Eran las cuatro de la madrugada cuando el móvil de Marga comenzó a vibrar. Acababa de conciliar el sueño, pero lo descolgó con su acostumbrado estoicismo. Dormir era un lujo reservado para los más pudientes.
–Torres. Diga…
–Inspectora Margarita Torres, supongo. ¿Es usted a la que apodan Margaret Thatcher, la dama de hierro de la comisaría trece?
–La misma, capullo –respondió mientras daba la luz de la mesilla y maldecía su trabajo. Sabía que si el subinspector Fernández llamaba a horas tan intempestivas no traía buenas noticias.
–¿Qué ha sucedido? –preguntó calzándose sus zapatillas.
–Al parecer un coche ha caído por un barranco y una persona ha muerto.
Hubo un silencio. Ambos sabían que los accidentes de tráfico no eran parte de su trabajo.
–Los de la científica no están seguros de que se trate de un simple accidente –continuó diciendo el subinspector –. Últimamente los narcos dan por zanjados así sus… llamémosles contratos laborales.
–Estoy sin coche –aclaró Marga mientras acariciaba con nostalgia el lado vacío de la cama–. Algún gracioso me ha roto una de las placas de matrícula en el aparcamiento de la comisaría.
–No me extraña. Sé de un par de ellos que aparcan de oído. Llego en quince minutos y te recojo.
Marga se dio una ducha rápida, se vistió y salió de casa cerrando la puerta con cuidado de no despertar a su hija. No quería darle una excusa para discutir.
A las cuatro y veinte de la madrugada, un coche de la policía judicial cruzaba la ciudad en dirección noreste. Noventa kilómetros les separaban de los acantilados de San Andrés, situados en la sierra de A Capelada, los más altos de Europa.
–¿Estás bien? –preguntó Fernández mientras encendía las luces de emergencia para saltarse un semáforo en rojo–. No tienes buena cara.
Marga, tras dudar unos instantes, decidió contarle la verdad. No le gustaba airear sus problemas domésticos a los cuatro vientos, le restaba credibilidad en la comisaría, pero Pablo era lo más parecido a un amigo que tenía.
–Apenas si he dormido. Anoche discutí con mi hija… otra vez.
–Mala edad ¿eh? La buena noticia es que te estás haciendo mayor. Pronto dejará de ser adolescente.
–Muy gracioso. No sé qué hacer. Estábamos cenando cuando me salta con que quiere dejar de estudiar derecho, que se ha dado cuenta de que no es lo suyo y que el curso que vienen quiere matricularse en bellas artes… ¿Te lo puedes creer?
Pablo soltó una carcajada y llevó su mano izquierda al cuello, tirando hacia arriba para dar a entender que quería ahorcarse.
–¡Qué mala gente, por Dios! Y nada menos que bellas artes. ¡Para que todo el mundo piense que es una hippie o algo así! ¡Para qué vivir así!
–No seas idiota. ¿De qué crees que va a vivir estudiando bellas artes? ¿Del aire? Y eso no es lo peor. La semana pasada la pillé haciendo la maleta, tan tranquila, y me dice que se va tres días a no sé qué festival de música en las afueras de La Coruña. Días lectivos claro y… por cierto ¿vamos bien por aquí? Creo que te has pasado la salida…
Pablo la miró y sonrió: su jefa ya se había despertado. Aprovechó la ocasión para hilar fino ambas cuestiones: su necesidad de controlarlo todo y los problemas con su hija. Él conocía a Sofía, y sabía que era una chica muy sensible e inteligente, muy alejada de las tonterías de los jóvenes de su edad.
–Mira, Marga –dijo mientras señalaba el GPS para que se cerciorase de que había tomado la salida correcta–. Yo no tengo hijos, pero en mi trabajo he tenido que lidiar con muchos adolescentes. Llega un momento en que buscan su espacio y su autonomía, aunque lo hagan con poca mano izquierda y para ello tengan que llevarse por delante muchas cosas. Supongo que no debe ser fácil para ella ser la hija de la inspectora Margarita Torres, respetada por todos e incluso temida por muchos, y con un pasado académico y laboral intachable. Sin hablar del divorcio, claro. Estaba muy unida a su padre, y no ha pasado ni un año desde la separación.
–Lo sé. Y ella me culpa de eso. Tiene la convicción de que soy demasiado exigente con todo el mundo, también con mis seres queridos. Cree que su padre nos abandonó porque le asfixié con mis manías.
–No debe ser fácil criar a una adolescente hoy en día. Lo que quiero decir es que conviene pararse un poco para entenderles. A veces sólo tratan de llamar la atención. Y hay que tener mucho cuidado, porque lo que para nosotros es un problema sin importancia, para ellos es un mundo, y son capaces de cometer los mayores disparates por ello.
Marga no dijo nada. Ya había recibido suficiente terapia por aquella mañana. Lo único que pretendía era hacer las cosas lo mejor posible, pero parecía no ser suficiente. Sacó un pañuelo desechable de su bolso y se limpió las incipientes lágrimas.
–¡Qué extraño! –señaló para cambiar de tema–. No encuentro las llaves del coche.
–No te preocupes, te las habrás dejado en casa –dijo Pablo pillando la indirecta mientras señalaba su ventanilla–. De todas formas estamos llegando. Mira todas esas luces.
Después de aparcar a escasos metros del accidente, tuvieron que esperar más de una hora hasta que una enorme grúa tipo pluma logró rescatar el coche del fondo del barranco.
Estaba amaneciendo, y una densa niebla parecía descender por el acantilado para terminar muriendo en el océano. Hacía frío, y la brisa venía cargada de salitre y humedad a partes iguales. Una bandada de gaviotas, atraídas por la novedad, sobrevolaba la escena en pequeños círculos concéntricos.
Cuando el coche apareció de entre la niebla, un silencio sepulcral se adueñó del escenario. Había más de veinte personas trabajando en los alrededores, entre policías, bomberos y personal sanitario, pero nadie dijo nada hasta pasado un buen rato. El vehículo estaba totalmente calcinado, un amasijo de hierros tal que no resultaba sencillo adivinar cuál era la parte delantera y cuál la trasera, y el capó se había plegado dando forma a una especie de jaula que dividía el coche en dos partes. El golpe contra las rocas del fondo fue mortal de necesidad y, por si fuera poco, explotó como un petardo en un día de feria.
Después de que la grúa depositara los restos del vehículo sobre la calzada, Marga fue la primera en acercarse, haciendo un gesto a los presentes para que permanecieran a una distancia prudencial. Resultaba difícil mantener pulcra la escena del crimen, tal y como aconsejaba el manual, pero no sería ella quien contaminase lo que el fuego no había logrado destruir. Si una cosa había aprendido en veinte años de profesión era que las pistas se hallaban en los detalles más nimios y a priori insignificantes.
–No hay marcas de neumáticos en la carretera ─le gritó Pablo mientras instaba al operario de la grúa a que la retirase–, nada que me haga pensar que le sacaron de la calzada por la fuerza. Tal vez se durmiera al volante.
Marga no le oyó. Manejando con destreza su pequeña linterna de mano, contemplaba el cadáver con la esperanza de encontrar algo fuera de lo común. Por fortuna no había ardido durante demasiado tiempo, ya que aún no había adoptado la clásica postura del boxeador. Sin embargo, el cráneo estaba a punto de abrirse a causa de la presión. Por otro lado, se hallaba perfectamente apoyado contra el respaldo de su asiento, y los brazos, aunque habían desaparecido en parte, descansaban sobre sus muslos amputados. Pensó en cuán extraña era aquella postura: en ese tipo de accidentes las personas tienden a agarrarse al volante en un fútil intento de frenar el impacto, o al menos tratan de protegerse el rostro. Aquel cuerpo emanaba demasiada serenidad, como si alguien lo hubiese recolocado para que descansara en paz.
─Es una mujer joven –apuntó poco después–. Por suerte viajaba sola, aunque eso era parte del plan, supongo.
–¿Qué quieres decir?
Marga sacó la cabeza de la ventanilla y dedicó a su compañero una de esas miradas que tanto le gustaban. Decía que miradas así le hacían amar su profesión.
–Tengo la impresión de que se ha suicidado. No lo sé, hay mucha paz aquí dentro, como si se hubiera librado de una carga muy pesada.
Pablo no dudó de su valoración. Su jefa tenía un instinto especial para aquellas cosas, veía las cosas de forma diferente que el resto, como si alguien rebobinase la película de los hechos y le diera al play justo delante de sus ojos, en un pase de cine privado e irrepetible.
Ella continuó con su metódico proceder durante veinte minutos. Examinó el coche de arriba abajo con la esperanza de estar equivocada: consideraba el asesinato como un acto cruel e individual, pero un suicidio era el fracaso de toda una sociedad incapaz de ofrecer ilusión a un enfermo. Sin embargo, no halló nada que le indicase lo contrario.
–Tendremos que esperar el informe de la odontóloga forense –indicó dándose por vencida –. Alguien denunciará su desaparición en las próximas horas. Quiero tener una huella dental para entonces. ¿Qué tal van los de la científica?
–Uno de ellos sigue en el fondo del barranco, aunque mucho me temo que no va a ser de gran ayuda.
–Le esperaremos. Tengo la sensación de estar pasando algo por alto.
Pablo, sorprendido por la inseguridad de su jefa, fue a hablar con los bomberos para que sacasen el cadáver con el mayor cuidado posible. Ella aprovechó la oportunidad para distanciarse unos metros. A veces cambiar la perspectiva era suficiente para encender la chispa. Dio varias vueltas alrededor de la escena, como una leona enjaulada, pero tampoco hubo suerte.
Regresó a su coche y se arrellanó sobre el asiento. Estaba frustrada, y al mismo tiempo convencida de que había algo extraño, algo pérfido que se le escurría por entre los dedos, y era una sensación nueva para ella.
Pensó en los padres de la muchacha, en cómo lograrían superar la pérdida de algo tan frágil y valioso como una hija, y una lágrima se deslizó por su mejilla hasta caer sobre la falda. Por alguna misteriosa razón, aquel caso le estaba afectando más que de costumbre.
Se sintió culpable. La relación con su hija no marchaba como debiera. Se habían distanciado mucho desde lo de la separación, y discutían constantemente. Ya no iban juntas a ningún sitio, ni siquiera de compras o al cine, y todo lo que una hacía o decía parecía incomodar implícitamente a la otra. Dedicó una mirada al coche carbonizado y se dio cuenta de que sus problemas no eran sino nimiedades sin importancia, y que ella misma, en su afán por gobernarlo todo, se estaba comportando como una cría de quince años. Su hija quería dejar derecho para estudiar bellas artes: en tal caso debería dejarla volar y permitirle que fuese feliz. Después de todo, era una joven madura y aplicada.
Se secó las lágrimas, y se juró que aquella muerte serviría para recuperar a su hija. Se lo debía después de no haber descubierto su verdad.
Cinco minutos después, Pablo conversaba con Elías, el oficial de la policía científica que había estado escudriñando el fondo del barranco. Marga les vio por el espejo retrovisor, se cercioró de que el rímel seguía en su sitio y salió del coche con aire decidido. Quería acabar pronto y volver a casa con su hija.
–Buenos días, inspectora –dijo el joven oficial ofreciendo su mano.
–Buenos días –correspondió ella─. ¿Ha habido suerte?
–De eso estábamos hablando –intervino Pablo–. Malas noticias. La explosión ha calcinado cualquier rastro.
–Era de esperar –dijo Marga mientras veía escapar la última oportunidad–. Gracias, oficial. Tómese un café caliente. Se lo ha ganado ahí abajo.
Marga y Pablo se dirigieron a su coche, cabizbajos. Había que esperar a los resultados de la autopsia pero parecía un claro caso de suicidio.
–¡Inspectores! –interrumpió Elías mientras corría hacia ellos–. ¡Disculpen!
–¿Qué ocurre? –inquirió Marga girándose hacia él.
–No sé si será importante, inspectores, pero hay algo que quizá deberían saber.
–¿De qué se trata? –preguntó Pablo.
–Bueno… Es extraño. Por muy fuerte que haya sido la explosión, hay ciertas partes del coche que no se consumen con el calor.
–¿Qué es lo que falta? –preguntó Marga.
–Una de las placas de matrícula –sentenció Elías–. El coche sólo tiene una.
Escrito por: Txaber Saenz Dañobeitia
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El conflicto generacional es la trama de peso en este relato, presentado por Txaber Saenz Dañobeitia desde un hábil montaje de novela policiaca. Por un lado la profesión, por otro la propia existencia, y como tercero los hijos; tres cabos de la larga y bien formada trenza que adorna la cabellera de su protagonista.
Siempre bajo control. No se escapa ningún pelo; eso creía la protagonista del relato. No le requería mayor esfuerzo : Una profesión interesante, acorde a su fuerte y segura personalidad, y la hija perfecta.
Pero un buen día se mira al espejo y se encuentra con la trenza despeinada, a punto de deshacerse; ha perdido la goma que la sujeta. Y por más vueltas que le da no sabe cómo resolver su conflicto. Todo había estado siempre en su lugar, su trenza era perfecta.
Su visión profesional totalmente analitica había restado cualidades a su intuición. Pero gracias a ese amigo incondicional que todos deberíamos tener, y ella lo tiene, acaba entendiendo que la vida es un cúmulo de coincidencias, que hay que valorar cuando van apareciendo para que no formen un dique e interrumpan su parsimonioso fluir.
No es habitual que alguien comprenda un relato mejor que aquel que lo ha escrito. Josefina lo ha vuelto a hacer, y se lo agradezco infinitamente…
Txaber espero que nunca se despeina nuestra trenza, me ha encantado pero después de lo dicho por Josefina no hay palabras.
Quiero más…