veía por todas partes. Los cuerpos de los desafortunados yacían inertes, esparcidos por la estación. Los de los dormitorios fueron degollados y acuchillados mientras dormían, los del laboratorio fueron sorprendidos y tiroteados por la espalda, y del operador de radio únicamente quedaban restos de carne, tripas, metal fundido y circuitos esparcidos por todo el cuartucho.
—¡Se ha vuelto loco! —exclamó el profesor.
Se tambaleó a causa de un repentino mareo provocado por los remordimientos. Se echó las manos a la cabeza, intentó apoyarse en la pared, pero al final se cayó al suelo.
—Se ha vuelto loco —susurró esta vez el profesor.
—¿De qué estás hablando? —peguntó el capitán y se abalanzó furioso hacia él.
—Él era una persona inteligente y buena. ¿Por qué habrá hecho semejante barbaridad?
El capitán lo cogió de la pechera y le sacudió un par de veces.
—¡¿Dime quién ha sido y dónde está?!
Los soldados observaban con seriedad y temor, y el resto con asombro e incredulidad.
—Déjale que se tranquilice —intervino Hans—. Así no conseguirás nada.
—¡¿Que se tranquilice?! —gritó el capitán—. ¡¿Que se tranquilice?! ¿Has visto lo que hay esparcido por ahí dentro? A uno de ellos tendremos que recogerlo con una fregona para entregárselo a su familia en una bolsa. ¡¿Te das cuenta?!
—De lo que sí me doy cuenta, es que si sigues zarandeando al profesor de esa manera lo único que conseguirás será hacerle daño. Que él conozca quién es el responsable de todo esto no significa que tenga algo que ver con ello. ¿No, profesor?
—¡Pues claro que no!
—¿Lo ves?
—Tienes razón —dijo el capitán, calmado—. Lo mejor va a ser intentar contactar con la central y que manden un equipo completo de investigación. Mientras tanto, acondicionemos el lugar para poder pasar la noche.
Los soldados se colgaron las armas al hombro y se dispersaron por la estación para aislarla del frío exterior, poner en marcha el generador de energía, designar una zona de comunicaciones y preparar algo para comer. A pesar de su juventud, no cabía la menor duda de que estaban muy bien entrenados.
—Jurgen, acércate, por favor —dijo el profesor.
El joven se acercó y lo levantó del suelo.
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente —contestó—. Ahora que sé cuáles son sus intenciones tendré que actuar de otra manera.
—¿De qué estás hablando?
—No estás aquí ni porque me caes bien, ni porque eres un buen estudiante, ni por capricho. Te he traído conmigo porque me lo pidió mi padre hace muchos años. Él y tu abuelo eran muy buenos amigos y, en este momento, tú eres el último descendiente que queda con vida.
—¿Pero… de qué va todo esto?
—Tú sólo permanece a mi lado en todo momento y haz lo que yo te diga. Nunca he faltado a una promesa y no pienso empezar a hacerlo ahora.
VII – Noticias
El año pasado…
El noticiario de la primera cadena de televisión en Francia no paraba de retransmitir las imágenes del asesinato.
«Se desconoce el autor del crimen y la policía no para de investigar el lugar para conseguir alguna pista. El joven de veintiséis años, mecánico de profesión, colgaba por el balcón de su casa con los intestinos al aire y la lengua cortada. La atrocidad del crimen ha causado un gran impacto en la pequeña comunidad de este pueblo situado a quince kilómetros al sur de Lyon, y todos se preguntan el porqué. Según los amigos y vecinos del joven, que se llamaba Marc Fisher, se trataba de un hombre amable y trabajador, que jamás buscaba problemas y siempre estaba dispuesto a ayudar a quien lo necesitaba».
Tengo que llamar ahora mismo y averiguar lo que sucedió, pensó el profesor.
«Como se puede ver, la comunidad está consternada y no paran de hacerse preguntas. La policía ha declarado que…».
—¡Un minuto!
El profesor colgó el auricular del teléfono y miró fijamente la pantalla de su televisor.
—¿Eres tú?
«Por desgracia el inspector que está a cargo de la investigación se ha negado a hacer declaraciones. Por lo visto no se trata de un crimen pasional, sino de un tipo de venganza o ejecución…».
—¿Por qué has vendido tu alma al demonio? Si ya no tienes edad para estas cosas.
«Usted es el dueño del café que se encuentra frente a la casa de la víctima. ¿Puede decirnos algo sobre él?».
«No lo comprendo. No lo comprendo. Todas la mañanas se bajaba y se tomaba su café y un dulce para…».
—¿Qué pretendes?
No paraba de fijarse en el hombre que se encontraba en el fondo de la captura de la cámara que, a pesar de aparentar ser un espectador más, en realidad se quedaba observando la cámara con una extraña y maliciosa devoción, esperando a ser reconocido como el ejecutor del asesinato por alguien conocido. Era una provocación.
—No me puedo creer que hayas caído tan bajo.
La cara de su adversario se asemejaba a un bloque de hielo falto de expresión y de sentimiento humano. De pronto, sus labios se movieron, pero no resultaba fácil distinguir lo que pronunciaban.
—A ver lo que intentas decirme.
«Traidores».
VIII – ¿Por qué?
—Quiero que me cuentes de qué va todo esto, profesor —dijo el capitán—. Y no omitas detalle alguno.
El profesor ni se sintió intimidado, ni le preocupó la fulminante mirada del capitán y la agresividad que se distinguía en sus palabras. Miró a Jurgen con cierto resentimiento y salió de la estación.
—Profesor Olaf. Debo insistir…
—No es necesario continuar con esta conversación, capitán. Lo mejor será que nos dirijamos hacia el norte de la isla que es el lugar al que pretendía ir desde el primer momento.
Permaneció pensativo, escrutó el horizonte, calculó su posición actual y señaló hacia donde debían dirigirse.
Hace muchos años, un monje irlandés navegó por esas aguas y lo que vio llegó a describirlo como si se tratase de un suceso sobrenatural y maligno. Fue la primera vez que el hombre descubría la isla. Más tarde, cuando por fin consiguió regresar a su hogar, el monje escribió lo que vio, lo que sintió, y lo que dejó de sentir.
Recuerdo cuando entendí que mi casa se encontraba lejos de donde me encontraba y entendí que pronto moriría. Lo cierto es que resulta espantoso cuando esa sensación te recorre por dentro y te pudre las entrañas, enloqueciéndote. Habían pasado varios días que no comía y me quedaba muy poca agua. ¡Dios! Que nadie tenga que sentirse como me sentí. Casi al borde de la locura y con mi cuerpo estorbándome con inmenso dolor, vi cómo una lengua de fuego se asomaba por la ladera de una montaña a lo lejos y entendí que había llegado mi hora.
Las enormes bolas infernales que rebanaban los cielos y el humo que incluso se distinguía de noche, sobresaltaron el débil corazón del monje que se santiguó varias veces hasta que perdió el conocimiento.
Cuando una fría corriente empujó su bote de vuelta a la Europa del Norte, hacia las costas de Escocia, algunos le tomaron por loco y otros creyeron que se trataba de un santo. «Las puertas de infierno», eso es lo que describió con mucha exactitud, una y otra vez. Afirmaba que había muerto y resucitado durante un viaje en aguas frías cubiertas por fuego intenso y donde únicamente se escuchaba el rugir de las entrañas de la tierra. El purgatorio; el habitáculo donde Dios guardó todas las maldades del mundo y sólo lo abre para descartar las almas podridas.
—No perdamos más tiempo —dijo el profesor—. Recojamos lo necesario y pongámonos en marcha.
—Aquí las órdenes las doy yo —intercedió el capitán.
—Nosotros no somos militares, así que si queréis acompañarnos, seréis más que bienvenidos.
IX – Exploración
La caminata fue ardua. La tormenta que golpeaba la isla era descomunal, incluso los pocos animales se habían escondido de las inclemencias del tiempo, igual que cuando lo hacían en invierno. La nieve se fundía con el suelo y creaba resbaladizas placas de hielo que al ser relamidas por el viento marino se transformaban en molestas trampas donde uno se podía caer y romperse una pierna o simplemente darse un buen susto.
—¡Maldito lugar! —exclamó Jurgen—. Y eso que es verano.
El resto de miembros del equipo no replicaron y asintieron en silencio mientras el profesor y el capitán se lanzaban miraditas de «inamistosa complicidad». No se fiaban el uno del otro, pero en aquel momento ambos se necesitaban. Uno para cubrirse las espaldas y el otro para averiguar qué había sucedido a los hombres de la estación meteorológica.
La isla con forma de ocho desfigurado no era fácil de atravesar de punta a punta, y el volcán durmiente que ocupaba casi toda la parte norte no era un lugar muy acogedor. A pesar de querer forzar la marcha para llegar antes, la inesperada tormenta les estaba retrasando, helándoles los huesos y amedrentando su voluntad. Los jóvenes soldados ya no escrutaban su alrededor con cara de malas pulgas y con firmeza en la mirada, sino más bien con una dudosa seguridad y un miedo espantoso, que si no fuese porque la adrenalina de la juventud les estaba cegando la sensatez, se habrían quedado en la estación hasta que la tormenta hubiera cedido y pudiesen solicitar refuerzos.
—¿Qué demonios hacemos aquí? —se preguntaban.
Erika y Hans también estaban preocupados, pero confiaban en el profesor e intentaban disimular su temor con muchísima más eficacia. Y Jurgen no paraba de quejarse.
—Cuando atravesemos el estrecho debemos buscar un sitio para acampar y pasar la noche —dijo Hans—. No creo que sea una buena idea quedarnos por aquí cerca. Por lo que me han contado antes de partir, en torno a esta zona hay un buen sitio en el que podemos montar las tiendas de campaña y en el que estaremos cobijados del fuerte viento.
Hans señaló el lugar sobre el mapa que llevaba en un bolsillo de su chaqueta y el profesor asintió.
—¿Qué te parece capitán? —preguntó el profesor.
A pesar de no llevarse bien y de no confiar en él, sabía que el oficial de la marina estaba entrenado para sobrevivir en condiciones extremas y sin lugar a dudas ya habría estado por esta zona en ocasiones anteriores.
—Si no lo recuerdo mal, en ese lugar hay una especie de cueva que nos podría servir como refugio. Propongo que aceleremos la marcha si no queremos arriesgarnos a estancarnos aquí.
—Creo que lo mejor será que me adelante al resto para inspeccionar el lugar, por si esa opción no es viable y debamos buscar una alternativa —sugirió Hans.
—De acuerdo —contestó el capitán—. Ten mucho cuidado.
Desde el lugar en el que se encontraban podían ver cómo los dos mares, el del norte y el del sur, intentaban lentamente romper la isla en dos y engullírsela como una sardina indefensa. Las olas golpeaban la orilla con furia, llevándose trozos de hielo recién formado y derritiendo la poca nieve que había y que intentaba adherirse a la superficie de las rocas y la hierba de tallo grueso y raíz profunda que crecía por estos lares. Nieve, roca, viento frío y sensación de impotencia junto con miedo. Eso es lo que predominaba en la isla.
X – Miedo
Resultaba asombroso ver cómo Hans no sólo había llegado antes que nadie, sino que también había montado su tienda y había explorado los alrededores. Todos se sintieron un poco mejor y recobraron la confianza en sí mismos. Una sensación tanto positiva como falsa, ya que en lo que no se fijaron fue en la forma en la que Hans miraba al profesor y al capitán.
Montaron el resto de tiendas y se cobijaron en ellas en grupos de a dos, a excepción del capitán que no tenía con quien compartir la suya. Él, Hans y el profesor Olaf permanecieron en el exterior un poco más que el resto con la excusa de organizar la marcha de mañana y también de cerciorarse de que no existía peligro. Mentira. En realidad querían discutir sobre algo que Hans había encontrado, y que no quería comentarlo con los demás.
—Tienes mala cara —dijo el capitán.
Hans no hizo caso a esa observación y se limitó a frotarse las manos para calentarlas.
—¿Están todos en sus tiendas? —preguntó.
—Sí. Ten por seguro de que nadie saldrá a molestarnos. Ni siquiera yo sé si es una buena idea quedarnos aquí fuera durante más tiempo.
—Ten paciencia, capitán —indicó Hans.
El profesor aún no había dicho nada. Sabía que no era nada bueno lo que Hans quería decirles y entendía que toda precaución era poca. Si estaba en lo cierto, el asesino era tanto despiadado como soberbio, siempre dispuesto a conseguir lo que deseaba y siempre acaparando la atención de los demás.
Un maleante de circo, solía pensar sobre él.
—¡Aquí tenéis!
Hans les entregó una cámara de fotos digital y se cruzó de brazos.
—Muy gracioso —dijo irónicamente el profesor.
—¿Cómo dices? —preguntó Hans, asombrado.
Se asomó y vio cómo miraban una foto que se hizo nada más desembarcar. Cuando nadie miraba, se había bajado los pantalones y se fotografió el trasero, con el barco de fondo marchándose y la tormenta casi llegando.
El capitán intentó no reírse y se echó la mano a la boca.
—¡No! No es esto lo que quería enseñaros —exclamó Hans—. Mirad las siguientes.
El tono de la mirada de ambos cambió de repente.
—No se ve muy bien —advirtió el capitán.
—Echad un vistazo a las siguientes, he sacado varias.
Los cuatro cuerpos congelados, tumbados bajo una fina capa de nieve, parecían trozos de roca que se fundían con el resto del paisaje. Las caras de los muertos, faltas de cualquier expresión y color, y manchadas con su propia sangre, atormentaron los pensamientos del aventurero que enseguida creyó entender lo que había sucedido.
—Les ejecutaron sus propios compañeros. No se lo esperaban.
Maldito bastardo. ¿Qué pretendes?, pensó el profesor.
Los tres se quedaron mirando las fotografías durante un rato más y luego siguieron observando los alrededores. Puede que alguien les estuviera vigilando o peor aún; puede que alguien los tuviera en su punto de mira con su arma de gatillo fácil.
XI – Redención
Hace más de medio siglo…
El sonido de las gotas deslizándose hacia la calmada superficie del agua rompía el silencio del oscuro lugar. Fuera de ahí, en un mundo asolado por la guerra y la vanidad de los hombres, todo lo conocido y lo que aún estaba por conocer se agitaba con rabia por la mano de los enloquecidos y los avariciosos. Aunque de entre la penumbra de la muerte y la desesperación de las almas podridas, siempre se entrevé un rayo de luz llamado esperanza.
Los hombres, que arriesgaban su vida por sus creencias, estaban impacientes e inquietos; no se podían creer que no les hubieran arrestado o ahorcado hasta ahora. Demasiadas buenas coincidencias o quizás era el modo que la naturaleza usaba para imponer un poco de equilibrio en el desorden y en la desesperación.
Vamos a hacer mucho bien, pensó el capitán nazi.
Sus socios y su tripulación no pensaban en ellos mismos sino en el bien común; una extraña manera de resarcirse y quitarse de la cabeza las espantosas pesadillas que les perseguían durante todo este tiempo. Anhelaban el sueño profundo y despreocupado del que disfrutaban cuando aún eran unos niños, cuando uno jugaba a batear piedras en Texas y los otros dos discutían por quién iba a capitanear el ejército de plomo de Napoleón, y quién el de los prusianos. Amigos en la paz y enfrentados en la guerra por unas creencias y unas ideas que jamás habían sido demostradas. El mundo de lo absurdo.
A pesar del duro trabajo y del constante movimiento, el sonido de las gotas que caían sobre las apacibles aguas retumbaba por todo el lugar. Suave y tranquilizador. El precio de la expiación era demasiado caro y los presentes estaban dispuestos a pagarlo… incluso con sus vidas.
—Creo que nos encontramos bastante cerca —afirmó el profesor.
El capitán se había cansado de preguntarle sobre lo que sabía y lo que pretendía hacer, así que se limitaba a seguirle de cerca y a esperar a que le condujese hacia el asesino.
Ya habrá tiempo de interrogarlo en una sala de juicio y frente a un jurado cuando regresemos, pensaba el capitán.
—Como podéis ver, en el nordeste de la isla se ven unas precipitaciones con varias aperturas provocadas por las antiguas erupciones del volcán. Si no me equivoco y he seguido las instrucciones correctamente, una boca que da al mar debe de encontrarse exactamente aquí.
Señaló un punto en el mapa.
—¿Ahora nos preguntas sobre el sitio a donde nos dirigimos? —preguntó el capitán—. Si ni siquiera sabemos qué es lo que pretendes.
—No os estoy consultando nada, únicamente os estoy informando de la situación. ¡Y nada más!
Los soldados se separaron en dos grupos de a tres: los que iban en cabeza y los que vigilaban la retaguardia. Expectantes. Sabían que se estaban acercando a su objetivo y eso les hizo sentirse algo violentos y nerviosos. Hasta ahora sólo habían entrenado en campos de batalla ficticios, con munición falsa y granadas de humo colorado; un entretenimiento más que otra cosa. Su instinto asesino se limitaba a las largas batallas libradas en la videoconsola y las parafernalias propinadas pos sus bocas en forma de amenazas durante sus borracheras de fin de semana.
—Te mataré a hostias —decían de forma amenazadora.
Pero lo que es matar de verdad, sólo se quedaba en palabras vacías. Ahora sí que se enfrentaban de verdad a la muerte, y eso no les hacía ninguna gracia.
Los que encabezaban la expedición se detuvieron y esperaron a que su capitán se acercase para darles nuevas instrucciones. La roca, cortada como rebanadas de mantequilla que se precipitan hacia lo profundo del océano, causaba una impresión tanto aterradora como sobrecogedora.
Esto se parece al fin del mundo, pensó Erika.
El mar penetraba la sólida superficie que rugía con su vaivén mientras, a lo lejos, un iceberg navegaba impasible hacia aguas más calientes, ignorando lo que estaba sucediendo en esa pequeña isla que despreciaba, e ignorando que pronto se derretiría por no permanecer quieto en su lugar de nacimiento: las aguas del norte. Una lección que, pronto, todos los que osaron perturbar la paz de la isla aprenderían por las malas.
—¿Qué es lo que habéis visto? —preguntó el capitán.
Los tres soldados le señalaron una especie de camino que parecía haberse escarpado en la roca de manera natural y que conducía a una cueva medio sumergida, que era de donde provenía el rugido del mar. Cuando las olas impactaban en ese lugar, el agua convergía en un centro imaginario, sonaba como un dragón endemoniado, y soltaba chorros de líquido espumado a varios metros de distancia. Una cavidad perfecta construida por el volcán dormido para que un submarino de tamaño medio pudiera cobijarse y ocultarse de las miradas indiscretas del resto del mundo.
XIII – La cueva
Hans comprobó la bajada y no parecía muy contento. Las olas y el viento habían relamido la superficie del suelo, y el hielo causado por culpa del mal tiempo no mejoraba la situación. Sabía que debía ponerse en cabeza y romper la resbaladiza superficie con un pico para allanar el camino a los demás, y también debía cerciorarse de que la roca no cediese bajo sus pies. Su vida peligraría como de costumbre aunque no le parecía demasiado atractiva la idea de que alguien los estuviese observando. Enfrentarse a los elementos de la naturaleza ya era lo suficientemente complicado como para tener que enfrentase al mismo tiempo con un asesino perturbado.
—Yo iré primero.
Antes de nada pisaba con fuerza sobre el borde para averiguar si aguantaba su peso.
No parece ceder, pensó, sacudiendo la pierna derecha un par de veces.
Sonrió y clavó un enganche de seguridad a la altura de su esternón que servía como punto de sujeción en caso de emergencia. Si tuviera un par de cuerdas de descenso, todo sería mucho más fácil, pero no era el caso.
—Adelante —se dijo a sí mismo.
Dio dos pasos y golpeó con fuerza la roca bajo sus pies.
Aquí pongo un enganche y seguimos, pensó.
Erika observaba expectante y asustada. El camino hacia la boca de la cueva no era demasiado largo, pero era peligroso. Las olas que se estrellaban con furia sobre el acantilado se descomponían en gotas pequeñas que remojaban a los que esperaban varios metros por encima de ellas.
—Que no me trague el mar —susurró Hans.
Con la paciencia de un sabio y la seguridad de un profesional, se acercaba a la entrada de la que no sabía nada, ni tampoco estaba claro si sería capaz de entrar sin que el mar le estampase en alguna parte.
—¡Esto está chupado! El suelo es firme aunque pondré otro enganche aquí por si acaso —afirmó.
Con la parte trasera del pico, que era plana como la superficie de un martillo, hizo fuerza y empezó a clavar «el salvavidas», como él lo llamaba. Los gruesos guantes lo estorbaban, el fuerte viento lo desequilibraba, la adrenalina lo mantenía cuerdo y en alerta mientras la espera y la incertidumbre lo ponían nervioso.
Que el malnacido esté durmiendo o cualquier otra cosa, pero que no esté cerca de aquí, pensó.
Y continuó.
Casi una hora después se asomó por la esquina del precipicio, entre el mar y el vacío de la cueva, y examinó el terreno.
—¡El caminito sigue hacia dentro! —exclamó—. Ya podéis ir bajando.
El capitán miró a sus hombres y asintió con firmeza.
—Vosotros dos os quedaréis aquí para vigilar —dijo a sus soldados—. Y vosotros iréis en cabeza y aseguraréis la entrada. Creo que el resto deberá permanecer aquí hasta que nos aseguremos de que todo está bien.
—¡No! —dijo el profesor, enfadado—. Erika se puede quedar con la retaguardia, pero Jurgen y yo iremos con vosotros. No quiero que el esfuerzo y el sacrificio de los que murieron hayan sido en vano.
—¿Pero de qué habla? —preguntó el capitán.
—Enseguida lo averiguarás y espero que llegues a entender la importancia de nuestra presencia en la isla.
—No creo que haya alguna cosa aquí que merezca la pena morir por ella.
—Sí que la hay —afirmó el profesor.
XIV – La base
—Pasad por aquí. ¡Con cuidado!
Hans cogía a uno de los soldados, lo tiraba hacia el interior, y seguidamente iba a por el siguiente.
Cuando los cuatro se encontraban dentro, se apostaron sobre la pared rocosa de su izquierda y se asomaron para ver lo que había bajo sus pies. Impresionante. Las aguas se rompían en unas rocas empinadas en diagonal, que creaban una especie de entrada submarina estable, y amansaban la furia del mar en el interior; de esa forma, cualquier sumergible podía entrar, incluso con tormenta, y podía maniobrar con mucha facilidad. Ni el hombre sería capaz de crear algo tan ingenioso de una manera tan espontánea.
—Es tal y como me lo había descrito mi padre —dijo el profesor.
—¿Tu padre? —preguntó Jurgen.
—Vayamos adentro, enseguida os contaré todo lo que sé.
Caminaron lentamente por el improvisado pasillo hasta que no se veía casi nada y el sonido del mar se iba apagando. De sus mochilas sacaron unas linternas y de la misma forma que se ilumina una discoteca cuando se encienden los focos, el túnel absorbía los dispersos rayos de luz que parecían estar manejados por temblorosos titiriteros y no por soldados profesionales y orgullosos aventureros. Unos minutos más tarde, vieron cómo el túnel se expandía hacia todas partes, creando una enorme burbuja en el interior del dormido volcán, donde las aguas descansaban completamente quietas y el susurro de sus voces resonaba por todos lados.
Maldito eco. Seguro que nos delata, pensó Hans.
Se agachó al suelo e iluminó con su linterna unas pisadas que sin lugar a dudas ni les pertenecían ni tenían nada que ver con ellos.
—No estamos solos —dijo Hans.
—Por supuesto que no estamos solos —añadió el profesor en voz alta.
Cuando por fin el eco de la voz del profesor fue absorbido por la profundidad de la nada, un motor diésel partió el desconcertante silencio en dos, y unos focos de alto voltaje colocados por la parte central de la cueva se encendieron y descubrieron lo que la oscuridad ocultaba.
—¡Madre mía! —exclamó Jurgen.
En lo alto, una gran bandera con el águila alemana sobre una esvástica inclinada ondeaba casi hecha pedazos, pero con el color rojo sangre, prácticamente inalterado. Unas improvisadas barras se extendían a lo largo de un lado a otro, con planchas oxidadas entre ellas.
—¡Mirad, un puente! —dijo Hans.
Justo al otro lado, donde el puente terminaba y una pequeña pendiente conducía a unos metros más abajo, cerca del nivel del agua, un submarino de la Segunda Guerra Mundial flotaba aún como si estuviera aguardando que su antigua tripulación regresase para zarpar hacia nuevos puertos. La cubierta estaba llena de escombros y la torreta, llena de polvo y abolladuras, aún lucía su identificación con orgullo bajo el oxidado escudo de una calavera con dos torpedos cruzados. U-128.
—¿Cómo es posible? —se preguntó el capitán, atónito.
Se acercaron al puente y se dispusieron a cruzarlo.
—¡Alto ahí! —se escuchó desde la oscuridad de un rincón apartado.
XV – El sueño de los padres
—Tirad vuestras armas o me veré obligado a dispararos —ordenó la voz amenazadora de un hombre.
El capitán se puso delante.
—¡Ni hablar!
La negociación había terminado. Una ráfaga de disparos se dirigió hacia ellos y acertó sobre tres soldados e hirió al profesor.
—No estoy bromeando, no pienso negociar con ninguno de vosotros. Tened claro que os mataré sin pensármelo dos veces.
—¡Vale, vale! —gritó el capitán y tiró su arma al suelo.
El otro soldado también se desarmó y se agachó a socorrer a sus compañeros. Por suerte, únicamente habían sufrido unos cuantos arañazos en los muslos.
—¿Cómo os encontráis, muchachos? —preguntó el capitán.
—Estamos bien —contestaron.
El tirador no tenía intención de matarlos aunque sus cálculos no fueron tan precisos.
—¡Levántate, Olaf!
—…
—¡He dicho que te levantes!
—Está herido de gravedad —contestó Jurgen.
Por desgracia, una de las balas había rebotado en las rocas y había impactado en la espalda del profesor, atravesándole el pecho y dejándolo sin aliento.
—¿Por qué has hecho esto? —preguntó el profesor sin alzar demasiado la voz.
Al fondo, en una parte oscura casi por encima del submarino, un hombre de mediana edad apareció de entre las sombras.
—¡Lástima! No pretendía matarte… al menos de esta forma.
El hombre, con pelo blanco y cara llena de arrugas causadas por la amargura más que por los años, miró con desprecio a los que se encontraban a su merced, casi bajo sus pies.
—Te estás equivocando —dijo el profesor.
—¡¿Equivocarme?! ¡¿Equivocarme?! Quien se equivocó era ese hijo de perra descendiente del capitán nazi que me robó a mi amada Julia. Su raza no sólo extermina a millones de judíos sino que también traiciona a sus amigos y se olvida de sus compromisos.
—Fuiste tú quien se marchó.
—¡Cómo te atreves! Sabes muy bien que tuve que venir hasta aquí para asegurarme de que todo estaba en orden y poder trasladarlo a Europa.
—Pero desapareciste durante un año —dijo el profesor y tosió escupiendo sangre.
—Mira lo que pasa aquí. En un abrir y cerrar de ojos te quedas aislado del resto del mundo. Desde luego nuestros padres escogieron el lugar perfecto para esconder el oro.
—Julia no lo sabía.
—¡Era mi mujer y Fritz era mi amigo!
—Se enamoraron.
—¡Me traicionaron!
—No.
—¿Y tú qué sabes? No tuviste que entrar en tu casa y ver cómo el amor de tu vida mecía en sus brazos el hijo de tu mejor amigo.
—Nuestros padres…
—¡Al diablo nuestros padres! —se calmó—. Al diablo nuestros padres y sus malditas ideas sobre cómo equilibrar la balanza y mejorar el mundo. Hace años que nada de eso me importa.
—¿Y por qué mataste al hijo de Samuel? Él no tenía nada que ver con todo esto.
—Pero te trajo hasta mí.
—Ya me tienes —susurró el profesor, cansado.
—Lo mejor de todo, es que has traído contigo al hijo de Fritz.
—Te estás equivocando.
—Tú lo has hecho al traerlo hasta mí. Y con él morirá el sueño de nuestros padres.
XVI – Oro
Casi al final de la guerra…
Cajas y más cajas de madera se apilaban en un rincón de la cueva. Los innumerables viajes del submarino habían transportado hasta allí todo el oro que los tres hombres habían podido conseguir. Oro de bancos saqueados, de búnkeres nazis reventados, de guaridas francesas asaltadas, rescatados de comunidades judías y museos; de todas partes. En esta operación estaban implicadas personas de todas las naciones y de todos los estamentos militares y sociales. Desde el pequeño agricultor hasta los oficiales de todos los bandos. Su objetivo era tanto singular como disparatado, pero era lo que les dictaba el corazón.
—Al parecer, Berlín está sitiado y sólo es cuestión de tiempo de que Alemania se rinda —dijo el americano.
—Mejor —añadió el capitán alemán—. Menos problemas para el mundo. Creo que los japoneses aguantarán un par de años más, pero al final se rendirán. Entonces nos llevaremos el oro e intentaremos reparar todo lo que nos sea posible.
El americano asintió.
—Yo tengo una idea mejor —dijo el judío—. Seguro que haríamos mucho bien, pero pensad también en todos los que colaboraron para hacer este proyecto posible y que quizás, sólo quizás, cuando regresemos hayan cambiado de idea. Recordad que las promesas en la guerra no sirven de nada en la paz.
Ambos se quedaron pensativos.
—¿Qué propones entonces? —preguntó el capitán alemán.
—Opino que dejemos esta tarea a nuestros nietos, cuando las heridas de la guerra no sean tan profundas y no haya tantas cabezas pensantes alrededor de una mesa. Tres descendientes, un mundo por reparar. Sé que suena egoísta, pero…
—No, no —interrumpió el americano—. Tienes razón. Reparar el daño causado sin prejuicios ni pasiones. Que sean las nuevas generaciones quienes arreglen lo que las viejas mentes estropearon. Me parece el plan perfecto.
—Muy bien —dijo el capitán alemán—. Creo que estamos todos de acuerdo. Me gusta la idea de que nuestros nietos enmienden los errores de sus abuelos.
—Y que Dios nos perdone —añadió el americano.
Los tres compañeros y amigos mantuvieron un minuto de silencio en memoria de todas las víctimas de la guerra, que sin darse cuenta se alargó hasta casi seis. El oro que robaron era para los hijos que perdieron a sus padres, para las mujeres que perdieron a sus maridos, para las madres que no volvieron a ver a sus hijos, para los jóvenes que les despojaron de su inocencia, y para todos aquellos que sufrieron el terror de ser apartados de sus sueños, y de su dignidad. El oro no iba a arreglar el daño causado, pero tampoco engordaría las barrigas de los egoístas y los corruptos que querían aprovecharse del final de la guerra, tal y como lo hicieron mientras duró.
XVII – Pasado
—Llegó el momento de cobrar mi venganza —dijo el perturbado.
—¡No! —gritó el profesor con las pocas fuerzas que le quedaban.
—Es inútil… ¿o es que piensas hacerme cambiar de opinión?
—¡Acércate!
—¿De verdad crees que soy tan ingenuo?
—He dicho que te acerques. No me digas que tienes miedo de un viejo que está a punto de morir.
—Claro que no.
Sus zapatos cliqueaban con cada paso que daba sobre el improvisado puente. Cada vez más cercano y cada vez más odiado. Apuntó con su ametralladora a los soldados y al capitán señalándoles que se alejasen de él. Miró con desprecio a Jurgen, y se puso de cuclillas al lado del profesor.
—Maldito optimista —le dijo.
—Viejo imbécil —contestó el profesor.
Cualquiera podía pensar que de un momento a otro se darían un fuerte abrazo de buenos amigos, pero las circunstancias no lo permitían.
—No debes matar a Jurgen —susurró el profesor.
—¡¿Por qué?! —preguntó, colérico.
—Fritz se gastó lo poco que tenía para intentar encontrarte, incluso estuvo a punto de ir en tu busca, pero Julia no se lo permitió. Sabes muy bien que mi padre se escondió en Noruega y no sabía mucho de vosotros. Eran otras épocas.
—Julia se lo impidió. ¿Fue ella quien me traicionó? —preguntó, conteniendo sus lágrimas.
—Así es.
—No me lo creo.
—Recuerdo que Fritz me llamó y me lo contó todo poco antes de morir a causa del accidente. Malditas casualidades.
—No fui yo.
—Lo sé. Sólo fue un estúpido accidente de coche… nada más.
—¿Y qué te dijo?
—Me dijo que le pidió que no se marchara a buscarte porque le necesitaba.
—¡Pero por qué! —suspiró, llorando de rabia—. ¿Es que yo no era suficiente para ella?
—Le necesitaba para ayudarla a criar a tu hijo.
—¡¿Cómo?!
—Jurgen es tu hijo y tras el accidente lo traje conmigo a Noruega y se lo entregué a una buena familia cercana a mí. Si no fuese por la maldita promesa a nuestros padres lo hubiera adoptado yo, y si no fuese por tu maldita testarudez, hubieras podido disfrutar de una familia en vez de pudrirte en la angustia y el odio.
El hombre miró avergonzado a su hijo que le observaba con desprecio y miedo. Sintió asco de sí mismo y notó cómo el mundo de paranoia que había construido a su alrededor, con ladrillos de maldad y cemento de ira, se desplomó en un instante. Se puso de pie y se quedó perplejo y sin alma, como una muñeca de trapo que ya no es movida por los hilos de su voluntad.
—Lo siento —musitó.
Y cogió una pistola que guardaba en su cinturón, la levantó hasta su sien y se disparó sin vacilar.
—Ya has sufrido bastante. Vete en paz —susurró el profesor mientras exhalaba su último aliento.
—¡¡¡Nooooooooooooo!!!
Jurgen creía que iba a perder la cabeza. Miró hacia todas partes, pero sin ser capaz de ver nada. Gimió, se retorció, blasfemó y se castigó golpeándose a sí mismo. De repente lo tuvo claro. Sus ojos se fijaron en la pistola de su padre y supo que su destino era el de ser castigado. La isla le exigía su vida. No había marcha atrás.
—De eso nada —dijo el capitán y le dio un par de bofetadas—. Tú vivirás y harás lo que tu abuelo quería que hicieras, y nosotros te ayudaremos.
Jurgen recuperó la compostura.
—No estás solo —dijo uno de los soldados.
Los demás asintieron y se comprometieron a ayudarlo.
XVIII – Bien por mal
El mejor sitio para esperar y cobijarse de la tormenta era el interior de la cueva, así que el capitán salió y avisó a Erika que esperaba junto a los otros dos soldados, les contó lo que había sucedido y les indicó que debían entrar. Tres días permanecieron en la cueva hasta que la tormenta amainó. Durante ese tiempo estuvieron planeando qué es lo que iban a hacer con todo aquel oro. Y era mucho. Cuando entraron en la improvisada sala del tesoro se quedaron sin palabras. Las cajas se apilaban sobre montones de lingotes y piedras preciosas, mientras sacos de joyas y monedas, esparcidos por el suelo, impedían el acceso a la parte trasera que aparentemente no tenía fin. El oro de los españoles llevado a Rusia, los lingotes nazis, las joyas de los nobles belgas y los tesoros de los mercaderes holandeses, piedras preciosas procedentes de Francia, Italia y Austria; pieles, cetros, diademas, más lingotes, más monedas, anillos, collares, más monedas y más joyas. Una fortuna lo suficientemente grande como para cambiar el mundo que todos conocían hasta ese momento.
Cuando estuvieron preparados, abandonaron el tesoro y se subieron al submarino que aún parecía funcionar. Las rudimentarias reparaciones hechas por el capitán y sus soldados fueron más que suficientes como para alejarlos de la isla y acercarlos a Groenlandia, lugar en el que donarían la espectacular y resistente nave, viajarían de vuelta a Noruega, informarían sobre lo sucedido sin mencionar la cueva y el tesoro, y una vez acabado con todo, se dedicarían a cumplir la promesa que los tres idealistas y aventureros hicieron hacia el mundo y los más necesitados. Sin pasiones ni ataduras, financiarían investigaciones médicas, crearían infraestructuras en países subdesarrollados, combatirían la avaricia y echarían una mano a los desfavorecidos. Y por todo el mal que se hizo en el mundo, otro tanto de bien sería repartido. La penitencia más cara jamás realizada.
Fin
Escrito por: Alexander Copperwhite
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